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La sombra de Stravinski cobra vida propia

Sony reedita las grabaciones completas de Robert Craft en el centenario de su nacimiento, una colección pionera y poseedora de un extraordinario valor documental

Stravinski
Igor Stravinski y Robert Craft, en el estudio de la BBC en Londres, en 1958.Erich Auerbach (HULTON ARCHIVE / GETTY IMAGES)
Luis Gago

Después de cuatro años de correspondencia entre ambos, Robert Craft logró conocer personalmente a su ídolo, que le abrió de par en par las puertas de su intimidad, por lo que acabó convirtiéndose en lo más parecido a la sombra de Igor Stravinski: hablaba por él, escribía por él, dirigía por él, quizá pensaba incluso por él. Fue su amanuense, su secretario, su portavoz, su médium, su escudero, el celoso guardián de su privacidad y, con una convicción y un entusiasmo sinceros, también el intérprete presuntamente más autorizado de su música, el único con acceso ilimitado a las interioridades del maestro. Craft, que murió en 2015 en Florida, muy lejos de su Nueva York natal, sobrevivió más de 40 años a su padre putativo, su protector, su doppelgänger.

El 5 de julio de 1950, de nuevo tras un previo intercambio de cartas, Craft llamaba al timbre de la casa de Arnold Schönberg, vecino de Igor Stravinski durante 11 años en Los Ángeles, aunque contamos con tan poca constancia de una posible relación entre ellos como de la, al parecer, asimismo inexistente entre Beethoven y Schubert en la Viena de comienzos del siglo XIX. Al autor de Moses und Aron le quedaban entonces tan solo un año y una semana de vida. El maestro y el aprendiz oyeron juntos una grabación de Pierrot lunaire, su ciclo de canciones sobre “tres veces siete poemas de Albert Giraud” y Craft recordó luego “la intensidad del hombre y su poder de concentración mientras escuchaba la música” y cómo esto “cargó el ambiente hasta un extremo casi insoportable”. También confiesa que por entonces él lo “veneraba más que a nadie en el mundo”: sí, por encima incluso de Stravinski, con quien ya vivía y a quien consideraba parte de su “familia”. Este joven lleno de talento y ambición nacido en el Nuevo Mundo había logrado abrirse camino hasta los dos grandes tótems de la modernidad musical europea: uno, un superviviente de la vieja Rusia y un virtuoso de la reinvención, el transformismo y la ventriloquía; el otro, un judío exiliado de la vieja Viena, férreamente fiel a sus principios y convencido hasta el último día de su destino mesiánico.

En la época dorada del disco, cuando había medios, dinero y voluntad para que los mejores músicos pudieran legar al mundo documentos imperecederos que recogieran fielmente sus interpretaciones, el siempre astuto Craft constató que la música que más le interesaba, la que tenía como puntas de lanza justamente a Igor Stravinski y Arnold Schönberg, era la que nadie grababa. Resuelto como era, y con el estrecho vínculo que lo unía a Stravinski a modo de llave maestra que podía abrirle cualquier puerta, Craft empezó a comienzos de los años cincuenta a grabar en estudio (en muchos casos, como auténticas primicias), sistemáticamente, las composiciones de Schönberg y de su discípulo Anton Webern, el maestro de la concisión extrema y el inspirador directo de los cultivadores del serialismo integral, la corriente vanguardista entonces más en boga. Años después, Craft recalaría también en las obras más expansivas y menos crípticas de Alban Berg, el otro gran vástago del árbol schönberguiano, del que pueden escucharse aquí, entre otras, magníficas versiones de las Tres Piezas para Orquesta, el Concierto de cámara o los tres movimientos orquestados de la Suite lírica.

