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ida y vuelta
Columna
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Rodríguez Rivero, en su sillón

Desde joven, el autor ya ostentaba esa presencia solvente que sigue manteniendo, esa disposición observadora hacia los escritores y sus libros, y también hacia el mundo del libro en sí, su parte de industria y de negocio

Rodríguez Rivero
Manuel Rodríguez Rivero, visto por Max.MAX
Antonio Muñoz Molina

Ahora que Manuel Rodríguez Rivero se ha despedido con tanta elegancia de estas páginas me doy cuenta de cómo voy a echarlo de menos, y de la impaciencia con que voy a esperar que siga escribiendo, aunque no solo eso, que siga transitando por el mundo o los mundos del libro como lo viene haciendo desde que lo conozco, dejando pistas como las migas de un cuento. Era el siglo pasado, los ya remotos ochenta. En esos años Víctor García de la Concha organizaba unas jornadas literarias en Verines, en Asturias, e invitaba a ellas con preferencia a escritores jóvenes, a periodistas y críticos, casi todos bastante desconocidos todavía, para el público y también entre nosotros mismos. Entre idas y venidas en autobús por prados asturianos, entre mesas redondas y trasnoches borrosos de palabras, de alcohol y tabaco (casi nadie se sobrepone a su época), se iba urdiendo una nueva mundanidad literaria, cuyo rasgo principal era el modo rotundo en que se marcaba la distancia hacia el pasado inmediato, el de los veteranos y los viejos, marcados, algunos de ellos injustamente, con la sombra del franquismo, de la autarquía cultural, de la ranciedad estética.

En aquella atmósfera de principiantes y de aficionados, Manuel Rodríguez Rivero ya ostentaba esa presencia solvente que sigue manteniendo, esa disposición observadora hacia los escritores y sus libros, y también hacia el mundo del libro en sí, su parte de industria y de negocio, sus entramados de editoriales, distribuidoras, libreros, críticos, lectores. Todo el que es joven piensa que es menos joven de lo que en realidad es, y que los mayores que él no son tan viejos como él imagina. Rodríguez Rivero, que tiene solo unos años más que yo, me parecía más adulto de lo que yo era, con más conocimientos y más experiencia, aunque también con una cordialidad inmediata y un sentido del humor que empezó a revelarse muy pronto. Venía de una cultura universitaria antifranquista muy empapada de marxismo y psicoanálisis, y muy propensa a las consignas y a los anatemas, lo mismo en la política que en la literatura. Era una cultura impermeable a cualquier apreciación estética no mediada por las imposiciones ideológicas, y produjo pocos talentos literarios o críticos, pero sí eficaces comisarios políticos, y un prestigio general de la frialdad de corazón y el desdén. Rodríguez Rivero se desembarazó de aquellos dogmas impulsado por su amor incondicional y ferviente a la literatura y por un espíritu instintivo de irreverencia que se alimentaba sobre todo del placer de vivir, de estar en el mundo, de viajar y leer, de hablar de libros o discos o películas o puros chismes con una amplitud de miras y una falta de prejuicios que aunque ahora no lo parezca son atributos fundamentales de la literatura.

No necesitamos prescriptores que nos den instrucciones, sino lectores que nos sugieran pistas hacia lo inesperado

El conocimiento y la experiencia empezó a adquirirlos Rodríguez Rivero desde que era muy joven, y por eso a algunos nos parecía ya algo mayor. Me lo imagino de niño como un gafotas lector de novelas de aventuras, y en la universidad como uno de aquellos memoriones que llevaban, llevábamos, libros y revistas bajo el brazo, y que en un cierto momento quedamos deslumbrados por un horizonte de posibilidades literarias que se dilató de golpe ante nosotros con el final de la dictadura, aunque él había sido uno de aquellos pioneros que estaban al tanto de lo que aparecía en Europa, en América Latina, en Estados Unidos, y tardaba mucho en llegar aquí. Esa actitud de búsqueda, de avizoramiento de lo nuevo, no ha dejado de mantenerla nunca, y le ha sido tan útil en su trabajo de crítico como en el de editor y consejero y asesor de editores. Cuando volví a verlo, después de aquel encuentro en Asturias, fue en un despacho desbordado de libros y papeles en Alfaguara, en el antiguo edificio que había sido de Aguilar en la calle Juan Bravo, en una época en la que las editoriales aún tenían las oficinas en calles transitables de las ciudades, y no en periferias de aridez corporativa. Rodríguez Rivero dirigía Alfaguara al alimón con Luis Suñén, que compartía con él la idea del oficio como una militancia por la literatura, heredada del ejemplo de Jaime Salinas, maestro de los dos. Rodríguez Rivero y Suñén impulsaron algo que ya estaba sucediendo, para sorpresa de todos, que fue el encuentro inusitado entre la nueva literatura española y el público lector, que se amplió de golpe con la plena efervescencia de la democracia. Esa multiplicación de los lectores despertó también intereses empresariales que ponían la cuenta de resultados por encima de las consideraciones literarias, y que sustituían el tono casero y algo menestral de los antiguos editores por los extraños lenguajes del marketing y el management y la crudeza del rendimiento inmediato.

Rodríguez Rivero dejó de ser editor, pero continuó ejerciendo de otro modo ese mismo oficio, asesorando, diseñando colecciones, sugiriendo títulos que descubría en su omnisciencia lectora, que incluía viajes por su cuenta a las ferias de Londres o de Frankfurt, por las que se paseaba como se pasea ahora por la Feria de Madrid, con algo de Sherlock Holmes y Doctor Watson de los enigmas del comercio del libro, como un Inspector General de la Literatura en viaje de incógnito. Tiene tantos libros que una vez se le derrumbó en casa toda una pared de estanterías y estuvo a punto de sepultarlo, lo cual habría sido una muerte meritoria en acto de servicio. Cuando está en Nueva York frecuenta las librerías casi con tanto fervor como ciertos establecimientos de comida rápida a los que tiene particular afición. Como le interesa todo, lo mismo un comic de Tarzán que una novela de Maigret o una edición crítica de Finnegan’s Wake, y como su erudición está siempre aligerada de humorismo, sus observaciones son igual de valiosas para lectores inquietos, para editores en busca de títulos, para escritores que buscan dilatar el ámbito de su sensibilidad literaria. La palabra “prescriptor” tiene una resonancia impositiva que me la vuelve antipática: pero hacen falta personas con conocimiento y gusto avezado que nos orienten en nuestras inclinaciones lectoras, y que no sean mercenarias ni cínicas ni quieran imponernos el gato por liebre de un catecismo ideológico disfrazado de literatura. Luego cada cual elige o encuentra aquello que más le gusta y que le colma. No necesitamos prescriptores que nos den instrucciones y nos dicten consignas, sino lectores como nosotros que nos sugieran pistas hacia lo inesperado y lo desconocido. Queremos seguir como en el sendero de un cuento el rastro de las lecturas de Rodríguez Rivero.

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