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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un pedazo de momia vikinga

El Museo Nacional de Islandia exhibe la cara parcialmente preservada de la Mujer de azul

Jacinto Antón
Los restos momificados de la cara de la Dama de azul que se exponen en un frasco en el Museo Nacional de Islandia.
Los restos momificados de la cara de la Dama de azul que se exponen en un frasco en el Museo Nacional de Islandia.

En mi reciente visita a Islandia no he conseguido ver ni un volcán, ni un géiser, ni ballenas, ni frailecillos y tan solo, tras dos horas de un frío indescriptible, media aurora boreal, y gracias. Sin embargo (loado sea Odín), he podido contemplar algo mucho más interesante: los restos momificados de la Dama de azul, una maravilla. Lo que queda de la cara de esa mujer vikinga de hace mil años está metido en un frasco.

Desembarqué en la isla prometiéndomelas muy felices: vamos es que yo iba a ver hasta el famoso centro de estudio del zorro ártico ("melrakki", en islandés) de Sudavik, al norte. No había caído en la cuenta de que en invierno moverse por Islandia es complicado y más si careces de automóvil, trineo o grandes recursos, y no eres Xavier Moret. La clásica excursión a Geysir, Strokkur y Gullfoss (que parecen los nombres del tridente de guerreros de la horda de Ragnar Lothbrok) duraba demasiadas horas y costaba una pasta; el ticket para observar ballenas jorobadas ("hmúfubakur") me lo hube de comer porque la salida se canceló por el mal tiempo y la nutrida colonia de frailecillos ("lundar") —la mayor del mundo—, que tanta ilusión me hacía contemplar, se encontraba a la sazón en medio del Atlántico en sus cosas de frailecillos, aguardando la temporada de emparejamiento y cría que es cuando visitan Islandia. Estuve a punto de comprar uno disecado, pero la broma (no para el frailecillo) costaba 29.900 coronas islandesas, y no iba a colar como equipaje de mano.

Pese a todo, y a que empezaba a nevar, me eché a la calle con espíritu de Amundsen y animado con un desayuno doble y calzoncillos largos, dispuesto a ver lo que fuera que el destino pusiera a mi alcance en Reikiavik. A los cien metros del hotel ya estaba arrepintiéndome, sacudido por un viento que parecía soplar de las gargantas heladas de todos los osos polares de la vecina Groenlandia. Hubiera regresado pero no veía nada, ni siquiera mis huellas, borradas ya por la tormenta. A punto de caer en el lago Tjörnin entre los cisnes, me di de bruces con un dragón: era parte de la estatua El hechizo roto, de Einar Jónsson , una relectura hiperbórea (e hiperbólica) de la leyenda de Sant Jordi. No sé cómo llegué a un edificio adornado con el poco tranquilizador logo de dos hachas y una espada vikingas: el Museo Nacional de Islandia (MNI).

Donde haya un museo (o una librería), me dije, que se aparten los géiseres, los volcanes y los glaciares. Además se estaba calentito y a salvo. El MNI es una delicia. En sus salas puedes recorrer la historia de Islandia desde la primera ocupación (hay debate sobre quién fue el pionero, pero aquí, fans irredentos de la serie Vikingos, nos vamos a inclinar por un Floki, el noruego Floki Vilgerdason) hasta las planchas con agujeros del guardacostas Svidin, atacado por la Luftwaffe en 1943. A destacar en la visita las armas vikingas: —hachas (“axir”), espadas (“sverd”) y lanzas (“spjód”)—, la tumba del guerrero que se enterró a caballo para entrar en el Valhalla como un señor, o el apartado sobre Bjorsaldalur, la “Pompeya vikinga”, sepultada por la erupción en 1104 del monte Hekla —donde ardían los fuegos del infierno, según Olaus Magnus—.

Reconstrucción del enterramiento de la mujer de época vikinga.
Reconstrucción del enterramiento de la mujer de época vikinga.

Como uno no deja de ser un niño he de recomendar aquí no dejar de pasarse por el espacio que invita al visitante, también al crecidito, a disfrazarse de guerrero vikingo.

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El museo atesora otras cosas asombrosas: un martillo de Thor hecho con bronce de una campana cristiana robada tres veces (?), la sirena de Arneskirkja y el tajo donde se efectuó la última decapitación de la isla y en el que estuve a punto de sentarme al confundirlo con una silla.

Pero, como decía al principio, para mí la gran maravilla fue encontrarme con la Dama de azul (“bláklaeddu konunnar”). Bueno, con lo que queda de ella.

La historia de esta única semimomia vikinga está llena de ciencia, misterio, poesía y morbo. En 1938 fue hallada en Littlu-Ketilsstadir, en Hjalstadapinghá (si les suena raro tendrían que probar a escribirlo), la tumba de una mujer de la época vikinga, con su ajuar. Se han descubierto 330 tumbas de esa época en Islandia, pero esta tenía algo muy especial: parte de la cara de la difunta, incluidos carne y piel de la mejilla, y un ojo, se había momificado. La muerta fue colocada en posición durmiente de costado con el lado izquierdo del rostro descansando sobre uno de los broches de cobre del vestido. Una reacción química del objeto, por corrosión, hizo que se crearan condiciones anaeróbicas y biocídas que impidieron la putrefacción de esa zona de la cara. El fragmento hallado fue metido en un frasco con formol a la espera de un príncipe (lógicamente también azul) que pudiera despertar a la chica, aunque la verdad es que su estado no la hace muy deseable a no ser que le eches mucha imaginación.

El príncipe apareció en 2013 en forma de una batería de pruebas científicas de última generación, y la Dama de azul despertó (aunque al meterla en un frasco nuevo se descubrió que se había perdido el ojo): ahora sabemos que murió entre el 915 y el 925, que contaba entre 17 y 25 años, medía entre 1,47 y 1,59 metros y pesaba de 44 a 50 kilos. Curiosamente, no provenía de Escandinavia sino muy probablemente de las islas escocesas: la pillaron los colonizadores vikingos cuando pasaban por ahí, como a la mayoría de sus mujeres. Había sufrido una época de malnutrición infantil pero su estado general era sano. No podemos saber de qué murió. Lo que sí sabemos es que para su último viaje iba ataviada de azul, pues también se han conservado algunos restos de su ropa con rastros de añil. Y asimismo se la enterró con una calcedonia azul, quizá un talismán.

Los momentos más intensos en Islandia los he pasado frente a la jarra de la Dama de azul que se exhibe en el museo. No diré yo que se parezca a la monumental reina Aslaug de Vikingos, pero emana una poderosa atracción. Los dientes parecen sonreírte y de la boca abierta brotar una vieja canción, mientras afuera los drakkars se mecen en las olas, arrullados por el viento salobre del fiordo.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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