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Desde el puente
Columna
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El arte acompañado de tortilla de patatas

Entre Juana Mordó y Juana de Aizpuru, el mundo de las galerías madrileñas perdió por completo la caspa

Juana de Aizpuru, en 1970.
Juana de Aizpuru, en 1970.
Manuel Vicent

Cuando Miguel comenzó a interesarse por el mundo del arte, en el Madrid de finales de los años setenta del siglo pasado, Franco menguante, las galerías estaban en la trastienda de alguna librería, la de Carmina Abril, la de Afrodisio Aguado, iluminadas con bombillas de 50 vatios. Miguel formaba parte de esa rara especie de paseante que a veces se atrevía a entrar en ese espacio abanicándose con el catálogo. Hasta ese momento, la pintura se vendía en tiendas de decoración, en mueblerías y en anticuarios. A ellas acudían algunas parejas de recién casados de clase media en busca de un cuadro que hiciera juego con el sofá, algún bodegón para el comedor, algún paisaje que alegrara la sala de estar. Se llevaban mucho los óleos de perdices y conejos ensangrentados, de ciervos bebiendo en el arroyo y las estampas de París de entreguerras con reflejos de las farolas de gas en el asfalto mojado de un bulevar lleno de carruajes.

Por otra parte, el mercado del arte fluía en una corriente casi clandestina establecida entre marqueses arruinados y chamarileros, muchos de ellos de etnia gitana. Algunos caserones de la aristocracia empezaban a ser despojados de los cuadros de los antepasados y a su vez los párrocos de iglesias perdidas por los pueblos de Castilla cedían sus tallas románicas, retablos y predelas a cambio de que un listo les arreglara las goteras de tejado. Ese despojo iba a parar a las tiendas del Rastro donde no había gitano que no presumiera de tener en venta un Frans Hals, un Berruguete, probablemente falsos. Los pintores apenas tenían un lugar donde mostrar su trabajo, pero algunos médicos intercambiaban con ellos una de sus obras como pago por sus servicios. De hecho, no había ningún urólogo, internista o cirujano famoso en Madrid que no tuviera colgada en su consulta una acuarela de Eduardo Vicente, un paisaje de Benjamín Palencia o de cualquier otro pintor de la escuela de Vallecas. Barcelona era otra cosa. Desde principio de siglo, una burguesía muy asentada solía visitar a menudo la sala Parés para adquirir con toda naturalidad cuadros de Pruna, de Mir, de Nonell, de Casas o de Rusiñol.

La expansión económica que hubo en España a finales de los años sesenta, gracias al plan de estabilización, tuvo su repercusión en el mundo del arte. Por primera vez, algunos constructores, arquitectos, ingenieros y abogados de éxito, después de construirse la segunda residencia en la parcela de la sierra, comenzaron a pensar en comprar obras de arte sin ningún interés especulativo, solo porque empezaba a estar bien visto. Un buen cuadro colgado a la espalda de su sillón en el despacho podría redimir y cambiar de estatus a un especulador de terrenos analfabeto.

La primera mueblería que se convirtió en galería de arte fue la sala Biosca, situada en la calle Génova y dirigida por Juana Mordó. El primer fermento de la modernidad se produjo con la aparición del grupo El Paso, con Antonio Saura y Manolo Millares a la cabeza. Fue el producto de la escuela de Nueva York que promovió el expresionismo abstracto al final de la Segunda Guerra Mundial. En cambio, en Barcelona, el grupo Dau al Set, que capitaneaba Tàpies, era deudor del surrealismo de Miró, de Paul Klee y de los pintores de la vanguardia histérica de Montparnasse. Juana Mordó había caído por Madrid procedente de París. “Vine por cuatro semanas y me quedé toda la vida”, le confesó un día a Miguel. Y fue la que introdujo una nueva actitud en el mercado del arte en Madrid, donde comenzó a ejercer de madame Stein entre la escuela de Vallecas y la generación literaria del 36, en las tertulias que celebraba los sábados en su casa a las que acudían pintores e intelectuales alrededor de una tortilla de patatas, vino tinto y cacahuetes.

EI grupo El Paso ya estaba formado desde 1956 y la gente se ponía las manos a la cabeza, no comprendía nada. El dueño de Biosca, al ver el primer Canogar, exclamó: “Parece que está hecho con crema chantilly”. Este exabrupto animó a Juana Mordó a abrir su propia galería en la calle Villanueva. Allí entraban las parejitas pensando en comprar un bodegón para el comedor y se encontraban con un cuadro abstracto. ¿Y esto qué es? ¿Y qué significa? ¿Y vale dinero? ¿Y le gusta a usted? ¿Y se puede poner encima de la chimenea? Y Juana Mordó repetía mil veces que aquello se podía poner encima de la chimenea si la chimenea no estaba encendida.

Poco tiempo después Juana Mordó comenzó a dirigir los gustos de los nuevos coleccionistas en medio de una masa dineraria desenfrenada que se destapó de repente. Los especuladores entraban en las galerías como si fueran farmacias de guardia. Después se creó la feria de Arco, impulsada por Juana de Aizpuru. Entre una Juana y otra Juana finalmente, el mundo del arte en Madrid perdió por completo la caspa. Miguel recuerda aquellos tiempos en que las inauguraciones de cualquier exposición en Madrid siempre iban acompañadas de vino tinto y de una tortilla de patatas.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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