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Tribuna:RELATOS DE ENTRETIEMPO
Tribuna
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La Cruz de Hierro / 1

Gonzalo Torrente Ballester, gallego de 76 años, es uno de los autores españoles con mayor vitalidad. Su última obra, Yo no soy yo, evidentemente, publicada recientemente por Plaza y Janés, es por el momento la culminación de una incesante carrera literaria. En este relato, con el que concluimos la presente serie de narraciones de entretiempo, vuelve el Torrente genial contador de historias.

Esta historia la conté de una manera rápida y razonablemente breve en las páginas de un libro ya bastante olvidado, una de esas ediciones que no se agotan jamás, ni se recuerdan. Si la reitero aquí se debe a que los años pasados desde entonces la han precisado en la memoria (que funciona mejor cuanto más viejo); han hecho resurgir nimiedades que la completan, matices que la perfeccionan, no como invención ficticia, sino como recuerdo de un acontecimiento que, como tantos otros de mi infancia, agranda su sentido y retorna, insistente, en la conciencia. ¡Si al menos fuese importante! Pero enseguida se verán sus dimensiones baladíes: uno de esos episodios que quizá no valga la pena contar, sobre todo si se le considera como acontecimiento mínimo, como imprevista bagatela que cuesta trabajo creer que forma parte de un hecho de tanta magnitud como la guerra que se peleaba entonces: en cuyo decurso no influyó, en cuya inmensidad de dolor no fue más que un soplo de aire fresco, y, si puede decirse, inocente. En todo caso, forma parte de esa cadena de sucesos igualmente mínimos, muchos de ellos olvidados, en cuya maraña hunde sus raíces mi persona. Es, por otra parte, un relato que a veces cuento, en esas reuniones no excesivamente numerosas en que apetece contar o en que se espera que alguien cuente. En una de esas ocasiones me pidió Miguel Viqueira que lo escribiese; me lo pidió con insistencia amable, y por e.so se lo dedico. Escrito ya, no lo contaré más.Lo primero que se me viene a las mientes, de aquella noche de agosto, es la claridad de la Luna, eso que los gallegos llamamos el lugar, envolviendo y colmando el espacio entre las frondas fronteras y mi ventana. En medio de aquel resplandor suave, casi fantástica y, sin embargo, concreta, había una figura alargada, la de un hombre vestido de blanco con una prenda oscura por encima, que quizá fuese impermeable, que lo era, como después comprobé tocando su superficie resbaladiza, acharolada y fresca. Pero lo primero que aconteció no fue aquella visión, sino el estruendo de unos golpes dados en el portal, unos aldabonazos que a aquellas horas de la noche sonaban, o a inverosímiles, o temerosos. Lo mismo podían formar parte de un sueño que ser el comienzo de una aventura, a menos eso pensé y deseé; un asalto de ladrones en gavilla, por ejemplo, de los que entonces andaban sueltos y trashumando de un monte a otro, de este a aquel valle. En aquel tiempo, si no eran frecuentes, se temían al me nos, aunque no tanto en noche veraniegas, como aquella, sino más bien en el nochébrego invierno, cuando cada ruido e una duda que presagia sorpresas, o que acaso las anuncia. En cualquier caso, fueron aldabonazos que retumbaron largamente, que oímos todos, como si conmovieran la casa y pusieran los gatos en alerta. Sólo mi abuela no los habría escuchado porque, aunque siempre despierta, gozaba de la maravillosa propiedad de incorporar a su ensoñaciones, de formar parte de ellas, cualquier hecho real. No nos lo dijo nunca, pero muchas veces pensé que aquellos aIdabonazos los habrá escuchado como viniendo del misterio, oídos a lo mejor como llamadas celestes o anuncio de una visita angélica. De lo que pasó aquella noche no se enteró hasta el día siguiente.

