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Tribuna:UNA CONFESIÓN LITERARIA
Tribuna
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Novelas sobre novelas

En mi juventud, muchos de los escritores en ciernes teníamos la obsesión de que todo lo que saliera de nuestra pluma debía ser real, reflejando experiencias vividas, y nuestra misión era trasladar estas experiencias, sin una huella de lo que despectivamente llamábamos literatura o lo literario, a nuestras obras.

El sueño y la fantasía acababan de pasar de moda con los surrealistas, y con los modernistas habían perdido su prestigio el vocabulario lujoso y la sintaxis retorcida, así como los temas de la ensoñación.Lo literario era deleznable; lo real, lo deseable. Pero, claro, era muy distinto dar cuenta de mi propio prosaico vecindario y de los prácticos campos de mi niñez que contar, como Thomas Woolf, a quien yo me quería parecer y al que leía con pasión, de los sótanos de Brooklyn y de los trenes que cruzaban el continente y de los rascacielos de Manhattan; o como Sommerset Maugham, otra de mis lecturas preferidas, narrar los bosques de caucho de Malasia: estas cosas eran reales y, a la vez, dignas de la literatura. La angustia de mi adolescencia de escritor era la sensación de carencia de temas en mi entorno. Era necesario salir a buscarlos en otras partes.

Muchos quisimos cambiar nuestro real por algo en que la posibilidad literaria estuviera presente, lugares exóticos o cosmopolitas distintos a nuestra simple realidad de colegio y familia. Al tomar un barco en Valparaíso, mi madre se encontró con un amigo mío que se embarcaba a buscar lo real en otra parte, en su caso en Tahití, porque acababa de leer La luna y tres peniques, de Sommerset Maugham. Mi madre le preguntó por qué iba a Tahití. Él contestó: "Quiero ser escritor. Como he descubierto que mi mundo es aburrido y no tengo absolutamente nada de vida interior, tengo que buscar todo eso en otra parte". Duró poco su aventura. Regresó a los pocos meses, entró en la universidad y es hoy un brillante profesor de historia.

Yo también tuve mi breve episodio de búsqueda de lo real para tener tema sobre lo cual escribir. Partí al estrecho de Magallanes y trabajé unos meses en una hacienda lanera: la marca, la esquila, el baño de las ovejas, esa dura realidad que buscaba como tema digno de mis futuras obras. Resultó no ser lo que buscaba. En los largos crepúsculos leí En busca del tiempo perdido. Pero no pude seguir en la Hacienda Gringos Duros y partí hacia Buenos Aires en sucesivos camiones, de cuyos chóferes me iba haciendo amigo en los bares de los pueblos donde me depositaban. Hasta llegar a Buenos Aires, donde desempeñé fáciles trabajos en el puerto: era Jack London, Hart Crane, Melville, Conrad, Thomas Woolf. Pero pronto me enfermé de escarlatina en una hospedería del Bajo, donde vivía. Mi padre fue a rescatarme e hicimos las paces. Fin de la aventura: no se me dio lo real donde lo buscaba. He escrito sólo un cuento sobre esta "primera salida de Don Quijote", como la llamaba mi padre.

Hoy, en mi país, la fuerza de lo real del mundo que nos circunda es tal que se ha transformado en una obsesión: la realidad y, por cierto, la política, que han llegado a ser lo mismo. La cultura, al estilo antiguo, como en mi tiempo, ya no existe, y la figura del artista y del creador ha perdido totalmente su importancia frente a la deificación del empresario, palabra que sacraliza los labios de quienes la usan. Lo real es la política coyuntural, el plebiscito, las noticias de la televisión, la economía la lucha de los partidos, esas cosas, en tanto que la filosofía y la ciencia y el arte y la literatura son frivolidades, adornos para revistas de mujeres. La terrible urgencia de nuestro mundo inmediato y real no deja espacio para otra realidad que la obsesión por entender y desenredar el caos en que estamos metidos: a muchos nos gustaría escribir sobre otras cosas, pero, pese a la falta de respeto que nuestras autoridades muestran por el mundo de la creación, ya no podemos, ya no sabemos escribir sobre otra cosa que lo real que nos tiene presos. ¿No es ésta la forma más insidiosa de la censura?

