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Dos papas, dos iglesias

Dos papas -Pablo VI y Juan Pablo II- han asumido diferentes actitudes frente al fenómeno de la secularización. Pablo VI ha querido aprovechar la experiencia de la ausencia de Dios como característica del hombre de después de la cristiandad. Tal vez el momento más elevado y claro de esta actitud del Papa fue la homilía pronunciada en mayo de 1978 en San Juan de Letrán ante el cuerpo del presidente de la Democracia Cristiana italiana, Aldo Moro, asesinado por los terroristas. Eran las mismas palabras de Cristo: "Señor, te habíamos suplicado, ¿por qué nos has abandonado?". ¡Qué diferencia entre el Pablo VI de 1978, que se lamentaba de la ausencia de Dios ante el cuerpo político y diplomático de Roma, y el mismo Papa que en diciembre de 1965 había proclamado, al final del concilio, la fecunda colaboración entre el humanismo cristiano y el del mundo secularizado ... ! Todo parecía fácil entonces: la secularización parecía una realidad externa a la Iglesia, un acontecimiento que no podía afectarla. El concilio había desplazado hacia adelante los límites de la Iglesia hasta el mundo poscristiano, pero también los había marcado. No, la secularización no los superaría. Y, en cambio, los superó.El Papa sentía que la secularización había entrado en la Iglesia y en él mismo ante Moro asesinado, ante el drama de la violencia y del odio frente al que se había mostrado impotente. Invocaba a Dios desde el espacio de su ausencia. La suya era una plegaria desde la lejanía.

Tal vez fue aquél uno de los movimentos más dramáticos de la historia del papado. Ni siquiera Gregorio Magno había llegado tan lejos en sus homilías que proclamaban -una Roma como ciudad abierta para los lombardos y los bizantinos: se había limitado a decir que la realidad era tan doliente que ya no conseguía predicar. También la Iglesia experimentaba la ausencia de Dios en la persona del Papa. Desde luego la Iglesia había contemplado otras muertes. Pero, para el hombre Pablo VI, para el papa Pablo VI, aquélla señalaba el ingreso seguro (o tal vez la proclamación de una larga permanencia) en un mundo en el que Dios comparecía en su silencio y en su ausencia. Ésta fue la grandeza de la fe de Pablo VI: pudo ser un pensamiento de esperanza el hecho de que él, que había sufrido tanto el aspecto más radical de la pasión de Jesús -el abandono del Padre-, muriera en el día de la gloria del Cristo humano, el día de la conmemoración del Tabor.

La actitud de Juan Pablo II es distinta: Juan Pablo II quiere encarnar en la figura del Papa no la ausencia, sino la presencia de Dios frente al mundo secularizado.

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Se deduce de ello una concepción heroica y titánica del papado: el proyecto de ser, en el tiempo de la ausencia, el signo de la presencia. Dios calla, la Iglesia habla: el viajar, el manifestarse, el hablar del Papa, rompen el silencio sobre lo divino; convierten al religioso en noticia. No, la Iglesia no está derrotada: combate. Pablo VI hablaba de un verano que nunca llegaba, de un largo invierno que había sucedido a la primavera conciliar. Satán estaba en el pueblo de Dios y partía de la propia Iglesia su autodemolición.

No, dice Juan Pablo II, esto no es el invierno: es la estación de la mies. La Iglesia está presente, en cualquier parte posee la palabra que da sentido. No, no se autodestruye: las fuerzas de autodestrucción ya están controladas, la Iglesia se lanza al ataque. Los movimientos eclesiales resplandecen de potencia y de gloria: ocupan el mundo de las imágenes y del poder. La Iglesia no se pone en sordina, no acepta ser colocada en un ángulo. La Iglesia habla, el Papa habla.

¿Pero habla Dios? ¿Y es de Dios de quien habla el Papa? ¿Acaso este actuar titánico, este debatirse heroico, no es hijo del pánico de que a su voz sólo responda su eco? Es preciso hablar siempre para no escucharse nunca: para no descubrir que uno está solo. Si hemos llegado a los tiempos posteriores a la cristiandad, parece decir el papa Wojtyla, eso no significa que hayamos llegado a los tiempos posteriores a la Iglesia.

La Iglesia no tiene necesidad de concordatos, de partidos cristianos, de instrumentos que la aten y que la coarten. No se trata ya de hablar del poder indirecto de la Iglesia sobre la realidad temporal con Bellarmino, con los jesuitas o con León XIII. Es la Iglesia la que se hace presente en la sociedad en todos los campos. Y no para ponerse a sí misma en cuestión, sino para desafiar a la cultura del hombre sin Dios. No como cooperación con el mundo secularizado, sino como conflicto: espiritual y, si llegara el caso, temporal y político.

¿Pero esta singular confesión es un testimonio de fe o el fruto del pánico? ¿Era más cristiana y eclesial la actitud de Pablo VI, que penetraba en la oscuridad del mundo o que venía de una cristiandad de cuyo paisaje ya no formaba parte? ¿Es un progreso de fe esta infatigable predicación que carga sobre sí misma el peso de la ausencia de Dios y restituye al presente a la Iglesia en el espacio y en las dimensiones mismas de la ausencia de Dios?

Dos modelos diferentes y que no admiten componendas. ¿No recuerda este infatigable peregrinar del Papa a la predicación de Jesús? Sí, desde luego. Pero él no anuncia el reino de Dios: anuncia sólo a la Iglesia. Todo está orientado al pasado que vuelve: el futuro es la conmemoración de los centenarios y de los milenarios de la fundación de la Iglesia y de cada una de las iglesias. Todo es Iglesia, todo es tiempo, desde la perspectiva de Juan Pablo II. ¿No será que el silencio del mundo poscristiano sobre lo eterno ha entrado de forma subrepticia, pero más profunda, en la historia misma del Papa romano?

Tal vez en Pablo VI -en el cual lo eterno aparecía como un denso velo de nada y en el que el hombre sin Dios se hacía presente en el corazón mismo del hombre de Dios- la esperanza cristiana permanecía tanto más clara cuanto menos dicha.

Cuando Dios no pudo, el hombre pudo: ¿no es ésta la esencia del lenguaje poscristiano? ¿Pero no lo reencontramos idéntico y formalmente perfecto en los movimientos que el Papa prefiere, como el Opus Dei y Comunión y Liberación? ¿No es justamente lo heroico de estos movimientos la voluntad de marcar la historia, de construir con las fuerzas humanas el espacio que el Dios ausente ha abandonado? Todo es Iglesia, pero todo en la Iglesia es empeño, decisión, voluntad, titánica lucha contra el mundo sin Dios. ¿Puede un cristiano -educado por Pío XII, por Juan XXIII, por Pablo VI y por la larga tradición que lleva a sus espaldas y que está en su fundamento- reconocerse en esta Iglesia de la suplencia de Dios?

Traducción: Daniel Sarasola.

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