El Madrid vertiginoso de Javier Marías
Los ochenta fueron para el novelista años de recreo y de mudar de piel: de la solemnidad se pasó a dar espectáculo y saltar a la comba
Una ciudad es siempre muchas ciudades, y Madrid no es una excepción. Cada cual la vive a su manera, y ahí pesan los recuerdos y los afectos, las experiencias propias, algunos encuentros, episodios banales, rutinas, el círculo de amigos. “Yo nací en el número 16 de la calle de Covarrubias de Madrid”, escribió Javier Marías en un artículo que se publicó en 1990 y que recogió en Pasiones pasadas, “lo cual significa que pese a la reputación de extranjerizante, traidor a la patria y anglosajonijodido (según me llamó en su día un hoy cuasiacadémico rabioso) que me ha acompañado desde que publiqué mi primera novela, soy del barrio más castizo de la capital del reino, a saber, Chamberí”. Un poco más adelante, y como si fijara su territorio, cita las calles de su infancia: “Miguel Ángel, Génova, Sagasta, Zurbano, Luchana, Zurbarán, Almagro, Fortuny, Bárbara de Braganza, Santa Engracia. Y Covarrubias”.
Ese Madrid de sus primeros años, el Madrid de los cincuenta, se le fue colando a Javier Marías en muchas de sus novelas, y así el narrador de Corazón tan blanco, Juan Ranz, puede referirse por ejemplo a “un gran bolso negro, como los que llevaban en Madrid las mujeres durante mi infancia, bolsos grandes colgados del brazo y no echados al hombro, como ahora”. Elide Pittarello, catedrática emérita de Literatura Española en la Universidad Ca’ Foscari de Venecia y una de las grandes amigas de Javier Marías, lo entiende así: “El Madrid que aparece en sus obras está visto a través de un filtro, no le importaba tanto la experiencia inmediata de los lugares que evoca, sino que estuvieran ahí más bien como parte de ese universo melancólico y problemático que ocupa sus novelas, lleno de enigmas sin resolver”.
Elide Pittarello confiesa bromeando que, cuando descubrió a Marías tras leer en el departamento de su universidad en la revista Ínsula una reseña de El monarca del tiempo, y encargar el libro, dictaminó también que no parecía un escritor español. “No sabía lo que ocurría en Madrid e ignoraba que Francisco Umbral en su diccionario lo había calificado de anglosajonijodido para atacarlo y desprestigiarlo. Incluso en Italia, en la editorial Einaudi, tuvo ese problema: ‘interesante, pero no parece español’, decía un informe”.
El caso es que Madrid está en muchas de las novelas de Marías, y sobre todo en sus artículos, y está en la manera en que la perciben sus personajes. “Madrid es rústico y dicharachero y no encierra misterio”, cuenta el narrador de El hombre sentimental, “y nada hay tan triste ni tan solitario como una ciudad sin enigma aparente o apariencia de enigma, nada tan disuasorio, nada tan opresivo para el visitante”. En Así empieza lo malo, en cambio, Madrid es una ciudad vertiginosa, y el joven que cuenta la historia arrastra a otro personaje por los locales de Madrid “hacia 1980″, al Dickens, a El Café, al Rock Ola, a diversas terrazas de Recoletos…, y a un montón de discotecas, “como Pachá y Joy Eslava y otras cuyo nombre se me escapa, una cerca del río (¿Riviera?) y otra vecina de la Estación de Chamartín, y otra en la calle Hortaleza y otra más por Fortuny o Jenner o Marqués del Riscal (¿Archy quizá?)…”. Elide Pittarello conoció a Javier Marías en diciembre de 1983, se lo presentó Jorge Lozano en otro de los tantos locales que se abrían por entonces. “Era una época en que se notaba la felicidad”, dice. “España dejaba atrás el franquismo, se abría al mundo. Yo había venido muchas veces antes, y por eso había visto que a Sofía Loren le ponían una franja negra en el escote cuando publicaban una foto suya en una revista. En esos días de Madrid, en cambio, en la portada de una de las publicaciones de entonces salía un pene sin el mayor problema”.
