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Las antibucólicas: quién teme a una mujer sola en el campo

Entre la necesidad de huida y la de politizar la vida cotidiana, una nueva oleada de escritoras expone la crudeza del aislamiento femenino en los medios rurales

La escritora catalana Eva Baltasar, retratada esta semana a las fueras de Cardedeu (Barcelona).
La escritora catalana Eva Baltasar, retratada esta semana a las fueras de Cardedeu (Barcelona).Vicens Gimenez (© Vicens Gimenez)

“En el campo hay animalidad y salvajismo, pero Barcelona también puede ser inhumana y muy cruel. Las ciudades también nos aniquilan”. A Eva Baltasar (Barcelona, 1978) le pasó como a la protagonista sin nombre de Mamut, su última novela. A los veintipocos, sintiéndose asfixiada por las dinámicas de la capital catalana, huyó a las montañas del Berguedà idealizando la simplicidad voluntaria que ofrecía una masía aislada sin luz. La escritora vivió así varios años, hasta que “por amor” decidió dar medio paso de vuelta a la civilización e instalarse cerca de Cardedeu, a unos 40 kilómetros de Barcelona. Sigue sin ganas de reinsertarse en el hábitat urbano. “Yo nací con la parabólica apuntando hacia el campo y me marché mucho antes de esta nueva moda de volver a lo rural. En mis novelas hay mucho de mi experiencia, me lo pongo fácil. Por eso las protagonistas son mujeres y lesbianas, lo que digo es lo que quiero mostrar”, aclara.

Publicada en catalán por Club Editor y traducida al castellano por Nicole d’Amonville en Literatura Random House, con Mamut, Baltasar, que ya había publicado nueve poemarios antes de saltar a la ficción, cierra de la forma más misántropa, salvaje y radical posible su tríptico sobre el aislamiento y su particular rebelión contra los imperativos sociales de la maternidad. Lo inició con la urbanita asqueada y sexualmente hiperactiva que fantaseaba con el suicidio de Permafrost en 2018 —Permagel en el catalán original, revelación en Sant Jordi de ese año, un título que acumula 30.000 ejemplares vendidos con doce reimpresiones solo en catalán, otras cinco ediciones en castellano y traducción a seis idiomas—; prosiguió con la cocinera de barco mercante que se ve abocada a una gestación asistida en Boulder en 2020 —20.000 ejemplares en catalán y tres ediciones en castellano—, y en esta última, la más corta y esencialista de todas, pone el broche con una veinteañera que iba para socióloga pero que, sintiéndose “enjaulada” como los animales del zoo que ve cada tarde desde su balcón con vistas a la Ciutadella, huye con cuatro duros y un coche destartalado hacia una masía semiabandonada en la montaña. Un hogar donde las carcomas son las reinas de la casa, sin ducha y con un agujero de madera por WC. “Una pocilga”. Y lo goza. “Mamut [Baltasar llama a todas sus protagonistas por el nombre de sus novelas] es la única que da el paso y se enfrenta a la soledad y a lo desconocido. Todas habían fantaseado con dejarlo todo y aislarse del mundo, pero ella es la que responde a ese instinto animal que pide lo esencial: crear vida, pero también desprenderse de lo material y las etiquetas”, explica la catalana sobre su última antiheroína, que, casualmente, fue la segunda del tríptico que escribió y guardó en un cajón, para recuperar y reescribir al publicar Boulder.

“La soledad obliga a ser listo, impone un inmenso amor hacia uno mismo”, escribe Eva Baltasar

Asalvajada, bañándose (“regándome”) en barreños y abasteciéndose de mínimos (vino, harina para hacer pan y leña para calentarse), relacionándose únicamente con un pastor de la zona, Mamut vivirá en las antípodas de la complacencia femenina y se despojará de tantas cosas que hasta renunciará a reconocerse en la que había sido su identidad sexual. “Aunque podría haberse definido perfectamente como lesbiana, llega un momento que se dice a sí misma: ‘Mira, a mí con cualquier ejemplar de mi propia especie me vale”, explica su autora sobre la transformación animal de una protagonista que quiere ser madre pero sin vínculos y que cada día que pasa se vuelve más escéptica hacia el ideal de civilización que conocemos. “La soledad obliga a ser listo y a elegir la vida, impone un amor inmenso, el amor más importante: hacia uno mismo”, pensará su Mamut en un momento de la novela, mientras aumenta su creciente desconfianza “de los Estados y la legislación”. Una mujer que solo quiere una cosa: “Que la vida me atropelle, sentir su mano en la nuca, que me obligue a tragar tierra al respirar”.