Acudimos a las ventanas, yo la pequeña de mi cuarto, y vimos al hombre del impermeable negro. No todos los de la casa, pues, sino las niñas, Isolina y Pura, que eran mis tías, y mi prima Obdulia, 13 años mayor que yo, más cerca de ellas que de mí, que actuaba ya como tía y le dejaban reñirme. Abrieron las maderas del comedor sin encender a luz, a la sola claridad de la mariposa que alumbraba por las noches el cruce de los pasillos. ¡Es un hombre, un hombre joven!". Abrieron las vidrieras, quizá las dos, y preguntaron a la vez: "¿Qué se le ofrece?". El hombre del impermeable respondió, en una lengua dificil: ¿Hay alguien en esta casa que hable francés?". Era una voz juvenil y angustiada, una voz acuciante. Cuchichearon. "Parece un niño. No vamos a dejarlo ahí. ¿Quién sabe qué le pasa?". El francés lo hablaba mi abuelo, o, al menos, lo había hablado, y a lo mejor lo recordaba aún. "¡Espere!". No cerraron, sino que ina de ellas, probablemente Pura, salió del comedor y fue al dormitorio de mi abuelo. Tardó poco en volver. "¡Espere!", repitió. Nos juntamos. Ellas se habían puesto las batas por encima de los camisones, y a mí me ordenaron que, o volvía a la cama, o me vestía. Me vestí. ¡Eran tan livianas las ropas del verano! La puerta del dormitorio de mi abuelo, aquella habitación que encerraba para mí la mayor parte de los tesoros del mundo -el reloj de cuco, el puñal, la cornamenta del ciervo-, tardó en abrirse. Mi abuelo se había echado un guardapolvo oscuro por encima del camisón, tan largo que le llegaba a los pies, y traía el bastón pequeño, el que le servía para andar por la casa tanteando las paredes. "¿Bajamos?". Lo hicimos en procesión, hasta el zaguán: yo con mi pequeña palmatoria; ellos, con candelabros y un quinqué. ¡Qué zarabanda de sombras en las paredes! Yo iba delante, y esperé a que abriesen el postigo. Pura lo hizo. Los demás habían quedado rezagados, mi abuelo un paso adelante, los ojos ciegos mirando hacia el vacío. "¿Quiere venir?", dijo Pura. La voz no le tembló. El hombre del impermeable era muy alto y llevaba puesta una gorra de marino. Al llegar frente a mi tía le hizo un saludo militar y dijo algo en un idioma que no entendimos. "Pase, pase". Cuando él entró, ella cerró el postigo y pasó los cerrojos. Alguien abrió la puerta del cuarto de abajo, aquella que chirriaba largamente. Hacia allí fuimos. Al llegar a la puerta y ver a mi abuelo, de pie, todo serio y con la ciega mirada perdida, el marino volvió a saludar y dijo algo, a lo que mi abuelo respondió. Se entendían, y todos quedamos satisfechos, a juzgar por las miradas. Mi abuelo se sentó, y el oficial también: juzgué que ira oficial por la carrillera dorada de la gorra, una gorra un poco alta por la parte delantera, una gorra de mucho empaque.

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Empezaron a hablar. Mi abuelo, serio; el muchacho, ya la gorra en el regazo, intentando explicar o convencer. La conversación duró unos cuantos minutos. Al final, el abuelo nos dijo: "Es alemán, y va a quedarse aquí esta noche. Ir y preparar la habitación del fondo. Que nadie sepa que está aquí, ¿entendéis?, que nadie lo sepa. Esto es muy importante", y se volvió hacia el lugar en que yo respiraba: "¡Muy importante! ¿Entiendes, tú?". Lo entendí rápidamente: se me hacía depositario de un secreto, y saberlo, darme cuenta de repente, me hacía sentirme mayor de pronto, sentirme como ellos. "¡No pases cuidado, abuelo!". Y le apreté la mano.