Melancolía

Hago estas reflexiones, un poco melancólicas, no como nostalgia del pasado, sino al darme cuenta de un curioso fenómeno que está sucediendo en Europa en el mundo de la novela, mundo que allá adquiere más y más prestigio mientras entre nosotros lo pierde. La búsqueda de lo real, la novela realista, muere paulatinamente, salvo en los anaqueles de la literatura de consumo, que quedan fuera del tema que estoy tratando. Por cierto que el realismo mágico tiene un lugar muy importante entre los estilos de novelas que trascienden lo real, y lo incorporan. También todas las variantes de la ficción científica. Y tantos otros estilos que caen fuera de la novela realista tradicional. Pero a lo que me quiero referir aquí es a otra cosa, a algo que contradice todos los principios literarios de nuestra juventud: es la novela literaria, la literatura sobre la literatura, la novela sobre la novela. Ya no hay necesidad de tomar el barco a Tahití, ni ir a esquilar ovejas en las haciendas de la Patagonia chilena. Basta con abrir otro libro y allí pueden encontrarse las semillas de una realidad literaria que dan nacimiento a otro libro. Difícil reto para nosotros los latinoamericanos, pese a que Borges ya dio un primer y glorioso paso en ese sentido; pero nosotros estamos demasiado penosamente haciéndonos todavía, y todo esfuerzo literario, por angas o por mangas, llega a sumarse a los demás. No es así en Europa. En los últimos meses he leído El año de la muerte de Ricardo Reis, de Saramago; El loro de Flaubert, de Julian Barnes; La última carta de amor de Carolina von Gunderode a Bettina Brentano, de Javier García Sánchez; The wide Sargasso sea, de Jean Rhys; Chatterton, de Peter Ackroyd, y La casa del lago de la luna, de Francesca Duranti. Estas novelas tienen un factor en común, que las hace muy modernas; es decir, es literatura sobre literatura, objetos totalmente literarios pese a sus variadas relaciones con lo real.No es que la literatura sobre la literatura sea novedad. Al fin y al cabo, casi todo el teatro griego clásico arranca directamente de los poemas homéricos: no existiría la literatura clásica ni mucha de la moderna sin esta relación, que ha sido fuente de casi todo, incluso de grandes obras de este siglo como el Ulysses, de James Joyce. Y mejor no hablar de la dependencia del Quijote de la novelística caballeresca precedente. Ni hasta qué punto los temas de Shakespeare son tributarios de Boccaccio, o del infante don Juan Manuel, o de oscuros monjes medievales que escribieron historias sobre reyes olvidados que Shakespeare resucitó en Cimbelino o Hamiet.

¿Por qué hoy, de nuevo, este auge de novelas esencialmente literarias, las que he nombrado, fuera de las muchas que olvido o que no conozco? Es que lo literario en literatura ya no es pecado. Lo real de cada autor está en su capacidad de convencer, no por verosímil, sino por arte, del mundo que propone, no importa de dónde nació. La muerte de Ricardo Reis, esa magistral novela de Saramago, nace de uno de los heterónimos del ilustre poeta portugués Fernando Pessoa, uno de los cuatro seudónimos bajo los que publicó su obra poética, y Saramago lo desarrolla como si se tratara de un ser real viviendo en la lluviosa Lisboa, que quizá sea el principal protagonista de la obra. La realidad de Lisboa está vista a través del juego de espejos literarios que son Saramago, Ricardo Reis, Pessoa, una novela biselada, de agua y reflejos y melancolía que es la realidad de Saramago, El loro de Flaubert, de Julian Barnes, es una de las novelas literarias que curiosamente más popularidad ha obtenido, con su búsqueda del loro verdadero que sirvió de inspiración para el loro de Un corazón simple, de Flaubert. The wide Sargasso sea, de Jean Rhys, es una rama de Jane Eyre, de Charlotte Brönte, arrancada de esa novela y plantada en terreno propio: ¿quién era la esposa loca de Rochester que vivía en la torre e incendió el castillo? De esta escena, que no es central en la novela, nace otra novela, la de Jean Rhys. Y Chatterton, de Peter Ackroyd, es un inteligente juego de espejos sobre el suicidio, a los 18 años, del gran falsificador y poeta inglés Thomas Chatterton, con el cuadro que de él se pintó a comienzos del siglo XIX, tomando al novelista George Meredith como modelo, lo que da una serie de otros niveles y personajes en torno a la idea de la falsificación.

Ya sabemos que para escribir bien basta hablar de su propia aldea. ¿O vale la pena emprender el viaje a Tahití o a Magallanes? ¿O leer apasionadamente un libro es, a la vez, tener acceso a esas dos formas de lo real que dan nacimiento a la literatura: la descripción de la aldea que la pasión literaria se apropia, y también el famoso viaje a tierras desconocidas?

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