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De Caravaggio a la copia digital: la falsificación que no cesa en el mundo del arte

Las nuevas formas de reproducción potencian un mercado que nació en el siglo XVII por la enorme demanda de pintura y se fue sofisticando con la proliferación de marchantes y coleccionistas que alentaban la picaresca

Arte
Una copia de 'La incredulidad de Santo Tomás', original de Caravaggio, realizada por el pintor Dirck van Baburen.
Miguel Ángel García Vega

La realidad es un espejo que a veces refleja imágenes falsas. Esta semana, los defensores del legado de José Guerrero (1914-1991) recibían la alerta de la aparición, en una subasta estadounidense por internet, de un lienzo del pintor granadino que no pertenece a su mano. En 1932, el galerista alemán Otto Wacker fue juzgado por colocar 30 cuadros falsos de Van Gogh. El escándalo de la marchante Glafira Rosales, que desde 1994 y en los 14 años siguientes vendió 31 imitaciones de expresionistas abstractos estadounidenses a la extinta galería Knoedler, se ha transfigurado en documental: May You Look: Una historia real sobre arte falsificado (2020). El año pasado The New York Times advertía de que las nuevas formas de reproducción e internet están creando miles de piezas de obra gráfica falsas. La fotocopiadora no cesa en torno a Warhol, Picasso, Paul Klee, Dalí, Lichtenstein, Miró, Chagall o Matisse.

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El engaño es una presencia constante en el arte y las copias parecen haberse convertido en un género en sí mismo. ¿Por qué las pinturas resultan tan vulnerables a las falsificaciones? La respuesta reside tanto en el pasado como en la actualidad y para encontrar sus raíces conviene retroceder hasta principios del siglo XVII en Nápoles, donde vivió durante unos años Michelangelo Merisi, Caravaggio (1571-1610), en un ambiente en el que la violencia parecía ser el principal género artístico. El 24 de octubre de 1609, cuatro hombres le atacaron en la osteria (taberna) del Cerriglio con tanta saña que le desfiguraron la cara. Las vendettas, los asesinatos o los ahorcamientos eran constantes. Los muertos pasaban días tirados en las calles antes de ser enterrados; ladrones, bandidos, soldadesca y los lazzaroni (una clase del arrabal que andaba descalza) controlaban los barrios de chabolas, que contrastaban con la opulencia de los palacios y edificios religiosos. En la bella bahía se extendía uno de los puertos más fructíferos de Europa.

Caravaggio sufrió aquel brutal ataque 10 meses antes de su muerte en Porto Ercole (Toscana), pero para entonces ya había cambiado la historia de la pintura. En Roma, Sicilia, Malta y Nápoles había dejado obras maestras. En esta última ciudad, dos amigos suyos, los artistas y marchantes de arte Louis Finson y Abraham Vinck, empezaron a copiar sus telas y contribuyeron a aumentar la fama del genio lombardo por Europa. Eran mediocres pintores, pero tenían el privilegio de copiar los lienzos del original. Y aquí todo se enreda, porque Caravaggio no firmaba sus cuadros y algunas copias terminaron vendidas como auténticas. Incluso el propio virrey Pedro Fernández de Castro, cuando supo del fallecimiento del genio pidió una copia de su San Juan el Bautista (el auténtico reposa hoy en la galería Borghese de Roma).

“Las copias tenían entonces un sentido de demostrar cultura, de haber viajado y posición social”, resume Jorge Coll, responsable de Colnaghi, galería que gestiona el supuesto Caravaggio que estuvo a punto de ser subastado en Madrid en abril. Hasta un entendido tan exigente como Carlos I de Inglaterra —cuenta el hispanista Jonathan Brown en El triunfo de la pintura (Nerea)— envió al copista Michael Cross a España para reproducir las obras de Tiziano que tanto le habían gustado durante un viaje. La colección del duque de Lerma (1552-1625) contaba con 19 cuadros de Rafael. Algo imposible. Sin embargo, el bajo valor en un inventario de una obra de un gran maestro podía revelar que era una copia o una falsificación.

'La Sagrada Familia con san Juanito', obra de Luca Giordano en imitación de Rafael, que está en el Museo del Prado.
'La Sagrada Familia con san Juanito', obra de Luca Giordano en imitación de Rafael, que está en el Museo del Prado.