¡Era alemán el muchacho! Los alemanes estaban en guerra con los franceses, y nosotros pertenecíamos al bando de los aliados. ¡Qué cosas malas se decían del Kaiser, y cuánto bueno del mariscal Pétain! Mi abuelo tenía, clavado en la pared, un mapa del frente del Oeste, y todos los días, según lo que dijera el parte, yo me subía a una silla y cambiaba de lugar las banderitas, o las dejaba. Un cordón rojo iba de una a la otra, y así mi abuelo, tanteando, podía palpar las alteraciones del frente, o su quietud. De los nombres, recuerdo el de Yprés, por ejemplo, y también el de Gante. ¿Por qué sólo éstos, de los muchos que venían en el mapa? Las banderitas eran, de una parte, alemanas, y de la otra, inglesas y francesas; llegaban hasta arríba, hasta la orilla del mar, y quedaba en medio de ellas un corredorcito estrecho donde a mí se me antojaba que no había guerra: un pasillo de fango y agujeros por donde mi imaginación gustaba de pasear, repitiendo lo visto en las revistas ilustradas, aquellos dibujos tan bonitos de hombres en las trincheras.

Le prepararon la habitación del fondo, lejana, casi remota, más allá de la sala y de los cuartos vacíos. Las tres hicieron la faena, contentas, con mucha diligencia, y yo presente, échame esa sábana, ayúdame a estirar la colcha. Sacaron del fondo de un baúl un camisón antiguo de mi abuelo, un camisón con bordados de realce, y un gorro de dormir, que Obdulia rechazó. "¡Quita eso de ahí, mujer, que ya nadie lo lleva." El gorro de larga borla desapareció sin que yo puliera ver adónde lo escondían, porque nada más verlo lo había trasmudado en casco de general. ¡Pues, claro! Con unos cartones por dentro y ún poco de papel de chocolate, bueno, bastante papel de chocolate, quedaría imponente y sin duda muy marcial. El marino alemán había esperado ron mi abuelo en la sala, hablando su francés. Fuera ya el impermeable, yo podía verle y contar con la mirada los botones dorados de la guerrera. Calculé, por las charreteras, que era todavía alférez, alférez de navío. Muy joven, sin embargo, para tal graduación. Había oído a las niñas calcularle 19 años, aunque Obdulia se empeñase en rebajarle la edad. "¡Pero estás loca, mujer! ¿Cómo con 18 años van a dejarle andar solo por el mundo?". No sé qué abismo inventaba Isolina entre los 18 y los 19 años. Cuando fueron a decirle que ya tenía la habitación preparada se levantó, y muy derecho los saludó a todos, primero al abuelo, luego a cada una de ellas, las saludó con taconazos e inclinaciones de cabeza. Ellas, juntas las tres, le respondieron que buenas noches, y que usted descanse. Después se inclinó para besarme y darme un cachete, y, al hacerlo, una cruz negra que llevaba al cuello me rozó la barbilla. Mi abuelo le dio las últimas instrucciones, porque, al salir y dirigirse al dormitorio, oímos cómo cerraban las puertas intermedias y pasaban los cerrojos. Las mujeres se miraron, no dijeron nada, sino a mí: "¡Vamos, mocoso, a la cama, y a ver si callas la boca!". Tardé en dormirme. Imaginaba barcos de guerra, batallas navales. El alférez de navío, que había dicho llamarse Peter (él pronunciaba Piter, o casi), con la espada en la mano, ordenaba desde el puente las andanadas de babor y estribor, pero no ganaba la batalla porque los eneniigos eran ingleses, eran los nuestros, y yo, en medio de mi satisfacción, quedaba un poco triste de que Peter hubiera naufragado. Creo haberme dormido con aquel sentimiento por la derrota de un oficial tan simpático, que se había perdido en los caminos de una tierra tan lejos de la suya, unos caminos torcidos y llenos de fantasmas. No dejé de preguntarme qué pensaría de él su madre a aquellas horas.

