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Desde el puente
Columna
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La libertad iluminada con un mechero

Tierno Galván se mostraba dispuesto a todo con tal de parecer moderno y antiguo a la vez, una mezcla explosiva que le proporcionó muchos réditos electorales

Enrique Tierno Galván y Susana Estrada, en la entrega de los premios del diario 'Pueblo' en 1978.
Enrique Tierno Galván y Susana Estrada, en la entrega de los premios del diario 'Pueblo' en 1978.FOTO: MARISA FLÓREZ
Manuel Vicent

El último concierto al que asistió Miguel fue el que en 1984 se celebró en el palacio de los deportes de Madrid donde el alcalde socialista Tierno Galván, para dar paso a la primera descarga de rock, ante miles de jóvenes puestos a cocer en las gradas de cemento, pronunció a aquella frase memorable: “Y el que no esté colocado, que se coloque”, y la remató con el grito de “Al loro”. Colocarse significaba simplemente meterse un pico en las venas o una raya de farlopa por la nariz o un porro de maría en el tronco. Por otra parte, al loro era una expresión vallecana de estar a la que salta y permanecer vigilante para pillar tajada. Era el tiempo en que la heroína hacía estragos. Cada noche en los bares de la Movida aparecía un yonqui deslumbrado con la cabeza dentro de la taza del retrete, muerto por sobredosis. Ante semejante impostura a cargo de aquel viejo profesor de rostro abacial y cuello blando, Miguel dijo adiós a todo aquello y no volvió a asistir a ningún concierto subvencionado desde arriba, fuera quien fuera el político que estuviera arriba.

Tierno Galván se mostraba dispuesto a todo con tal de parecer moderno y antiguo a la vez, una mezcla explosiva que le proporcionó muchos réditos electorales. Como un caballero inactual, publicaba unos bandos en los que parodiaba un remedo de literatura de siglo XVIII, estilo Moratín. Pero también podía bailar un fox lento amarrado al despampanante cuerpo de la negra Flor en una verbena castiza o asomarse con una mirada resabiada a los senos descubiertos de la actriz Susana Estrada para advertirle: ”No se vaya a resfriar usted, señorita”. Miguel asistió a su entierro en enero de 1986, un acontecimiento social en el que participó un millón de madrileños desde las aceras viendo pasar su carroza tirada a la Federica por tres colleras de caballos cubiertos con crespones negros. Como remate del fúnebre cortejo quedó la imagen de unos travestis sentados en un bordillo de la calle Alcalá llorando con el rímel corrido hasta la barbilla.

Miguel había llegado a la conciencia política a través de los conciertos que se dieron en Madrid como arietes para asaltar el bastión de la dictadura. La libertad llegó a este país con las primeras guitarras eléctricas. Al final de cada concierto era obligado encender el mechero o una cerilla para acompañar la última canción. Llegado el caso Miguel también lo hizo. Esa llama era la que alumbraba el callejón sin salida de la historia, pero sentirse apretado por una multitud de cuerpos aquellas noches en que parpadeaban las luciérnagas bajo las descargas de música era entonces una forma de ser, de estar, de ligar, de gritar, de huir.

Ahora Miguel, con una copa en la mano, recuerda que el día en que los Beatles llegaron a Madrid en 1965 fue a recibirles a Barajas y participó en la caravana de coches que los acompañó tocando el claxon hasta el hotel Fénix donde se hospedaron. En ese momento, rodeado de adolescentes, comprendió que ya era demasiado mayor para esa fiesta. En 1976 se produjo el concierto de Raimon en el pabellón del Real Madrid, con la oposición recién salida de la alcantarilla y de la cárcel, sentada en fila cero, con Marcelino Camacho al frente. Miguel recuerda que la policía que rodeaba el pabellón estuvo a punto de cargar dentro del local para fumigarlos a todos. Y bajo ese perfume de gas lacrimógeno llegó la Transición y en enero de 1981 en ese mismo lugar se produjo la descarga salvaje del grupo australiano de los AC/DC, cuando las turbas del sur equipadas con chupas de cuero duro y esquirlas de vidrio e imperdibles traspasados por la carne de las mejillas derribaron todas las vallas. Era otra clase de transición. Aquel concierto pilló a Miguel dispuesto a agarrarse a la última asa de la libertad, a las alas del último arcángel que sobrevolara aquel espacio. Y en eso en julio de 1982 llegaron los Rolling Stones al estadio Metropolitano una tarde de calor obsceno, lleno de humedad eléctrica que acabó en una tormenta en la que los truenos emularon a la descargas que despedían los bafles o al revés. En la grada ya había ministros de UCD con sus retoños, alguno de ellos con el pelo pegado, vestidos de marca.

En Madrid todavía reinaba la resaca del golpe de Tejero aunque había quedaban restos de una acracia feliz. Los socialistas estaban a punto de llegar. Tierno Galván se les había adelantado en la alcaldía. Era un tipo que daba los buenos días por la radio a los policías citando a Schopenhauer, pero en lugar de John Lennon decía John Lennox y no obstante en casa salía agua por los grifos. Miguel, ahora con una copa en la mano, recuerda aquellos tiempos en los que la libertad estaba iluminada por la llama de un mechero. Hoy aquella llama ha sido suplantada por la luz de los móviles que se encienden al final de cada concierto para seguir iluminando el callejón sin salida de la historia.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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