Precisamente, las copias abrieron camino a las falsificaciones en el sentido que se entiende hoy. La demanda de pintura del siglo XVII hizo que se transformara en objeto de especulación. “Siempre se habían cambiado cuadros por dinero, pero de la transacción de un artista y su cliente a la de un coleccionista y un marchante existe un mundo de diferencia”, aporta Jonathan Brown. El artista Guido Reni, por ejemplo, pintaba réplicas de obras populares o hacía que su taller las reprodujera dejándole a él los últimos retoques. “Con el paso del tiempo, la distinción entre los originales y las copias se ha ido difuminando”, reflexiona Catherine R. Puglisi, profesora de Historia del Arte de la Universidad de Rutgers de Nueva Jersey. “Cuando los herederos vendían los cuadros directamente o a través de marchantes, las copias podían ser promovidas deliberadamente como originales”. En alguna colección, como la Barberini, distinguen entre originales y copias e incluso indican el nombre del copista, pero no resulta lo habitual; lo habitual ocurría en el estudio de Luca Giordano (1634-1705).

Antonio Giordano, un pintor modesto, narra Nicola Spinosa, historiador de arte y antiguo director del Museo Nacional de Capodimonte (Nápoles), enseñó a su hijo Luca a falsificar obras de artistas famosos de principios del siglo XVI. “Desde Rafael hasta Goltzius y Durero, cuyas estampas circulaban en Italia”, detalla Spinosa. Antonio Giordano vendió La curación del lisiado, pintado por su hijo entre 1652 y 1653, como obra de Durero al prior de la Cartuja de San Martín en Nápoles por 600 escudos. La tela, por desgracia, se ha perdido. No era una cantidad desdeñable. Caravaggio cobró 1.000 escudos en 1609 por su maravillosa Resurrección de Lázaro. Pero es cierta la frase de la historiadora de arte Manuela Mena: “La idea de la originalidad solo existía en el caso de los grandes artistas; los otros, como si nada”. ¿Está Luca Giordano entre los privilegiados?

La marchante Glafira Rosales, a la salida del Tribunal Federal de Manhattan, con sus abogados, tras declararse culpable de vender más de 60 obras de arte falsas, en 2013.
La marchante Glafira Rosales, a la salida del Tribunal Federal de Manhattan, con sus abogados, tras declararse culpable de vender más de 60 obras de arte falsas, en 2013.Foto: Getty

El Museo del Prado tiene dos obras que resultan difíciles de explicar si no persiguen el engaño. La pinacoteca conserva dos óleos titulados Sagrada Familia con san Juanito pintados por Luca Giordano imitando a Rafael (1483-1520). En uno, al menos, usa como soporte la madera de chopo, igual que el maestro renacentista. Pero va más allá. Firma en una roca visible a la derecha: “RSF UR” (Raphael Sanzio Faciebat Urbinas). Y en el otro cuadro: “RSJ” (Raphael Sanzio y Jordán, en español). Hay que entender el tiempo. “Giordano estaba muy orgulloso de su capacidad para vender a los expertos una obra falsa de un gran artista pintada por él. No era algo denigrante en el XVII. Al contrario. Demostraba el talento de ser capaz de ‘engañarles”, observa Andrés Úbeda, director adjunto de Conservación del Prado. “El pintor barroco ofrecía falsificaciones a los clientes y estos lo sabían y elogiaban sus dotes”.

Todo lo cambió la llegada de nuevos coleccionistas y el dinero. El paisajista francés Claudio de Lorena (1600-1682) publicó Liber Veritatis (actualmente en el British Museum), que era una especie de catálogo razonado de sus obras —las cuales tenían gran demanda— para evitar los falsos que circulaban en vida del pintor. Famoso fue, también, el juicio entre el grabador Marcantonio Raimondi y Alberto Durero (1471-1528). “Las copias de Raimondi [un negocio muy lucrativo por entonces] incluían en sus estampas incluso el monograma AD, del genio de Núremberg. Este le denunció al Gobierno veneciano. El dictamen no dejó contento al maestro. Raimondi no podía usar el sello AD, pero sí sus imágenes”, recuerda Mar Borobia, jefa de Conservación de Pintura Antigua del Thyssen.

Tener una colección de pintura, sobre todo italiana, fue una fiebre: “Todo el mundo trata de tener lienzos y dibujos de nuestros pintores singulares, y no hay quien no quiere hacer una colección de cuadros”, narra en 1660 el escritor veneciano Marco Boschini. Un año después, en la testamentaría del cardenal Mazarino (1602-1661) aparecen 546 cuadros originales, 90 copias y 241 retratos de papas. Y con el deseo surgió la figura del marchante y el connoisseur. Muchas veces más tahúres que expertos. El conde de Brienne (1636-1698) era de esos que creen que siempre llevan una mano ganadora. “Yo he gastado mucho dinero en cuadros. Me gustan con locura. Puedo comprar uno sin aconsejarme de nadie y sin miedo a que me engañen los Jabach, y los Perruchot, los Fôret ni los Podesta, grandes tratantes de cuadros que muchas veces han hecho pasar copias por originales”. Su pasión debió de ser enfermiza porque estuvo 16 años en el manicomio de Saint-Lazare (Francia), imaginando desde una celda lienzos verdaderos y falsos.

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Sobre la firma

Miguel Ángel García Vega
Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

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