A la mañana siguiente me despertaron pronto y me ordenaron vestirme con el traje de marinero blanco, el que tenía preparado para estrenar al día siguiente, que lo era del patrón, 6 de agosto, San Salvador de Serantes. ¡Ah, esto del día lo recuerdo muy bien, y ya se verá por qué! También mi abuelo se había vestido de tiros largos, los ¡patos blancos de lona, blanco también el pantalón y una chaqueta negra de alpaca que sólo ponía de ramos en pascuas, una chaqueta muy elegante, de Liando él lo era allá de joven, cuando aún tenía vista y conquistaba mujeres, según había oído, con su gran facha y su facha. "¡Pues bueno fue tu abuelo, aya por Dios, a ver si vas por su camino, y pronto empiezas!", me había dicho una mujer al verme hablar con Lina, el uno junto al otro, sentados en el mismo poyete. Encima de una mesa le esperaban, a mi abuelo quiero decir, el sombrero jipijapa, de fina paja de Panamá, regalo de alguno de los que estaban en América, y aquel bastón de ébano, el del puño de plata, un puño que representaba una pierna de mujer, por cuya presencia allí le había interrogado varias veces, una pierna de mujer en un bastón, habiendo cabezas de perro y melenas de león, y él me había respondido que era un regalo antiguo, de cuando él era joven, que la gente de antes era así. Los cogió cuando salimos, el sombrero y el bastón. No me explicaron adónde íbamos, aunque, al ver los atuendos, sabía ya que a la ciudad. Yo le llevaba de la mano, y le empujaba o tiraba le él, suavemente, para evitar los baches. Estábamos acostumbrados el uno al otro, y él seguía la dirección de mis tirones sin decir nada, porque confiaba en mí. Me habló durante todo el camino, me habló de la guerra naval y de la guerra submarina, e insistió sobre todo en ésta y en sus peligros y audacias. Uno de sus hijos mayores, el marino mercante, viajaba a América a buscar armas por caminos escasamente transitados de la mar, aunque ya le hubieran torpedeado dos veces. "¿Y no habrá sido Peter?", se me ocurrió preguntar. "¿Y quién te dijo que tripula un submarino?". "No me lo dijo nadie. No lo sabía". Partió de mis palabras para insistir en su recomendación de silencio. "No se lo diré a nadie, abuelo; se lo diría sólo a papá y a mamá si estuvieran aquí". "Si estuviera tu padre, es a él a quien más tendrías que ocultárselo, porque tu padre, de saberlo, estaría obligado a detenerlo y a encerrarlo en el arsenal". No lo entendí muy bien, pero callé la boca. Él, sin embargo, insistió en hablar de las leyes de la guerra, y de la razón por la que tanto los barcos rusos fondeados frente a La Graña como tos submarinos detenidos en el Puerto Chico tendrían que esperar, para marcharse, a que la guerra terminase. Yo, a veces, los veía por la calle, a los marinos rusos y a los marinos alemanes. Aquéllos eran más rubios y vestían de paisano.

Nos íbamos acercando a la ciudad, y al mediodía. Hacía calor. Al subir la última cuesta, mi abuelo se quitó la chaqueta y, con ella al brazo, seguimos hacia arriba. Nunca lo había visto así, en mangas de camisa y con los tirantes al aire. Empezaba a caerle el sudor de la frente sobre la barba, y, al darles el sol, las gotas irisaban. Cuando llegamos a la Puerta de Canido volvió a ponerse la chaqueta. "Ahora, afortunadamente, todo viene cuesta abajo, y hay sombra". Cuesta abajo seguimos hablando de la guerra en la mar: yo ha bía visto en las revistas ilustradas dibujos de las batallas, y se las describí según las imágenes de mi recuerdo. Lo que más me llamaba la atención de aquellas ilustraciones era cómo representaban el estallido de las granadas, y la agonía de los barcos al hundirse, ardiendo.