Aunque reconoce que “las dinámicas de deseo entre los personajes hubiesen sido totalmente distintas” si lo hubiese protagonizado un hombre, la escritora rechaza encerrar su relato en la perspectiva de género: “Juegan muchos factores, desde su edad a su nivel adquisitivo. Una mujer sola en el campo no vivirá lo mismo si se ha ido con una mano delante y otra detrás que otra que cuente con todas las comodidades”, advierte. “A mí me interesaba más la idea de éxodo, podía ser en el campo como en el desierto del Sáhara”.

Carlota Gurt, en La Pera (Barcelona), autora de 'Sola'.
Carlota Gurt, en La Pera (Barcelona), autora de 'Sola'.Vicens Gimenez (© Vicens Gimenez)

Solas y sometidas: la sombra de un seudónimo masculino

“Quizá dentro de 20 años, cuando hagamos una lectura simbólica de todas estas novelas sobre mujeres solas en el campo, nos demos cuenta de que en realidad estábamos escribiendo sobre la posición de la mujer en su tiempo”, apunta la escritora Carlota Gurt (Barcelona, 1976) sobre por qué se venden tan bien las novelas sobre mujeres aisladas que, además, desmitifican lo bucólico de todo aquello que no se parece a una urbe. Porque no solo está Mamut. Ahí tenemos el éxito de Un amor, de Sara Mesa (Anagrama), uno de los fenómenos de lectores y crítica en 2021 sobre una traductora precaria que huía a una pedanía y se asfixiaba de ansiedad en medio de la nada. O la propia novela con la que ha debutado Gurt, Sola (editada en catalán por Proa y traducida al castellano por Palmira Freixas en Libros del Asteroide), una revisión moderna de Solitud (soledad), la obra insignia de Víctor Català, seudónimo con el que firmaba Caterina Albert. Una autora que indignó a todos a finales del siglo XIX cuando se hizo público que había sido ella y no un hombre quien escribió un premiado cuento sobre una mujer que mata a su bebé (La infanticida). A los pocos años arrasó con su novela magna, una historia lúgubre sobre una mujer que se instala en una ermita siguiendo a su marido, lucha contra su propio deseo y se ve condenada a la infelicidad en esa cotidianidad.

“Hablar sobre mujeres en el campo es hacerlo sobre la posición de la mujer en su tiempo”, dice Carlota Gurt

En Sola, Gurt moderniza ese relato de Català con un viaje de soledad agonizante donde una editora recién despedida de su trabajo y cansada de su matrimonio se muda a la masía en la que pasó su niñez para escribir el gran libro que le cambiará la vida. Una experiencia que la llevará al delirio sobre los prejuicios de los demás. “No es autoficción”, aclara la autora y traductora, que también huyó de Barcelona hace 17 años con el que por entonces era su marido para instalarse en una masía en La Pera, un municipio de 500 habitantes en el Empordà.

La influencia de Català-Albert es innegable en la nueva hornada de autoras catalanas. Es uno de los referentes que cita Eva Baltasar al hablar de su trilogía y, casualmente, el mismo nombre que vino a la mente a la debutante Núria Bendicho (Barcelona, 1995) cuando le preguntaron quién le había marcado para construir el crudo relato rural de violencia familiar y dominación masculina que es su Terres mortes (tierras muertas), finalista del Premio Anagrama de novela en catalán 2021, que va por la cuarta edición y prepara su traducción al inglés y al castellano este mes con Sajalín Editores. “Me citaron a Cela y otros autores del tremendismo español como posibles influencias por la brutalidad del texto, pero no era así. Si existe un referente para mí es Solitud. Leer sobre aquella sumisión de la mujer en el campo me cambió totalmente la percepción y hasta el vocabulario. Se me cayó todo al suelo”, recuerda esta autora, que también vive entre el Empordà y Barcelona cuando no está viajando con su furgoneta.

