_
_
_
_
_

Guillermo del Toro, el amante de los monstruos

El director mexicano, ganador del Oscar, es un producto de su infancia y adolescencia

Gregorio Belinchón
El cineasta mexicano Guillermo del Toro.
El cineasta mexicano Guillermo del Toro.Augusto Costanzo

Era un niño de ojos azules, muy rubio y muy delgado. No se parecía en nada físicamente a sus amigos en su ciudad natal, Guadalajara (Jalisco), donde nació el 9 de octubre de 1964. “Era como ario. Y enclenque”, recuerda. Pero eso no marcó la infancia de aquel crío, hoy convertido en Guillermo del Toro, grande del cine mundial. A aquel niño le cambió la vida la lotería que le tocó a su padre a sus cuatro años. Federico del Toro, estricto católico, se dedicaba con éxito a la compraventa de coches, pero dejó el colegio de crío, con lo que cuando le llegó aquel premio, decidió comprar toda una biblioteca. “Estaban todos los clásicos infantiles, aunque también La enciclopedia de la medicina familiar y los 10 volúmenes de Cómo mirar el arte”. El cineasta aprendió muchísimo de pintura, del cuerpo humano… y se convirtió en un “hipocondriaco prematuro por culpa de aquella enciclopedia”.

Más información
Los Oscar llevan a Guillermo del Toro adonde se merece: el Olimpo
‘La forma del agua’ y Guillermo del Toro conquistan los Oscar más mexicanos

Del Toro es un claro producto de su infancia y adolescencia. Hasta que cumplió 20 años leyó un libro cada dos días. Compraba cómics de terror impulsivamente e ilustraba sus primeros relatos. Sus obsesiones eran la criatura de la película La mujer y el monstruo (en su título para España, en Hispanoamérica se la conoce como El monstruo de la laguna negra), el fantasma de la ópera, según la recreación de Lon Chaney, y la criatura de Frankenstein. Con ocho años empezó a rodar cortometrajes, gracias a la otra influencia familiar, su madre, la actriz Guadalupe Gómez.

Estudió en el Centro de Investigación y Estudios Cinematográficos, en Guadalajara. Y estuvo una década volcado en el maquillaje, para lo que creó su propia compañía de efectos, Necropia, antes de ser productor ejecutivo de un filme a los 21 años. “Con 20 años conocí al realizador Jaime Humberto Hermosillo, que me apadrinó. Él me enseñó esta frase: ‘Si no hay carretera, la construyes”. Y así ha hecho siempre. De Hermosillo también aprendió la importancia de apoyar a los jóvenes; de ahí que Del Toro sea el padrino de muchos cineastas actuales: de su mano empezó, por ejemplo, Juan Antonio Bayona.

A inicios de los ochenta, coinciden en un despacho Del Toro y un tal Alfonso Cuarón, que acababa de debutar como director de televisión en un episodio de Hora marcada, en el que adaptaba un cuento de Stephen King para esta serie de terror. Mientras esperaba al productor, un tipo le miró desde el otro lado del despacho. “Supe inmediatamente quién era, porque había oído muchísimo hablar de él. Era el artista de efectos especiales de maquillaje de Guadalajara que había estudiado con Dick Smith”, recuerda Cuarón. “Todo el mundo lo describía como listo, divertido y muy, muy raro”. Empezaron a hablar de King, de cuánto les gustaba, hasta que Del Toro le dijo: “Si la historia es tan buena, ¿por qué has hecho un capítulo tan malo?”. Y lo diseccionó de tal manera que Cuarón se rindió a la evidencia y surgió la amistad. Curiosamente, Del Toro acabó dirigiendo también episodios de esa serie —“igual de malos”, confiesa— antes de hacer publicidad (como un delirante anuncio de 1991 para Alka-Seltzer, en el que encarna a un ejecutivo que, tras sufrir dolores estomacales en medio de una reunión, se transforma en un hombre lobo) y debutar en un largo con Cronos, una vuelta de tuerca al vampirismo con Federico Luppi como protagonista.

Al otro vértice del triángulo de los tres amigos, Alejandro González Iñárritu, lo conoció más tarde: en 2000. Del Toro le aconsejó sobre el montaje de Amores perros. Cuando el director de El renacido se rindió ante esa tarea, Del Toro le propuso encerrarse un fin de semana en su casa, la de Iñárritu, con la nevera bien llena, para ver qué podía hacer con aquella película. El lunes abrió la puerta con el montaje definitivo de Amores perros.

A finales de los noventa, el mexicano pasó dos malos tragos dificilísimos. En 1997 trabajó con los hermanos Weinstein en su segunda película, Mimic, y los productores le hicieron la vida imposible. “Fue mi primera experiencia en Hollywood y casi acaba siendo la última”, recordaba décadas después. Del Toro además invirtió todo su dinero en el desarrollo del proyecto; así que estaba realmente sin blanca cuando al año siguiente le llamaron desde su casa en Guadalajara: habían secuestrado a su padre y pedían de rescate un millón de dólares. Nadie de la familia poseía tal cantidad. Y entonces apareció otro amigo, James Cameron, al que Del Toro había conocido en el rodaje de Cronos. Cameron puso esa cantidad y contrató un negociador, y 72 días después de ser secuestrado, Federico del Toro volvió a su hogar. Pero su hijo nunca más volvió a vivir en México. Lo que no quiere decir que su país natal no siga dentro de él, como demostró al producir El libro de la vida (2014), una película animada precursora de Coco.

Del Toro es omnívoro en su cultura y su alimentación. Pantagruélico, homérico, cinéfago… No deja de trabajar, coleccionar… “Este año me lo voy a tomar de sabático”, decía en octubre en Sitges. “Quiero viajar, dedicar más tiempo a mis dos hijas”. Pero el descanso es de la dirección de ficción. Porque está realizando un documental sobre Michael Mann y además produce varias series. Los días de Del Toro son tan grandes como él: con espacio para la escritura, el dibujo, la producción… Vive entre Toronto y Los Ángeles, donde está localizada Bleak House, una casa de aire gótico pegada a su residencia en la que aloja su gigantesca colección de objetos curiosos, libros, juguetes, tebeos… Cuando vivió en Madrid, durante el rodaje de El espinazo del diablo, al lado del Retiro, viajaba con sus 5.000 cómics favoritos. Hoy todo se conserva en Bleak House.

En su carrera ha defendido con fiereza su trabajo. Por eso abandonó, por ejemplo, la dirección de El hobbit. Crea bajo el lema: “Una película para los estudios, otra para mí”. La forma del agua la rodó bajo mínimos, con muy poco dinero, como una obra suya, antes de que la adquiriera Fox. “Ha sido uno de los tres peores rodajes de mi vida”, confesaba en Sitges. “Otra cosa es el resultado”. El domingo los Oscar oficializaron el reconocimiento mundial a su talento, y le dieron la razón.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Gregorio Belinchón
Es redactor de la sección de Cultura, especializado en cine. En el diario trabajó antes en Babelia, El Espectador y Tentaciones. Empezó en radios locales de Madrid, y ha colaborado en diversas publicaciones cinematográficas como Cinemanía o Academia. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense y Máster en Relaciones Internacionales.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_