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Ser mujer y no tener hijos

El miedo a la soledad conlleva muchas preguntas y opiniones no deseadas, como la de quien cuidará de ti cuando tus padres no estén

Fotograma de la película 'Los pequeños amores', de Celia Rico. En la imagen María Vázquez y Adriana Ozores.
Fotograma de la película 'Los pequeños amores', de Celia Rico. En la imagen María Vázquez y Adriana Ozores.
Laura Ferrero

Años atrás, en un sofocante agosto que pasé en Madrid, mi padre, muy poco dado a las frases lapidarias y a las grandes declaraciones, me dio uno de los mejores consejos que he recibido. Fue en una terraza de la calle Orense. Los nebulizadores pulverizando agua por encima de nuestras cabezas y el cristal de sus gafas de sol llenándose de minúsculas gotas. Hablábamos de las expectativas, de haber alcanzado una cierta edad, pero, sobre todo, del miedo a una soledad no deseada. Tiempo después, a modo de mantra, de recordatorio, convertí aquella tarde en un relato que llamé ‘Migas’ porque la frase que me regaló mi padre, sencilla, directa y sin atisbo de artificio fue “no te quedes con las migas”.

Pensé en lo que son las migas, en esa multiplicidad de significados que entraña para mí ese concepto tan cotidiano, la semana pasada, a la salida del cine. En el pase, la directora de la película, Celia Rico, había presentado brevemente Los pequeños amores diciendo que no deseaba condicionarnos con sus palabras, pero que le gustaría que la viéramos pensando en cómo nos relacionamos con todo lo que no sale. Lo que no nos sale. En el interior de la sala, con la perspectiva que otorga la última fila, vi cómo más de uno se removía en su asiento. Imagino que nos ocurre a todos, que a veces caemos en la tentación de resumir la vida como un cúmulo de síes y de contundentes afirmaciones: el trabajo que nos define, ese viaje que finalmente logramos hacer, la relación amable que tanto poso nos dejó. Me digo que es más sencillo contarnos así, al más puro estilo de las biografías de Wikipedia: una suma de logros y expectativas cumplidas, convenciéndonos de que lo que tenemos es exactamente eso que habíamos ambicionado.

La segunda película de Celia Rico —íntima, poética, luminosa, llena de cuidados detalles que dialogan con su opera prima Viaje al cuarto de una madre, como si ambas pudieran entenderse como un díptico— tira del hilo de ese término sin lugar aún en el diccionario, la hijidad, del inquebrantable y complejísimo vínculo madre-hija. Pero este vínculo conforma, en realidad, una tentativa de navegar por la biografía emocional de una mujer soltera y sin hijos de más de 40 años. El intento de preguntarse, con ternura y delicadeza, por la manera de atravesar la vida en un momento en el que las certezas se han desvanecido ya, y poco queda de esos amores que creíamos definitivos y que finalmente no lo han sido tanto.

La historia de Los pequeños amores transcurre en ese paréntesis que es siempre el verano y Teresa (María Vázquez) ha comprado unos billetes para viajar hasta Massachusetts, ciudad que no conoce —en la que pasa una temporada alguien que tampoco conoce demasiado—, de manera que Massachusetts simboliza esa pieza hecha a medida que tiene por fuerza que encajar en el clamoroso hueco que queda en su puzle. Pero la madre de Teresa, Ani (Adriana Ozores), sufre un accidente doméstico y ella, que es hija sin hijos, es decir, una hija eterna, se quedará a cuidarla en la que fue su casa de infancia.

Ser mujer y no tener hijos es haberse enfrentado, entre a otras muchas preguntas y opiniones no deseadas, a la de quien cuidará de ti cuando tus padres no estén. O a la castradora sentencia “de mayor —de vieja— estarás sola”. Como si hubiera que organizar la vida con vistas a la vejez y tener hijos fuera, en última instancia, un parche, la garantía ya no de la felicidad sino de la compañía, el único antídoto válido contra la soledad.

En el ensayo Vivir sola, la escritora Vivian Gornick afirma que la soledad es la condición humana que menos se presta al análisis fácil. El texto empieza así: “Es domingo por la mañana y voy paseando hacia el norte por la avenida Columbus”, y a partir de ese punto, Gornick relata cómo se va cruzando con todo tipo de parejas. Le sobreviene la impresión de que, independientemente de sus circunstancias, un tiempo después, cada una de esas uniones se deshará y sus integrantes volverán a caminar de la mano de otra persona, y así in aeternum hasta que un buen día se encontrarán de nuevo en el punto de partida, a estar mirando sin compañía a través de la ventana de una habitación. Quién habría imaginado, se pregunta, que seríamos tantos entre 35 y 55 años viviendo solos.

Suena, en Los pequeños amores, esa vieja canción de los Bee Gees llamada Massachusetts, y la canción es evocación y promesa, la suave letanía de todo lo que al final no fue. Porque termina el verano de Teresa y de Ani, toca regresar, y pensaba, al salir del cine, volviendo también yo a casa, en los infinitos e invisibles Massachusetts que habitan en las vidas de cada uno, y en que para blindarse contra un miedo hay que avanzar hacia él, vivir con él, enfrentarlo. Si no, es fácil terminar conformándose con las migas, terminar olvidándonos de que por muchas que acumulemos nunca formarán —me quedó bien claro en aquella terraza de la calle Orense— ni siquiera una ínfima parte del pastel.

Laura Ferrero es escritora y guionista. Su última novela es ‘Los astronautas’ (Alfaguara) y su más reciente película, ‘Un amor’, de Isabel Coixet.

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