Fuimos a una casa que des. pués vi muchas veces a lo largo de mi vida: la vi cómo iba envejeciendo, mucho más que mis recuerdos; la vi incluso derribar y en su lugar construir otra distinta y fea. Entramos, alguien recibió a mi abuelo, y lo hicieron pasar a alguna parte interior. A mi me dejaron en un despacho sin gente, donde había uno de esos tresillos de cuero que llaman morris, unos grandes butacones en uno de los cuales me senté, primero, muy comedido y puesto; pero después me dejé resbalar, y hundirse en sus blanduras mi cuerpo. Estaba fresco el cuero, daba gusto. No sé si me dormí. Y, si dormí, soñé con los barcos que aparecían en los cuadros de aquellas paredes, de vapor y de vela, con el trapo tendido o con los mástiles desnudos. Había también una maqueta de transatlántico metida en un fanal, una maqueta grande, que se veía todo lo de cubierta, y la hilera doble o triple de los ojos de buey, y un gobernalle grande con su rueda. Yo creo que conté los botes salvavidas, y que deseé hallarme a bordo de alguno de ellos, náufrago de una gran catástrofe, como la del Titanic, de la que aún se hablaba.

Me vino a recoger el mismo hombre que me había llevado allí. Mi abuelo ya estaba en el zaguán, con el sombrero puesto, despidiéndose de otro caballero, tan alto como él, de cara muy agradable, que me acarició la cabeza y mandó a otro que me trajera unos caramelos refrescantes para ir chupándolos en el camino de vuelta. Cuando estuvimos lejos, le di unos cuantos al abuelo, que no los rechazó.

Al llegar ya estaba la comida preparada, pero no dejé de advertir algunos movimientos sospechosos, algo que hacían las niñas a hurtadillas de la criada. Como yo estaba en el secreto no me rechazaron: habían ordenado con toda clase de cautelas la comida de Peter, y la tenían acomodada en un cestillo tapado con un mantel. Fue Isolina la encargada de llevarlo, y yo con ella: le puso el mantel a Peter en un velador, y, encima, las viandas, y una botella de vino con un vaso. Peter sonreía y decía palabras que no entendíamos, pero a las que Isolina respondía con asentimiento alegre. Isolina era guapa, pero llevaba gafas y era mayor que Peter. Se me ocurrió ir en busca de mis libros y de mis estampas de barcos. Le dije a Peter cuando acabó de comer: "Toma, para que te entretengas", y él los recibió riendo. "Después de la comida vendré un rato junto a ti". Lo hice. Peter se había sentado junto a la ventana, lejos del rayo de sol, y miraba los libros. Yo me acerqué. Entonces cogió uno de ellos y me fue diciendo en su lengua las palabras de los mástiles, de las velas, de la roda y del combés, de todo lo de a bordo que allí venía pintado. Decía las palabras y yo las repetía. Si me salía mal, nos reíamos los dos, y así se pasó aquella tarde.

Le trajeron la merienda, pero esta vez fue Obdulia, muy ducha en preparar el té. Peter me invitó, pero yo preferí mi pan con chocolate.

Mis barcos eran todos de vela, y mis batallas, antiguas. Peter me dibujó acorazados modernos y, finalmente, un submarino por dentro y por fuera, con todos los detalles, y me explicó con dibujos cómo se disparaban los torpedos, y cómo hacían blanco en los cargueros.

Cuando aún estábamos en ésas, empezaron fuera los martillazos y las voces. Aquella noche era víspera del patrón de mi aldea, y delante de mi casa había baile nocturno. Clavaban unos postes y, en lo alto, instalaban las luces de carburo, bien aferradas, no fuera que alguien tropezase con el poste y derribase la lámpara. También ponían unas maderas atravesadas con la bandera española, detrás de las cuales se instalaba la charanga, cinco músicos de viento y un tambor, que ejecutaba sin descanso los bailes a la moda. No pude explicar a Peter con suficiente claridad lo que era aquello, pero logró entenderlo cuando, después de la cena, le llevaron a la sala, cuyas puertas y ventanas estaban bien cerradas, los asientos dispuestos en forma de círculo alrededor de nada, como si fuera a celebrarse un espectáculo con la escena en el espacio del medio. También habían encendido las velas de la araña, y los mejores quinqués dispuestos por aquí y por allá.

