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Corrientes y desahogos
Columna
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La seducción cultural

Crear algo con el fin de agradar al público siempre ha sido considerado impropio del verdadero artista

Crear algo con el fin de agradar al público siempre ha sido considerado impropio del verdadero artista. O incluso un baldón de orden y moral. Por una largo aprecio semisagrado al autor, su dignidad ha venido aureolada de su independencia libérrima, su singularidad y su desprecio a las masas.

La idea central sigue en inútil vigor pero, como ocurrió en tiempos de Reagan con la política macroeconómica, una Escuela, supply-side economics o “economía de la oferta”, fue imponiendo su tesis de que el desarrollo general debía buscarse mediante el impulso de condiciones, precios y productos que despertaran la atracción de un mayor número de consumidores. Frente a los subsidios del Estado, la propia seducción de la mercancía. Frente al keynesiano y anciano apoyo al consumo, la joven alegría de la consumición.

Sigilosamente el principio macroeconómico de Jude Wanniski y otros, surgida en los años setenta, ha ido contagiando, como era esperable, a la totalidad del mundo cultural. Escribir o pintar para gustar al público sigue valorándose como un estigma, pero ahora no tanto a la manera tradicional.

El cambio importante consiste en que la creación no empieza y termina en el solipsismo del creador sino que su tarea incluye la búsqueda y elaboración de productos cuya factura o naturaleza despierten un vivo o incluso inédito interés del receptor.

Ha terminado, pues, la trágala que lanzaban las vanguardias contra el público y con la convicción de que serían el porvenir y su deber consistía, por el momento, en “espantar al burgués”. Ni esto se aviene con nuestro tiempo ni sigue fresca –aunque decadente- la idea se conformarse con ser reconocido en la posteridad.

En el estudio o en el taller del artista actual deben diseñarse mercancías –todo lo mágicas y diversas posibles- que además de complacer los gustos de su hacedor inciten y multipliquen el interés de los demás. Los éxitos o los fracasos han dejado de ser un asunto transhistórico. Son, como ocurre con el resto de la producción que innova, una cuestión de actualidad.

Efectivamente hay best-sellers buenos, malos o muy malos pero el succès d’estime no es nada importante ni profesional. Lo que se requiere para redondear la originalidad y hasta la altura o calidad de una obra es haber movido, gracias a su novedad (formal o no), la incorporación de una audiencia más o menos estática, y conseguido con ello un más dilatado mundo del consumo y la prosperidad cultural.

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