En la muerte de Javier Marías: contar el misterio
En las novelas del escritor he conocido rincones de nuestra experiencia humana que nadie más me ha contado nunca
Durante varios años, los primeros de este siglo, en mi casa hubo una máquina de fax que tenía un solo propósito: mi comunicación con Javier Marías. Nos habíamos conocido por fax, pues fue así como lo entrevisté en el año 2000, y la conversación continuó por ese medio muchos años después de que nos viéramos en persona. Nuestros diálogos estaban hechos con las cartas que yo le escribía y los comentarios que él hacía en los márgenes —por ejemplo, sobre la injusticia de que el Ulises tuviera la consideración que tiene, cuando, evidentemente, Faulkner había hecho cosas más importantes—, o con párrafos breves de buenos deseos si algo afortunado le pasaba a un libro mío. Más tarde, cuando aceptó la existencia del correo electrónico, comenzó a escanear sus cartas y mandarlas como documento adjunto; pero nunca dejó de escribir en su vieja máquina de siempre, lo que para muchos de sus conocidos era un capricho o una excentricidad, pero que yo veía como parte inseparable de su método creativo, y de la razón por la que su pérdida me parece un daño irreparable.
Marías no escribía una historia que había descubierto o planeado de antemano, sino que la iba averiguando mientras avanzaba. Lo que iba a pasar en la página futura estaba determinado por lo que había sucedido en las pasadas; y lo que había sucedido en las pasadas, por estar escritas a máquina, era imposible de cambiar o de corregir. Lo cual es lo mismo (le gustaba decir) que sucede en la vida. (Nadie me tiene que señalar, como le señalé inútilmente hace mucho tiempo, que la escritura a máquina también le permite a cualquiera volver atrás para cambiar o corregir.) Marías usó muchas metáforas para explicar lo que le interesaba, y todas son elocuentes. A veces decía que algunos escriben con mapa y otros con brújula: él, por supuesto, era de los segundos, pues en la escritura sabía que se dirigía hacia el norte, pero ignoraba todo lo que descubriría en el trayecto. Le gustaba una idea faulkneriana: escribir es como encender una cerilla en un campo oscuro: no se ilumina todo, pero lo bastante para que nos demos cuenta del tamaño de la oscuridad. Le gustaba, finalmente, la idea de que hay herramientas de conocimiento, pero la literatura lo es de reconocimiento: “Es una forma de saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía”, como escribió en un ensayo de los años noventa. “La literatura que a mí me interesa leer –y por tanto intentar escribir– es muy variada. Pero toda participa de eso: no cuenta lo consabido, sino lo sólo sabido y a la vez ignorado. O, en menos palabras: sin poder explicarlo, cuenta el misterio”.
Durante 24 años de mi vida de lector, desde la lectura alucinada que hice en 1998 de Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí, las novelas de Marías me han dado acceso a ese misterio. En ellas he conocido rincones de nuestra experiencia humana que nadie más me ha contado nunca, que nadie ha sabido iluminar para hacerlos comprensibles como lo ha hecho él. Lo mismo, sospecho y he constatado, les ha ocurrido a legiones de lectores en todas partes. Lo que se pierde cuando muere un novelista de su tamaño es una manera de ver el mundo y de pensar en él: es como si se cerrara una puerta y alguien se llevara la llave, y nos deja extrañamente encerrados, en una realidad más pobre o más estrecha. La correspondencia que tuvimos y las veces que nos vimos serán para mí un privilegio irremplazable; pero prefiero, ahora que me llega la noticia de su muerte, decir tan sólo que era uno de los mayores novelistas de nuestro tiempo en cualquier lengua, pero que honró la nuestra, y que su prematura muerte nos deja a sus lectores con la sensación inconfundible de lo inacabado, de lo inexplorado, de lo injusto.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.