¡Qué clara estaba la sala, como nunca la había visto, y qué vivas las caras de los retratos! Habían arrimado dos sillones delante del entredós, ventana a un lado, ventana al otro, y en ellos se sentaron mis abuelos, él con la misma ropa de aquella mañana, ella con un traje de moaré negro anticuado con el que no la había visto nunca, pero que, según supe después, era el mismo de su boda. ¡Parecía una reina vieja, mi abuela, aquella noche! Quedaron muy serios y silenciosos, como dos faraones, de piedra, marido y mujer, después de haber hecho Peter una gran reverencia delante de la abuela y de besarle la mano. Hacía 20 año que no se hablaban mis abuelos; las causas, yo las ignoraba todavía. La abuela me mandó que me sentase a su lado, en una silla baja, y que no me moviera salvo si ella me lo ordenaba o me lo permitía. Peter había que dado de pie, arrimado a la con sola. Le veía de frente y de espaldas, por el espejo. No sabía qué hacer, pienso yo, aunque quizá lo imaginaba, cuando fuera empezaron las músicas. Entonces entraron. Las niñas y mi prima. Traían pastas y anisete en unas bandejas antiguas, regalo de no sé quién de Filipinas un no sé quien antiguo, a lo mejor uno de los de aquellos retratos. Unas bandejas que no si utilizaban nunca, porque, decían, tenían mucho mérito y eran muy delicadas. Ofrecieron primero a los abuelos; después a Peter, y finalmente ellas y yo comimos, aunque bebiendo sólo ellas, porque a mí los anisete, me estaban todavía prohibidos La verdad es que no me importaba mucho, porque, no habiéndolos aún catado, no, se me apetecían, aunque sí lo demás, todo lo que en una tarde ajetreada de cocina habían preparado entre las tres mujeres. Después del refrigerio se hizo un silencio como una interrogación: "Y ahora, ¿qué?". Peter se adelantó a Pura, le hizo una reverencia y comenzaron a bailar. Cuando terminó la pieza, la devolvió a su asiento, y, a la siguiente, invitó a Isolina con la misma ceremonia, y así toda la noche, salvo aquel intervalo en que el calor aconsejó traer de la cocina los refrescos que estaban preparados. Creo que tardíamente me di cuenta de que las tres se habían puesto los trajes de fiesta, los que habían de llevar al día siguiente a la misa mayor, y que se habían empolvado las caras, con algo, además, de colorete. No podría describirlo bien porque fue la primera vez que las vi así, las mejillas rosadas encima de lo blanco y los labios tan rojos. ¿Cuál de las tres se había prendido una flor en el pelo? Tampoco lo recuerdo, aunque quizá haya sido Obdulia, a quien su juventud permitía algunas travesuras. ¡Si sería atrevida que una de las veces en que Peter bailaba con Isolina me sacó a bailar a mí, tan pequeño como era! Se inclinó para agarrarme bien y me hizo dar dos vueltas, lo menos, a la sala. Después me dejó, riendo, en mi lugar, al lado de la abuela. Ésta alargó la mano y acarició mi cabeza sin mirarme.

