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‘La naturaleza secreta de las cosas de este mundo’: una soberbia novela para demostrar que lo esencial nunca está a la vista

Patricio Pron demuestra no tener miedo al mal de altura literario con una historia sobre un padre desaparecido y una hija a punto de sufrir un accidente que incide en el carácter ilusorio de una realidad que creemos estable

Patricio Pron, fotografiado en Madrid en 2019.
Patricio Pron, fotografiado en Madrid en 2019.Jaime Villanueva

Desde la primera frase de esta novela, la prosa de Patricio Pron lo delata como un escritor sin temor al mal de altura, de altura literaria en el estilo y en los temas que lo mueven. El lector queda advertido: ni el lenguaje va a deslizarse con la laxitud de una dicción estereotipada ni, mucho menos, va a dar cabida a asuntos, tramas y caracteres baladíes o manidos. Su terreno no es el de las acciones narrativas en sí mismas, sino el de los desajustes y las grietas que denuncian el carácter ilusorio —el de mero simulacro aceptado tácitamente— de lo que creemos una realidad estable y consistente. Y ahí se instala como un zahorí pertrechado de extraños instrumentos de detección, para identificar bajo la dura cáscara del mundo su entraña movediza, su pulpa en constante amenaza de transformarse en otra cosa, una entraña que descabala y a menudo resulta terrible. Esa es la naturaleza secreta a la que alude el título, porque las cosas de este mundo (entiéndanse las cosas humanas) nunca se dejan descifrar desde su apariencia, que es la geometría única que captan nuestros ojos abiertos.

Por eso nos los cierra la formidable frase inicial para conferirnos la perspectiva omnisciente de un dios (o del autor): conocer el futuro de Olivia (está a punto de tener un accidente de automóvil) y su contenido mental mientras conduce. ‘Olivia Byrne’, el primer capítulo, de los dos de la novela, está resuelto con un prodigioso ejercicio de dilatación de los instantes anteriores a la pérdida de control del coche y como una justificación, mediante diversas retrospecciones, del recuerdo perturbador que va a provocar el desastre. Esa técnica determina la intensidad con que el lector procesa lo que se evoca, que tiene como punto de fuga una situación sobrecogedora: la desaparición inexplicable de un ser querido (aquí el padre). Olivia lleva 20 años traumatizada desde que Edward se esfumó sin dejar rastro, abandonándola junto a su madre, Emma. No es extraño que Emma, artista performativa, haya trabajado obsesivamente en torno a la idea de que todo sigue ocurriendo sin cesar en los espacios donde sucedió.

La diversidad y riqueza de las reflexiones que se suceden en esta primera mitad de la novela aconsejaría, por sí sola, la lectura. Si la huida del padre, indiferente al duelo inconsolable que iba a producir, pone en cuestión la racionalidad de ciertos comportamientos, el monólogo que Olivia, como actriz, ha preparado sobre la niña feral de Songy —uno de tantos célebres casos de niños salvajes— da pie a considerar las dificultades y estrategias de adaptación social en términos generales. Asimismo, un policía incisivo puede traer a colación la índole cambiante de la noción de verdad a lo largo de la historia, o un profesor de arte dramático es la percha para algún juicio sobre la literatura actual, dominada por “las sentimentalidades previsibles y vacuas” o, en fin, un viejo docente da sin ínfulas una lección sobre la interpretación (de Nostromo, de Conrad) y sobre la vida (no abstenerse de nada salvo de hacer daño a sabiendas).

La diversidad y riqueza de las reflexiones que se suceden en la primera mitad de la novela aconsejaría, por sí sola, la lectura

La segunda parte de la novela, ‘Edward Byrne’, se centra en el padre y, entre reminiscencias literarias diversas (es importante Al faro, de Virginia Woolf), recorre los 20 años de ausencia con la certera decisión de no aclarar la causa de su fuga. Ni siquiera para el propio personaje, lo que parece una deuda intertextual con el célebre relato Wakefield, de Nathaniel Hawthorne, con el que el desenlace también guarda relación. Pero de nuevo Patricio Pron trasciende la reelaboración de un topos o una fábula conocida por el procedimiento de aumentar la indeterminación y las elipsis. Frente al carácter introspectivo del capítulo sobre Olivia, este se vuelve enumerativo, más volcado a la dimensión material: se inventarían acciones, objetos, percepciones, sensaciones. El efecto de estas listas no es otro que encubrir el enigma de Edward, el porqué de su renuncia a la antigua vida, a su familia y a la pintura. El descenso a una existencia elemental, de rutinario trabajo físico, y el impulso de alejarse de todo (por ejemplo, en una cabaña en medio del bosque, a la manera del Wittgenstein, que en 1914 se aisló en una a orillas del lago Eidsvatnet en Noruega) no le impide al personaje entablar una relación con dos inmigrantes nigerianos (el opaco Paul y el niño Tobiah), con los que forma un irónico simulacro de familia con la que se repiten roles y experiencias (incluida la de la desaparición).

La trabazón entre las dos partes es sutil y un tanto problemática en su congruencia cronológica, aunque su plausibilidad, que está, deberá buscarla el lector, al que Pron no le permite una recepción pasiva. De hecho, esta novela traslada al lector buena parte de la responsabilidad en la construcción de su sentido, incluido el de las razones por las que Edward se exilió de su vida sin previo aviso. En el epílogo, Pron comparte sus fuentes bibliográficas y literarias, pero de todos los datos que proporciona —superfluos en una ficción, a mi entender— hay uno que tiene un valor singular y que consiste en remitir a su web para acceder al epílogo de la historia, titulado Sallie Ellen Ionesco (la primera mujer a la que se practicó una lobotomía transorbital). La sorpresa subsiguiente, que ocurre fuera del libro, también forma parte de esta soberbia novela.

Portada de ‘La naturaleza secreta de las cosas de este mundo’, de Patricio Pron.

La naturaleza secreta de las cosas de este mundo

Patricio Pron
Anagrama, 2023
232 páginas. 18,90 euros

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