Como Stravinski mantenía una asidua relación con el sello Columbia, y Craft tuvo un papel esencial en las grabaciones cuya dirección se atribuye nominalmente al compositor ruso (realizando los ensayos previos o, incluso, empuñando él mismo la batuta en el estudio, invisible para los futuros oyentes), fue también ahí donde fue publicando sus constantes incursiones en un repertorio que, si no daba dinero, sí proporcionaba un innegable prestigio. En muchos casos, sobre todo en las piezas camerísticas o para conjuntos de pequeñas dimensiones, Craft se valía de músicos de estudio, pagados por horas, muy abundantes tanto en Nueva York como en Los Ángeles, donde siempre hacían falta buenos instrumentistas para grabar bandas sonoras. Y se puso al frente, por supuesto, de la Orquesta Sinfónica Columbia, creada exclusivamente para proyectos discográficos, y que dirigieron grandes nombres como Bruno Walter, Thomas Beecham y el propio Stravinski.

Fue así como Craft concluyó la primera integral comercial de las obras de Webern, anterior en década y media a la que completaría Pierre Boulez en Inglaterra para el mismo sello. En 1958 se atrevió incluso en Los Ángeles con la complejísima Le marteau sans maître del músico francés, estrenada tan solo tres años antes en Baden-Baden. Pero su empeño más radical y ambicioso fue quizá registrar la opera omnia de Schönberg, en el que contó, por ejemplo, con la complicidad de un joven Glenn Gould, siempre dispuesto a apoyar las causas imposibles, que grabó las piezas para piano solo, la diabólicamente difícil parte instrumental del ciclo de canciones El libro de los jardines colgantes o la casi intocable del Concierto para piano. En la colosal transcripción que realizó Schönberg del Cuarteto con piano núm. 1 de Brahms, Craft se concedió el lujo de dirigir nada menos que a la Sinfónica de Chicago.

No podía faltar, claro, Stravinski, si bien representado aquí mucho más modestamente que la Segunda Escuela de Viena, aunque con grandes versiones, “supervisadas por el compositor”, para reforzar su pátina de autenticidad, de Las bodas, la Sinfonía para instrumentos de viento o el Capriccio para piano y orquesta. Hay guiños, asimismo, a las debilidades del ruso, y casi lo más sorprendente de esta caja son los madrigales de Gesualdo (con la llamativa presencia en el grupo vocal de Marilyn Horne), emparejados, claro con Monumentum pro Gesualdo di Venosa del propio Stravinski, unas Vísperas de Monteverdi (recordemos que el mentor de Craft está enterrado en Venecia), con Michael Tilson Thomas al clave, o dos cantatas de Bach, con un coro manifiestamente mejorable dirigido por la más tarde legendaria Margaret Hillis. Debe recordarse que interpretar este repertorio no estaba entonces normalizado como sí lo está ahora, por lo que se trataba de incursiones verdaderamente excepcionales, cuando no estrafalarias, casi tanto como llevar al disco la Serenata op. 24 o La mano feliz de Schönberg.

No hay versión, del estilo que sea (pueden escucharse aquí, por ejemplo, la Gran Partita de Mozart, conciertos espirituales de Schütz, varias obras maestras de Edgard Varèse o Zeitmaße de Stockhausen), en la que no se perciba por parte de Craft el afán de interpretar, de imprimir un sello personal, y no solo metronómico, a la música que dirige. No es justa la comparación con registros posteriores realizados con orquestas modernas de postín o con grupos historicistas de la calidad de los actuales, sino que conviene ubicarlas en su tiempo (años cincuenta y sesenta del siglo pasado, mayoritariamente) y su lugar (Estados Unidos antes de la llegada de la globalización). Como demostró en sus numerosas críticas para The New York Review of Books o en su más que interesante autobiografía, Down a Path of Wonder (Naxos, 2006), Craft fue una persona extremadamente culta y dotada de un ingenio sobresaliente. Esta reedición, que reproduce todas las cubiertas y carátulas originales de los antiguos elepés, confirma sin ambages que, más allá de Stravinski y de esa asimétrica pareja que decidieron formar ambos, Bob Craft (como todos lo conocían) fue, también, un músico extraordinario.

‘The Complete Columbia Album Collection’. Robert Craft. Sony. 44 CD.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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