Javier Marías publicó en diciembre de 1989 un artículo sobre aquellos años ochenta en El Europeo, una de las revistas que surgió al hilo de las transformaciones que se estaban produciendo tras el franquismo. En la portada salía Madonna, los protagonistas del número eran Mariscal, Almodóvar y Barceló, Vázquez Montalbán escribía de los sucesos de Tiananmen, aparecían piezas dedicadas a Tom Wolfe, Bertolucci, la fotógrafa Gisèle Freund o Paul Bowles. Marías se refirió a aquel tiempo como los años del recreo. “Recreo en el sentido escolar del término, es decir, una época en la que por fin, tras las arduas, tensas e ininterrumpidas clases del resto del siglo, la gente ha podido dedicarse a lo que se ha dedicado siempre durante los recreos, a saber: presumir, traficar, perseguirse amistosamente, dar espectáculo, jugar al balón y saltar a la comba”. Elide Pittarello: “Javier no dejó de salir ni una sola noche desde sus 30 años hasta los 40 y pico”. En esos años del recreo.
Estaba el Madrid nocturno que se desparramaba, pero existía al mismo tiempo otro, el privado, el de los amigos de Javier Marías. El escritor Marcos Giralt Torrente lo conoció siendo muy joven. “La que era una de las amigas era mi madre, yo era muy pequeño, pero me arrastraba de tanto en tanto con su gente y yo participaba desde un rincón en el revuelo general”. Ese Madrid tiene un lugar de referencia: la calle del Pisuerga, el Madrid de la colonia de El Viso, la casa de Juan Benet. “Era el maestro de ceremonias”, cuenta Elide Pittarello, " y cada encuentro era una excusa para cualquier disparate, como el de hacer una lista de los listos y los tontos de la literatura mundial”. Giralt Torrente habla de humor a raudales: “No había ni la menor pizca de solemnidad”. Vicente Molina Foix, uno de los asiduos, se acordaba hace poco de la pandilla madrileña de Marías: “María Vela Zanetti y su hermano Pepe, Eduardo Calvo, Isabel Oliart, Pabluco García Arenal, Fernando Savater, Antonio Gasset, Ángel González García, entre otros)”. Pero hubo otros amigos que frecuentaron aquel lugar: Juan García Hortelano, Antonio Martínez Sarrión, Jaime Salinas, Eduardo Chamorro, o Álvaro Pombo. “Marías fue muy precoz”, dice Giralt Torrente, “ya hacía una literatura propia, con una mirada cosmopolita, cuando aquí muchos de sus amigos se peleaban todavía con los que defendían a ultranza la literatura comprometida, el realismo socialista”.
“Los más agoreros y descontentos (los hijos de Sartre y de Woytila, y también los de Sastre) vaticinan que los años ochenta dejarán poca huella, sin darse cuenta de que eso es justamente lo que han pretendido, no dejar huella”, escribió Javier Marías en aquel artículo de El Europeo. Madrid estalló en aquellos años, y Marías recordó en otro texto —No pareces español— que el filósofo Gianni Vattimo aseguró que iba a ser “la capital del fin de siglo”. Más allá de las sombras de aquel tiempo — “la edad de la arbitrariedad y de la impunidad”, de “la cancelación de los hechos y de la memoria”, de la “fragmentación’ de las vidas”, escribe también Marías—, sostuvo entonces que “hacía falta el recreo”, y que es posible “de que aquí a unos años lo que añoren sea esta estupenda inanidad, este rápido olvido, este mundo fugaz y ordenado en el que no hay que esforzarse mucho”.
Salía todas las noches, sí, pero el Madrid de Javier Marías fue siempre el de la escritura, el de esa casa en la que vivía con su padre Julián, a la que según Elide Pittarello se refería como “la casa de dos solteros o dos viudos”. Era ahí donde, también durante esos años, construía a lo largo de hora y hora su literatura.
Babelia
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