_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Ejemplaridad en la decadencia

Han pasado 10 años desde la muerte de Jean-Paul Sartre. Con él murió una época de la tradición occidental de las ideas. En Francia y en el resto de Europa todavía hay quienes le lloran. Sin embargo, es el momento de hacer una evaluación lúcida de la herencia que ha dejado. Pero reconsiderar hoy a Sartre, mirar a fondo su obra a la luz de los cambios actuales o establecer lo que ha mantenido hasta ahora su vigencia me temo que nos lleve de decepción en decepción.Reconsideremos, por ejemplo, su literatura. Sus novelas, La náusea (1938) y Los caminos de la libertad (1945-1949), pueden difílcilmente compararse con la gran ficción creativa del siglo -la obra de Marcel Proust, Franz Kafka, Ernst Bloch, Robert Musil, Thomas Mann, etcétera-. Por no mencionar sus memorias, Las palabras (1964), que con su forma tradicional de relatarlas apenas logra recrear el caótico espíritu y la polifonía de la posguerra mundial. En conjunto, casi todo lo que escribió Sartre resulta hoy algo convencional, tanto estilística como formalmente, y carece de esa mínima innovación literaria que le podría haber asegurado un lugar entre las grandes estrellas del Parnaso literario de este siglo.

Otro tanto puede: decirse de sus trabajos teatrales: Las moscas (1943), La puta respetuosa (1946) y Los secuestrados de Altona (1960). Comparada la obra teatral de Sartre con la de Samuel Beckett, Eugene Ionesco, Arthur Adamov y otros de sus contemporáneos, sus dramas son poco más que un simple teatro político-didáctico. Por este motivo, las revisiones de su teatro son tan poco frecuentes en los escenarios europeos actuales.

Academicismo

En lo que respecta a la filosofía sartriana (su sistema de pensamiento estuvo inspirado por Henri Bergson y por un humanismo trasnochado), fue aplastada por el estructuralismo, que la colocó donde le correspondía: el apolillado mundo académico del siglo XIX. Incluso sus contribuciones como introductor de la filosofía alemana en Francia son hoy cuestionadas: ¿quiénes son, en realidad, los alemanes que Sartre leyó e introdujo en el debate ideológico de su país?

Tampoco Sartre, en cuanto crítico, logra hoy sobrevivir. No veo originalidad en sus reseñas de libros ni en sus análisis de la época. La larga lista de sus errores garrafales abarca desde su penosa insensibilidad ante las indiscutibles aportaciones de Sigmund Freud a su visión unilateral de los precursores ensayos de Georges Bataille y a sus perversos arrebatos estéticos contra las novelas de William Faulkner y John Dos Pasos. Ni siquiera llegó a comprender íntegramente a Nietzsche.

Tampoco en en terreno de la política escapa hoy Sartre a las objeciones. El hecho de que en el París ocupado fraternizara vergonzosamente con los alemanes tal vez sea uno de sus pecados menores. Fue mucho peor que cerrara los ojos ante el Gulag soviético y proclamara que la historia evoluciona, a pesar de todos los errores, hacia una mayor humanidad. O que, después de que los tanques rusos entraran en Budapest y aplastaran brutalmente el heróico levantamiento contra la tiranía, considerara a la invasión militar rusa como un error táctico y no como un crimen. Al proceder así, Sartre se cerró la puerta a lo fundamental de un verdadero compromiso en sentido sartriano: estar junto a los débiles contra los fuertes, junto a la mayoría que sufre contra el dominio de la minoría gobernante, junto a la sociedad civil contra el Estado.

Lo que perdura

Sin embargo, hay un área donde Sartre dejó una contribución duradera que sigue siendo un camino que arroja luz sobre la forma en que debe proceder un verdadero intelectual. Me refiero a su ira y a su anarquía, a su manera de ir siempre contracorriente, de resistirse a cualquier esfuerzo que lo situara en el orden establecido. Decía no a todo -decía no a sus amigos, no a su obra, no a su público-, con el fin de mantenerse alejado de cualquier intento de entrar en consensos y de crear grupos, mayorías o bloques.

Esta resistencia instintiva de Sartre contra todo orden colectivo hizo que -si bien se equivocó muchas, muchas veces- nunca se perdiera la confianza en sí mismo. Que mantuviera siempre su integridad. Que permaneciera en todo momento alejado del orden establecido en Francia. Que resistiera a toda presión y a toda exigencia, logrando así representar la conciencia moral de su país. Que tuviera el corage de rechazar -lo más halagüeño para un escritor y al mismo tiempo la prueba más dura que cabe para él- el Premio Nobel de Literatura.

Y porque Sartre -después de cuya muerte no sólo París, sino toda Europa se ha vuelto un poco más limitada e insensible- era como era, todavía hoy tenemos razones para llorarlo.

Gabi Gleichmann es escritor sueco de origen húngaro. Traducción de C. Scavino.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_