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Clericales y lanzahuevos

Jóvenes de Jarra¡ (juventudes de Herri Batasuna) lanzaron huevos hace algunos días contra la viuda de Gabriel Celaya, Amparo Gastón, al inaugurarse en Hernani, lugar de nacimiento del poeta, un colegio público con su nombre y un busto a su memoria. La noticia ha sido glosada ampliamente, y los lanzahuevos han obtenido las descalificaciones que correspondían. Pero a mí lo que me interesa es subrayar el fondo de tales comportamientos.Me viene a la memoria un pasaje de "La nave de los locos", de Pío Baroja, en las Memorias de un hombre de acción. En él intervienen Eugenio de Aviraneta, el gran conspirador y protagonista de la magnífica serie novelesca, y el famoso cura Merino, un liberal a ultranza y un clérigo carlista, que se encuentran cara a cara en una fonda de Bayona. Los enemigos de ayer siguen siéndolo, y mantienen un crispado diálogo, al que pertenecen estas líneas: "¿Qué ha hecho usted?", le dice Aviraneta a Merino. "Asesinar, matar, para mayor gloria de Dios". "¿Y tú?", responde Merino. "Yo no soy cura", contesta a su vez aquél. "Yo no predico que todos somos hermanos ...... Tras acusarle de haber escurrido el bulto en momentos difíciles, Aviraneta pondera su propia lucha por la libertad, a lo cual Merino replica llamándole "enemigo de España".

Tan enemigo era Aviraneta para Merino como Amparitxu y Celaya enemigos de Euskadi (aceptamos el topónimo) para los lanzahuevos de Hernani. Un impulso clerical y merinesco movía el brazo de esos jovenzuelos, ensimismados con sus razones, ajenos a todo cuanto no sea su universo menguado y provinciano. Qué horror no hubiera experimentado el pobre de Celaya ante semejante lance, aunque su dilatada vida le permitió ver ya algunas atrocidades que seguramente debieron hacerle reflexionar sobre aquella identidad vasco-ibérica y española que exhibió en algunos poemas. Otro poeta vasco, Blas de Otero, vivió menos, y más de alguna angustia hubo de padecer -él, tan natural, tan dolorosamente español- ante los primeros renuevos del horror: un horror disfrazado de banderas socialistas y progresistas. Que esto es lo grave.

Porque ese horror no es ninguna novedad: existe en el País Vasco desde hace más de siglo y medio; desde las guerras carlistas, cuando ya algunas corrientes del integrismo de entonces coreaban los santos y señas del separatismo y soñaban con "una república de Vasconia" en la que harían "ministros y consejeros. a obispos y curas", según cuenta el propio Baroja, que algo sabía de sus paisanos, en la misma Nave de los locos. El cura Merino, que no era vasco, andaba en -toda esta trifulca que a Eugenio de Aviraneta le aterraba: él sí era vasco y vascohablante, además de liberal y antiseparatista. Al sapiente conspirador hoy también le hubieran lanzado huevos.

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Pero así son las cosas. Y ahora, como entonces, la historia transita los mismos o similares caminos en medio de una gigantesca maniobra de falseamiento de la realidad. Basta leer a Julio Caro. O a Unamuno, tan vasco que fue capaz de hacer la elegía del carlismo en una novela mágica, Paz en la guerra. De niño vivió el último sitio carlista de Bilbao, que para él, como para Galdós, fue, porque lo era en verdad, la ciudadela del liberalismo. Que la viuda de Celaya haya sido increpada y acosada como lo ha sido no deja de ser un acto consecuente de sus perpetradores. Como sus padres, esos jovenzuelos de Jarra¡ son nuestros serbios, obstinados en convertir el País Vasco en "la tierra que podríamos llamar del martirio español", según escribió Galdós. Pero no están solos. Ellos tienen, por fortuna, el monopolio privado del lanzamiento de huevos contra viudas indefensas, y algunos familiares y conocidos poseen el raro amor de las pistolas; en esto, por ventura, sí carecen de compañía.

Con todo, sigue habiendo demasiado integrismo alrededor, aunque sea pacífico. En primer lugar, claro, los otros nacionalismos, por muy civilizados que se pretendan. (Hay también un nacionalismo español, aclaro). Por eso se oyen de cuando. en cuando las cosas que se oyen: las peculiaridades del Rh negativo y todo eso. Pero integrista es también la negación de Europa, al margen de Maastricht, o de la Comunidad Europa, o de la Eurocopa. Con nuestra historia, ¿cómo es posible decir que no a Europa, a la Europa occidental, de donde deriva cuanto somos? Integrista es el mantenimiento a ultranza del proyecto comunista, salvo que se quiera convertir al viejo y heroico partido en la oficina de colocaciones de los compas. Integrista es la obsesiva politización de nuestra vida cotidiana, como si la vida no fuera más vasta, más múltiple que la política. Integrista es el fervor de los neoliberales convictos y confesos de verdad; los otros, ya se sabe, van, como siempre han ido, al gran negocio. Y están, además, los integristas de siempre, dispuestos a inmolar a los hombres en nombre del sida o de la castidad, esa flor purulenta.

Nadie -ningún individuo, ninguna organización- va a cambiar hoy, ni puede cambiar, radicalmente la vida de ninguna sociedad. La época de los conductores de pueblos, de los salvadores, se ha terminado o debiera haber terminado; de los conductores políticos o de los jefes religiosos: la espiritualidad moderna es íntima, interna, ajena a los teatros y a los púlpitos (Miguel de Molinos, por ejemplo, a solas con su Dios y con su nada). Lo otro es constantinismo, aunque sea en papamóvil. La idea misma de salvación, aclaro, es ajena a cualquier proyecto laico. La planta del clericalísmo arraiga en los terrenos más arduos. Por eso, la laicidad ha de ejercerse hasta las últimas consecuencias. Porque el sueño de la razón, en el sentido ilustrado -esto es, el desvarío de la razón-, sigue produciendo monstruos.

La razón contaminada de clericalismo es igualmente peligrosa: la razón hecha dogma. Viene desde la Ilustración, que no fue unívoca; de ahí los cultos laicos, la guillotina, el terror. La tragedia del marxismo ha sido al fin su implícito mensaje mesiánico. El espíritu del partido dejó de soplar y el proletariado se fue a los grandes almacenes en vez de seguir penando con la cruz a cuestas de su indigencia. La antigua filantropía -éste fue el programa de los partidos reformistas del siglo XIX- es al cabo lo único verdaderamente progresista. Y la filantropía es concreta, monótona, renuente a las bambalinas. Necesita adherentes, no burócratas. Tal es el reto que ha de afrontar la izquierda si quiere reactivar sus mensajes.

El fin de siglo no viene ni nostálgico ni caduco. Hablar de decadencia es, ya, estéticamente reaccionario, políticamente ambiguo y, en última instancia, racista. El fin de siglo viene con flores de terror, con insistentes vulgaridades (las televisivas, por ejemplo) y con algunas posibles esperanzas. Esperanzas menudas: Clinton entrando a fondo en el problema de las discriminaciones sexuales (de "sodomización" del Ejército norteamericano nada menos ha hablado algún editorialista), la lucha de los movimientos ecologistas... Lo menudo es tangible y no teológico. Las grandes palabras, como las abstracciones, son teólógicas (hay siempre un Dios de las batallas); así el nacionalismo. Ese nacionalismo que apesta el aire y lo llena de hedores de muerte. Yugoslavia es el gran espejo de las maldiciones, un espejo clerical: Milosevic y los santuarios de la patria serbia. Hay que hacerlo añicos.

Miguel García-Posada es crítico literario.

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