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Brasil
Columna
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¿Podrá el Mundial salvar la democracia en Brasil?

Cooptados los colores de la bandera por el bolsonarismo, la Copa del Mundo es una oportunidad para que los brasileños los recuperen para todos

Mundial Qatar 2022: un fanático brasileño besa una réplica de la Copa del Mundo
Un fanático brasileño besa una réplica de la Copa del Mundo, este viernes en Qatar.Eugene Hoshiko (AP)
Juan Arias

No puedo calificarme hombre de fútbol, aunque con más de medio siglo de trabajo periodístico a mis espaldas sería un necio si dejara de subrayar lo que la joven Flávia Oliveira ha escrito en el diario O Globo: “El fútbol es, muchas veces, más que un juego. La Copa del Mundo es más que una competición deportiva”. Es lo que está aconteciendo hoy, quizás con mayor intensidad que otras veces en un mundo desgarrado y con dolores de parto.

El Mundial ha apenas iniciado y ya aparece como mucho más que un juego del balón. En él se está concentrando de repente la ansiedad de un mundo cargado de incógnitas sobre su presente y su futuro. La Copa del Mundo se ha presentado del brazo de la política, de las zozobras existenciales actuales y con la incógnita de una guerra aun sin descifrar.

Escribo desde Brasil, el pentacampeón del Mundial, donde como en pocos otros países —quizás solo Argentina— el acontecimiento supone siempre más que un deporte. El fútbol también está ligado a la idiosincrasia, a los amores y desamores, a las crisis económicas, a los mitos, políticas y al destino del país.

Brasil ha llegado al Mundial como su mayor campeón, en uno de los momentos más críticos y dolorosos de su historia, con la democracia amenazada por un régimen extremista de una derecha golpista y machista que una vez más ha hecho del deporte nacional un trampolín para saltar a no se sabe dónde.

Quizás nunca como hoy, ni siquiera en los tiempos de las dictaduras militares, Brasil ha aparecido ante el mundo en busca de soluciones autoritarias tan estrafalarias y peligrosas que han dividido amargamente al país, creando un clima de guerra civil, con su democracia gravemente amenazada sea política que psicológicamente.

Ha quedado claro todo ello a la hora de prepararse para vivir, disfrutar y sufrir de un acontecimiento nacional que abraza a grandes y pequeños, ricos y pobres, izquierdas y derechas, ilustrados y analfabetos. Si algo es de todos y para todos en Brasil, sin distinciones políticas, es el fútbol, termómetro de la temperatura emocional y de la felicidad de un pueblo.

Este año, además, con la agravante de una democracia amenazada. Con sus símbolos más sagrados, como los colores verde amarillo de su bandera, desgarrados y ensuciados por los vientos malignos que preconizan la pérdida de la democracia. Vientos malignos que han engendrado el monstruo de un autoritarismo trasnochado y de una desfasada nostalgia de orden y de valores rancios del pasado, en el que se iba a vivir el Mundial con más incógnitas que nunca.

Una pregunta tan obvia como “¿qué ponerse para ver el partido?” se ha convertido en un problema existencial y político, ya que los colores clásicos de la libertad y de la bandera se están convirtiendo en los ogros del negro bolsonarismo nostálgico de dictaduras, torturas y dictaduras trasnochadas en un mundo que se presenta dispuesto a superar al viejo Homo sapiens para dar vida a un salto de época que espanta y exalta al mismo tiempo.

Y es ese el milagro que quizás haya iniciado a hacer un Mundial que Brasil sueña con ganar envuelto en los colores amables de su verde amarillo. De repente, tirios y troyanos, defensores de los valores de la libertad y nostálgicos de viejos desgarros existenciales, se dieron cuenta de que estaban perdiendo su identidad porque estaban poniendo en crisis su libertad arrastrados por los vientos trasnochados de antiguas dictaduras militares. Y se sintieron desnudos de democracia, enemigos hasta en familia, con viejas amistades envenenadas.

El Mundial había empezado mal para el Brasil antidemocrático en el debut contra Serbia. Su estrella cada vez más desgastada, Neymar, el rey y favorito de Jair Bolsonaro, y la ascensión del democrático Richarlison, cuyos dos goles tocaron el cielo y recorrieron el mundo, empezaban a aparecer como símbolos de que algo estaba cambiando.

De repente, hasta los más dudosos volvieron a usar los colores madre de Brasil, los de la democracia, porque son de todos. Lo entendió hasta el nuevo presidente, el antiguo sindicalista Lula da Silva, que apareció enfundado en verde y amarillo, dejando en sus viejos baúles el rojo de una izquierda que los vientos de la modernidad se está llevando.

Es pronto para decirlo, pero este inicio del Mundial, para Brasil, lo gane o lo pierda, empieza a estar marcado por un cambio más profundo de lo que podía aparecer en superficie. Parecía un Mundial sin sal, con un mundo amenazado de nuevo por los viejos y temibles tambores de guerra.

Y, sin embargo, los fuertes vientos políticos de protesta con los que ha nacido parecen indicar, por lo menos para el Brasil del fútbol, que estamos ante algo que una vez más significa más que un simple deporte, ya que envuelve en su esencia los vientos benignos de la libertad y de la democracia que estaban de nuevo ensombreciendo al país.

Brasil está de nuevo en marcha. Ojalá el Mundial vuelva a ser símbolo y bandera de un pueblo que no se resigna, a pesar de todas sus penas, sus trágicas desigualdades y sus ancestrales crueldades con los diferentes y con el medio ambiente, a seguir luchando por los valores, esos sí sagrados, de la libertad. Sí, para todos y de todos, si pretende que no sea solo farsa.

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