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Columna
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Se cumplen los vaticinios sobre la literatura pospandémica

La muerte se resignifica tras la pandemia desde variadísimas modulaciones literarias para contar la precariedad de la vejez y el fin de los sueños confundido con el fin de la juventud

Una mujer mira un libro en la Feria del libro de 2020 de Santiago de Compostela.
Una mujer mira un libro en la Feria del libro de 2020 de Santiago de Compostela.OSCAR CORRAL (EL PAÍS)
Marta Sanz

Durante el confinamiento, se nos formulaba una pregunta insistentemente: “¿Cómo incidirá la pandemia en la escritura?”. Sin manos ni bola de cristal, contestábamos desarrollando a lo Rodari hipótesis fantásticas. Dábamos rienda suelta a una imaginación nacida de observar la realidad. Pronosticamos distopías y libros de exaltación del reencuentro, el abrazo y la alegría del amor. Estos últimos se perfilaban como la gran posibilidad comercial y la apuesta menos pejiguera. Libros elegantes y refrescantes como el selz, de imaginativa burbuja, que posan para quedar espléndidos al lado de las tacitas de Instagram. Libros que, a menudo, practican la demagogia de excluir la dificultad de los lenguajes del arte, esgrimiendo el argumento del clasismo cuando la dificultad es inherente al arte —también a la educación— y solo se convierte en actitud clasista cuando se usa para expulsar o tratar como amebas a lectoras y lectores que, por otra parte, vamos perdiendo la destreza de estirarnos para ver qué hay más allá de la valla: jardín o bosque peligroso. La dificultad a veces no insulta: inicia conversaciones en otra clave, más allá del ruido de fondo, rompiendo la capa de hielo del lago helado. La pandemia fue difícil y exige una mirada compleja. Ciertas dificultades vinculan lo literario con una forma distinta de aproximarnos a la realidad y la condición humana. Fuera de lo previsible, cursi, reconfortante, asequible, que no son adjetivos que haya que exiliar completamente del concepto de literatura, pero que hoy resultan molestos porque, desde la lógica del mercado, lo colonizan todo, porque roban la palabra, porque la saturan de significados que solo se vinculan con el consuelo o la necesidad de pasar el rato. Nada tengo en contra del consuelo ni de pasar el rato, pero nuestro oficio a veces tiene otras aspiraciones. No quiero que Banville se vaya.

Tras la pandemia, me avergüenza asistir a una eclosión de alegría que tiene ese punto de cinismo consistente en querer empatizar a toda costa. Cuando la literatura, en los tiempos oscuros, se reduce a autoayuda, me da miedo. Este vaticinio del confinamiento se ha cumplido; también se ha cumplido otro que quizá no nos atrevíamos a pronunciar en voz alta: la presencia de la muerte. La realidad se pone tozuda cuando las pistas de hielo se reconvierten en morgues y se cierran los centros de atención primaria. La muerte hoy no se aborda desde su trascendencia religiosa o desde la pataleta del “yo no puedo desaparecer”, sino como temor respecto a los años últimos, precariedad de los asilos, el agarrarse desesperadamente al amor, miedo al contagio, vibración de la célula, formas de ser un muerto que anda o una muerta en vida, el carácter fúnebre de imágenes y anatomías empantalladas, fotos, ciudades vacías o lodos asesinos de lagunas en las que boquean los peces. La muerte no es metafísica ni individualismo, sino cuestión social. Desde distintos tonos —comedia, distopía, realismo documental, novela polifónica, ciencia ficción política, relato de fantasmas— escriben libros maravillosos Rafael Reig, Ray Loriga, Elvira Navarro, Miguel Ángel Hernández, Andrés Barba, Begoña Méndez… La muerte, presencia inmortal de la literatura, se resignifica en la pospandemia desde variadísimas modulaciones literarias para contar la precariedad de la vejez y el fin de los sueños confundido con el fin de la juventud. Al fondo, la imagen de una residencia moridero en la que comeremos mal y dormiremos, con drogas, en un silloncito de plástico. Para despertar de la pesadilla, estos libros nos pellizcan los dedos de los pies.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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