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Adiós a Lola Marañón

Lola Marañón, viuda, hace casi diecisiete años, del gran médico, era una mujer excepcional. Dolores Moya se había casado con un joven «fuera de serie», él doctor Gregorio Marañón, que había destacado en Madrid y en París como clínico e investigador. Sus estudios sobre las glándulas de secreción interna eran conocidos en la Europa de los años veinte, cuando Marañón tenía poco más de treinta años. Marañón se retiraba sábados y domingos a su Cigarral «Los Dolores» en Toledo. Allí escribió casi todos sus libros, se inspiraba en aquella paz y disfrutaba de su familia. Allí recibió a los grandes intelectuales, desde Barres a Fleming, y allí hicieron sus lecturas los grandes de su tiempo, entre ellos, Federico Garcia Lorca. Aquel jardín, tenía una maravillosa vista sobre Toledo que hizo decir a Valle-Inclán: «Este Toledo en cuanto llueva dos días se deshaze». En el jardín está la famosa mesa-reloj de sol que regaló el conde de Romanones a don Gregorio, entre los cipreses y los olivos; y las rejas del comedor donde se comían las perdices de la tierra, los huevos fritos con torreznos, el chocolate, los dulces de monjas...Marañón tenía a su mujer como enfermera y colaboradora máxima. Ella se levantaba de noche con él hasta el punto que le decía: «¿Qué día hace hoy Lolita?» y Lolita le contestaba: «Espera a que amanezca ... » Ella escribía todos los planes de sus enfermos, ella le ayudaba en todo... Se quisieron siempre, hasta el punto de que, poco antes de morir, el doctor le dejaba papelitos escritos cuando iba a trabajar al hospital del caserón de San Carlos, hasta que volvía a almorzar y comenzaba de nuevo la consulta en su casa...

Lo más admirable de doña Lola es que sostenía a toda la familia en su unión y su fuerza; era el nexo, para hijos, nietos y bisnietos... Pero lo, mejor era el amor, que siempre conservó por su marido. Cuando él murió, fuimos a verla y decía entre lágrimas: «Era mi marido, mi amigo, mi todo...» Y así fue. El hombre que fue «su todo», el gran clínico, el intelectual, el marido de una sola mujer... a la que dejaba papeles amorosos hasta más de los setenta años. Pero ella debió estar siempre unida a él nunca quiso que la llamaran «viuda de Marañón» sino «Dolores Moya de Marañón». Nunca se consideró viuda, sino siempre mujer de aquel gran hombre. Ella le ayudó en su exilio de París a buscar en los archivos de Francia datos para su obra sobre Felipe II y Antonio Pérez. Allí, sin calefacción, con una manta sobre las rodillas, ayudaba a su marido a encontrar fechas, nombres, documentos.

No sabemos que conversaciones secretas tendría con su marido una vez que él ya no estaba en este mundo... Ella, a partir de la muerte de Marañón, se dedicó a sus hijos, nietos y bisnietos, que la cuidaron hasta sus últimos momentos.

No existen ya españolas de este calibre; mujeres de sus maridos, amantes de sus maridos, colaboradoras de ellos en todas las cosas, que adoran a sus hijos, que procuran tenerlos unidos y ser auténticas madres de ellos.

Lola Moya, hija de otro gran intelectual, fundador de un gran periódico, casada con uno de los más esclarecidos españoles, fue también una mujer excepcional.

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