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Café Perec
Columna
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Zig zag Peckinpah

Regresé a una tarde de 1970 en San Sebastián en la que el director de cine confundió la barra de recepción del Hotel María Cristina con la de un bar

Enrique Vila-Matas
El director Sam Peckinpah.
El director Sam Peckinpah.

Últimamente algunos vemos cine como si lo leyéramos, con zigzagueos mentales, con tics adquiridos de nuestras lecturas en la Red, donde nos hemos vuelto expertos en pasar de un texto plano, lineal, a uno abierto, plural, que se desdobla en otros textos, llevándonos hasta el hipertexto, que abre todo tipo de nuevos caminos a la lectura tradicional, lineal, permitiéndonos, con los nuevos procesos de lectura, ampliar zonas difuminadas del discurso central.

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Este tipo de desplazamientos en torno a un hipervínculo quizás expliquen que ayer, nada más empezar a ver Suite Peckinpah —justo cuando Lupita Peckinpah entraba en el Murray Hotel, de Livingston, y se apoyaba en la barra de la recepción para pedir las llaves de la suite donde vivió su padre y que da título al documental—, me dedicara casi de inmediato a viajar por mi memoria, como si esta fuera el buscador de Google. Y regresé de pronto a una tarde del verano de 1970 en San Sebastián en la que Sam Peckinpah confundió la barra de recepción del Hotel María Cristina con la de un bar del Far West y exigió, con autoridad etílica, un whisky en vaso corto.

De aquel remoto festival de cine creo que podría estar hablando toda la vida, porque fui testigo conmovido del comienzo de la amistad de Gonzalo Suárez con Peckinpah y porque no he olvidado lo injustamente mal recibida que fue Aoom, aquella película del gran director y novelista asturiano, película todavía hoy ninguneada, pero en su momento elogiada hasta la extenuación por Peckinpah, que llegó a llevarla a Londres para defenderla ante los ejecutivos de la Universal. “La vieron y tardaron una semana en recuperarse”, comentaría luego Gonzalo Suárez.

Volvamos a la hija mexicana, volvamos a Lupita. Nada más entrar en la suite del Murray Hotel, a la busca de su padre (de su Pedro Páramo particular), nos informaba de que no percibía que allí quedara “algo” de él. Me pregunté qué habría sucedido si ella hubiera tenido noticia de lo que son capaces algunos cuando buscan una molécula de su mito favorito. Y pensé en el caso del narrador de La parte recordada, de Rodrigo Fresán, que, al entrar en el despacho de la Cornell University donde Nabokov escribiera Pnin y Lolita, se desnudaba y abría sus piernas y extendía sus brazos en una versión frenética del Uomo vitruviano de Leonardo da Vinci, iniciando una sesión aeróbica-atómica que buscaba que algo del talento de Nabokov siguiese allí, es decir que alguna molécula residual de su paso por el lugar aún zigzaguease rebotante entre aquellas paredes y pudiese entrar en su organismo y se convirtiese en una nueva célula que por fin lo nabokovizara…

A todo esto, como es natural, el documental Suite Peckinpah se resistía a ser ralentizado por tics de lecturas googleanas y seguía su trayecto rectilíneo, avanzando implacable. Y era como si quisiera evidenciar su incapacidad —no se sabía si innata— de captar las posibilidades del relámpago y verse proyectado incluso más allá de las lecturas de Red, hasta el mismísimo infinito.

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