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Desde el puente
Columna
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Mientras pasaban los estorninos

Un día recibe una llamada de teléfono: “¿Sabes quién ha muerto?”. A continuación, esa voz pronuncia el nombre de un amigo de la infancia, o la de aquel compañero con el que discutías de literatura, o aquella niña enamorada a la que llevaba a ver ‘Diálogo de Carmelitas’

La Gran Via de Valencia en 1960.
La Gran Via de Valencia en 1960.Smith Collection/Gado (Getty Images)
Manuel Vicent

Aquella Valencia de los años cincuenta del siglo pasado olía a café torrefacto y a ese aliento dulzón a pozo ciego que emergía de las alcantarillas, solo atemperado a veces por los aires frescos, vegetales que provenían de la huerta. Miguel, después de tanto tiempo, aún sigue oyendo el estruendo que causaban los miles de estorninos a la hora de buscarse acomodo en los grandes plátanos de la Gran Vía para pasar la noche. Eran los lívidos atardeceres de otoño e invierno y en la esquina de Balanzá con la cafetería Lauria de la plaza del Caudillo alguien voceaba: “¡Ha salido Jornada, el diario de la tarde!”. El periódico traía noticias de fútbol en las que el nombre de Puchades estaba como siempre en primera página. En la cartelera de espectáculos se anunciaban las películas Vacaciones en Roma, Las nieves del Kilimanjaro y Las diabólicas. Gracia Imperio actuaba en el teatro Ruzafa en una revista de Colsada, titulada Metidos en harina, con Zorí, Santos y Codeso. En ese tiempo era muy apreciado el hecho de que en el bar el limpiabotas supiera tu nombre y lo pronunciara con respeto mientras sacaba lustre a tus zapatos de dos tonos, blanco y café, con o sin rejilla.

A estas alturas de la vida, Miguel es capaz de provocarse las lágrimas cuando oye la melodía de la película Candilejas, que le lleva a aquel momento en que tomó la decisión de ser escritor. La había mantenido en secreto por simple pudor, puesto que temía que levantara las burlas de sus amigos y ni siquiera se lo había confesado a aquella niña enamorada a la que esperaba en las escaleras de Correos para llevarla al cine por la tarde o al teatro Eslava, donde aquellos días de otoño ponían la obra Diálogo de Carmelitas, de Bernanos. Pese a todo, ahora, después de tantos años, aquel deseo de ser escritor, que podía ir acompañado de una emoción sagrada, no la puede desligar de aquel hedor del urinario público en los bajos de la plaza del Caudillo, donde había muchas pegatinas con anuncios de remedios contra la blenorragia. Pasaban los estorninos en bandadas que oscurecían el cielo formando oleajes. Y aquel año, cuando los estorninos desaparecieron al final del invierno, en su viaje también se llevaron a Dios.

Durante algún tiempo la fe, que ya daba por perdida, aún pudo sustentarse mediante la estética del gregoriano y del aroma de incienso, que a veces antes de entrar en clase en la facultad de derecho oía y respiraba con placer en la iglesia del Patriarca. Entrando a mano derecha estaba el confesionario donde Miguel se arrodillaba alguna mañana a confesar sus pecados. Soportaba los suaves pescozones de los dedos del confesor con olor a rapé con los que trataba de sacarle la parte oscura de su alma. Pero Miguel quería ser escritor y en ese debate aún estaba en el medio el Dios de Jacques Maritain, de François Mauriac, de León Bloy, de Rumano Guardini. Frente a estos intelectuales católicos estaban de otra parte las prostitutas del barrio chino a las que quería redimir mediante un fervoroso apostolado.

Un día Miguel se atrevió a confesar a un amigo del colegio que estaba escribiendo una novela. Y este le dijo: “Si estás escribiendo una novela, no puedes llevar corbata. Cómprate una pipa y un jersey de cuello alto. Lo primero es salir bien en la foto de la solapa”. Miguel recuerda aquella tarde que bajo el estruendo de los estorninos al salir del cine donde ponían Candilejas se quitó la corbata y la arrojó con desprecio en una papelera. Se sentía inflamado por un sentimiento al que no sabía dar nombre. Bien, un día escribiría historias, viajaría por el mundo, publicaría libros en los que los héroes correrían aventuras y todo eso. Miguel piensa a veces que a Dios se lo llevaron de su vida los estorninos una tarde radiante de primavera.

Ha pasado el tiempo. Las hojas amarillas de los árboles han caído sobre la memoria una y cien veces. Al final de la tarde, entre dos luces, Miguel en los momentos de depresión puede provocarse las lágrimas al oír las canciones de aquellos días. Las hojas muertas. De repente, un día recibe una llamada de teléfono: “¿Sabes quién ha muerto?”. A continuación, esa voz pronuncia el nombre de un amigo de la infancia, o la de aquel compañero con el que discutías de literatura, o aquella niña enamorada a la que llevaba a ver Diálogo de Carmelitas. La voz añade. “Te quería mucho. Creo que deberías venir a su entierro”. Y mientras Miguel decide ir o no ir, suena esta canción: “¡Oh! Me gustaría tanto que te acordaras de los días felices en que éramos amigos. Por aquel entonces la vida era más bella. Y el sol, brillaba más que hoy. ¿Ves? No he olvidado. Las hojas muertas se amontonan a raudales. Los recuerdos y la añoranza también. Y el viento del norte los lleva a la fría noche del olvido. Ves, no he olvidado la canción que me cantabas cuando me amabas y yo te amaba”.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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