A mí, la verdad, el baile no me importaba gran cosa, ni me preguntaba por qué ellas ponían en él tanto cuidado. ¿Qué más daban los pasos así o asá? Lo que me tenía deslumbrado era el reflejo de las velas en los espejos, el de la consola y el del entredós, más aquel pequeñito que habíamos heredado de la tía Flora y que habían colgado bajo el retrato del Viejo Malvado. Las luces se reflejaban y se cruzaban hasta el infinito, y yo intentaba seguirlas, trazar en mente sus viajes y sus. cruces. Eso, el próximo paso de las pastas y los buñuelos, con su buen olor, era lo que me interesaba. Creo que en cierto momento me atreví a preguntar a la abuela si me dejaba salir al baile de fuera, pero ella me lo prohibió. Ahora comprendo que temía que yo, con la alegría, me fuese de la lengua y contase a alguien que también en mi casa había baile, con un solo caballero para tres damas, un oficial de un submarino que se llamaba Peter y que bailaba muy bien. Permanecí en mi asiento, y no recuerdo si, en cierto momento, me dormí. Es lo probable. Tenía cerca a mi abuela y me tentaba arrimar a ella mi cabeza y dejarme ir. Si lo hice, no recuerdo qué soñé.

Me dormí, sí, indudablemente, porque cuando abrí los ojos ya la casa estaba envuelta en el silencio, y, de pie, hablando en francés, mi abuelo y Peter. Obdulia y las niñas se habían apartado y escuchaban sin entender el diálogo. Mi abuela permanecía en su gran sillón, casi inmóvil, pero con las pupilas bien avispadas, yendo del grupo de los varones al de las muchachas: sus miradas no me incluían en su ida y vuelta. La conversación de los dos caballeros se desarrollaba bajo la lámpara, justo dentro del cono de tenue sombra; la luz, en cambio, caía de lleno encima de las muchachas, que parecían, así agrupadas, la más alta en el medio, una de aquellas tarjetas postales que empezaban a verse y que tenían una especie de arenillas brillantes marcando las curvas de los sombreros o las cuentas de los collares.

"El caballero va a despedirse", dijo, de pronto, mi abuelo; yo me puse de pie, no sé por qué, y mi abuela volvió a mirar a las muchachas. Peter, entonces, se acercó a ella y le besó otra vez la mano. Dijo algo. Mi abuela le respondió que gracias. Después se volvió hacia las tres muchachas, que no se habían movido, pero que esperaban anhelantes algo, no sé qué. Peter adelantó un paso, se detuvo, se llevó la mano al cuello y descolgó aquella cruz oscura cuya significación yo ignoraba todavía. Con las manos abiertas y la cruz en ellas, se aproximó primero a Obdulia y se la ofreció. "¡No, no!", pudo decir riendo, y repitió la oferta a Isolina, pero sólo se la entregó a Pura. Lo que entonces dijo fue en la lengua que hablaba con mi abuelo, porque éste lo tradujo: "Dice que es su condecoración y que os la deja a las tres como recuerdo". Entonces Peter se volvió y le dijo algo en la misma lengua: "Dice que, antes de marcharse, querría daros un beso en la frente".

Ellas se ruborizaron, con algún arrumaco de añadidura y alguna risa, pero se decidieron. Isolina la primera. Pura después. Obdulia, más osada, le ofreció la mejilla y recibió el beso guiñándole un ojo a Peter. Después se echó a reír y salió corriendo. "¡Esta chiquilla!", dijo la abuela.

Peter tardó en despedirse de mí, pero, aunque no lo hubiera hecho, yo no me habría dado cuenta, al menos de momento, porque, desde unos minutos antes, lo que me preocupaba era saber, o averiguar, cómo y por dónde iba a marcharse, sobre todo cuando vi, después de los últimos saludos, que se retiraba a la habitación del fondo, si bien esta vez sin ruido de cerrojos: previamente mi abuelo le había hablado como quien da instrucciones, apuntando a la puerta de salida de la sala y trazando en el aire rectas y ángulos. Poco después comprendí que le estaba explicando el modo de abandonarnos sin necesidad de que le guiase nadie: como que Peter salió solo, estuvo ausente unos minutos y regresó contento. Lo que le dijo a mi abuelo lo entendí, aunque no sabía francés, porque lo había oído muchas veces: "Três bien, monsieur. Três bien". Lo que le habló después ya no lo entendí.

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