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TEATRO | CRÍTICA 'THE SCARLET LETTER'

Quien manda es ella

Angélica Liddell presenta en el Grec de Barcelona su versión libérrima de la novela 'The Scarlet Letter', de Nathaniel Hawthorne, que dirige e interpreta junto a 12 actores y bailarines

Marcos Ordóñez
Una escena de 'The Scarlet Letter', de Angélica Liddell.
Una escena de 'The Scarlet Letter', de Angélica Liddell. BRUNO SIMAO

Cuesta un poco seguirla, a mí por lo menos. Y más me cuesta contarla. Pero Angélica Liddell la sabe larga, como suele decirse. Pese al título, The Scarlet Letter es una adaptación castellana y recontralibérrima de la novela de Nathaniel Hawthorne (traducida al español como La letra escarlata). Liddell es lo bastante hábil como para dosificar cuidadosamente su mezcla de chute, magia y garrotazo. Y para que cada uno se quede con lo que quiera quedarse. El espectáculo fue un exitazo en La Colline de París. Y las entradas para febrero de 2019 (solo por tres funciones) se agotaron en los Teatros del Canal de Madrid. Fue, me dicen, todo un éxito.

Hay un temblor de feliz expectativa en las grandes noches teatrales, estemos ante tragedia o farsa. Lo que importa, pienso, es el texto y el gesto de la oficiante y su banda. La cercana noche en la que vi The Scarlet Letter reinventada (o exprimida) por la señora Liddell en el Lliure de Barcelona, dentro del Festival Grec, creí percibir en el aire una especie de silencio ceremonial, como si estuviera prohibido soltar una carcajada o siquiera sonreír ante la gorgona.

Me equivocaba a medias. Por un lado, me sentía en un mundo “donde las mujeres han dejado de amar a los hombres”, y en el que gobierna lo malcarado. O quizás podríamos decir “lo excesivo”. Mi problema con lo excesivo es que no lo entiendo demasiado. Y me fatiga, claro. El discurso de la oficiante parece chapotear en lo ultramisógino: bofetadas contra mujeres que son “pura amargura y maldad”. ¿Por qué? Por lo visto, porque son “mayores de 40 años, rabiosas por la pérdida de la juventud”. Cuando digo “lo excesivo” me refiero a que este montaje podría contarse en 60 minutos y aún sobraría, pero en manos de la dama ­Liddell se pone en dos horas. No la vi yo una mujer precisamente dominada. Dominadora, más bien. ¿Se lo cree o vende esa provocación? Una docena de hombres desnudos se mueven como poderosos bailarines en manos de su ama. Hay aquí un humor que antes no me parecía frecuente: por ejemplo, cuando (momentazo) les hace formar en hilera, estrechándoles los bajos como si la mariscala pasara revista en un saludo priápico. Humor descacharrado, pero humor, aunque muchos, y sobre todo muchas, basiliscarán.

Lo que me quedó clarito: quien manda es ella. Suyas son las palabras, suyo el poder y la gloria. Porque los señores no dicen ni Pamplona. El discurso puede leerse, naturalmente, como les dé a ustedes la gana: una denuncia del puritanismo a lo Hawthorne o del Me Too, en clave de brujilda entre bufonesca y punk. Yo no trato de creérmela. Lo que me interesa es la tensión y el ritmo de la invectiva: cuando se pone pomposa (“un mundo sin dolor sería un mundo de imbéciles”), deja de interesarme. En cambio, cuando la pompa se raja de un bocado, es como si me atravesara una carcajada negra.

Para mi gusto sobran las series de repeticiones, los danzantes en bolas sujetando ramos de flores con los culos (o agitando abetos, variante montañesa) o los extraños y bastante fatigosos juegos malabares con grandes muebles. Ustedes disculparán mi confusión, pero se me hace difícil seguir y reflejar el relato. Y vuelvo porque, en mi opinión, ella vuelve demasiado: se escucha encantada dando el espectáculo. No entiendo el exceso mismo, salvo por su astucia a la hora de vender la burra, ande o no ande, provocando el espectáculo. La dama podría vender lo que le diera la realísima gana: cuanto más inflamada y presuntamente feroz, más ganadora. Dice que el deseo humano es “un sucio y violento movimiento entre penes y vulvas, de una pasión irrefrenablemente violenta”. Si lanza eso en el momento justo y con la tonalidad adecuada, puede hacérnoslo creer: endosarnos una crítica al puritanismo y lo contrario.

Los hombres, por cierto, solo parecen resplandecer como figuras de calendario —Artaud es el rey, monarca de una corte donde brillan (cito de memoria) Foucault, Barthes y Genet—. No explican la gran relación entre los cortesanos: a la reina le basta, diría yo, con enunciar un desfile de nombres solemnes.

Lo que me deslumbra: la hipnótica belleza de la música, las cascadas barrocas de Lully. Y su manera de meterse a sus adoradores/­as en el bolsillo. Hablando en plata: ¿quién va a pedirle que pode un poco los monólogos, cuando en media Europa los sigue vendiendo como quiere? Recuerdo ahora uno de los mejores y más claros textos de ­Liddell y quiero evocar aquel placer: Mi relación con la comida, que bordó Esperanza Pedreño en el Versus barcelonés, y en media España, en 2015. Para cerrar la sesión en el Lliure también quiero decir que al acabar hubo grandes y prolongados aplausos, porque esta señora se las sabe todas y tiene un club de fans de aquí te espero. A propósito: ¿puedo pedir algo? Yo veo a la dama montando, cantando y bailando una versión musical de Eyes Wide Shut, de Kubrick.

The Scarlet Letter, de Angélica Liddell, se representó del 2 al 4 de julio en el teatro Lliure de Barcelona, dentro de la programación del Festival Grec, que se celebra hasta el 31 de julio.

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