Núria Bendicho, en Terradas (Barcelona).
Núria Bendicho, en Terradas (Barcelona).Vicens Gimenez (© Vicens Gimenez)

Bendicho ha ambientado su aplaudido y sórdido debut literario en los inicios del siglo XX en una familia de trabajadores del campo. Una estirpe maldita en la que misteriosamente han asesinado a uno de los hijos en la casa. Con cada capítulo narrado por un familiar o miembro de la comunidad —como la prostituta del pueblo—, la suya es una prosa en la que la nostalgia de un pasado mejor no existe porque las mujeres viven sometidas a la voluntad masculina y a la crudeza del campo en una naturaleza hostil. “Quería retratar ese patriarcado de consentimiento, cómo aceptamos y hacemos soportable la esclavitud femenina”, aclara la autora, que ve imposible escribir sin hacer de lo personal un acto político. “Yo no rechazo la literatura bucólica. Me parece estupendo que la gente llegue a la belleza que también existe en el campo, pero no me interesa para nada aquella que esconda las opresiones y despolitice el pasado para criticar las contradicciones del presente. Ahí nunca me tendrán”, advierte.

Cuestionar los matriarcados

En esa relación de sumisión, en la trampa de los cuidados femeninos, en el sexilio a las ciudades de las mujeres que no se adecuan a los estándares heteronormativos y en cuestionar los pilares del sacrosanto matriarcado rural que tanto se idealiza políticamente desde el discurso reaccionario, ha hurgado, y de qué manera, la bertsolari y escritora Miren Amuriza (Berriz, 1990) en Basa. La novela, que se hizo con el Premio Igartza Saria para jóvenes que escriben en euskera, traducida al castellano por Miren Agur Meabe en Consonni, se centra en la vida de Sabina Gojenola, una viuda que gobierna obcecadamente un caserío y cuida de su cuñado inválido hasta que su rendimiento físico empeora y sus hijos cuestionan sus capacidades.

“Se idealiza el matriarcado vasco, pero pocas mujeres tienen el control real”, avisa Miren Amuriza

“Mi intención no era la de ofrecer el retrato de la mujer rural vasca, sino que fuera identificable para cualquier otro entorno”, cuenta la autora. “Pertenezco al mundo rural de Bizkaia y soy hija única, durante mi niñez estuve rodeada de mujeres mayores (tías, vecinas, abuelas) y se me quedaron grabadas muchas de esas vivencias. Con los años, y con perspectiva feminista, quise construir un relato sobre el temperamento de todas esas mujeres con las que me encontré”, añade.

La escritora Miren Amuriza, en Berriz (Bizkaia).
La escritora Miren Amuriza, en Berriz (Bizkaia).Javier Hernández

En Basa, Sabina lucha por imponer su autonomía. Es una mujer indómita que solo quiere a sus ovejas, a su huerto y a su perro, que rechaza las comodidades y que verá cómo todo su sistema de vida se pone en jaque cuando su salud se deteriora y se cuestiona su figura de cuidadora y gobernanta. Poco a poco, desde sus hijos a los hombres del pueblo, todo el mundo se empeñará en acorralarla y colocarla en su sitio. “En Euskal Herria hemos idealizado muchísimo la idea del matriarcado vasco. Siempre escuchas el mítico comentario de ‘¡pero cómo va a haber machismo si en casa la que manejaba los dineros era mi madre!’. Creemos que veníamos de una sociedad matriarcal, pero no es así para nada. Pocas mujeres realmente controlan los caseríos y, si lo hacen, serán cuestionadas por la comunidad”, destaca Amuriza, que lamenta los retratos complacientes de lo rural. “El mensaje de nuestros abuelos hacia nuestros padres y de ellos a nuestra generación fue claro: ‘Sal de aquí, búscate algo mejor”.

La siguiente revolución

“Ni la literatura rural son cabritas, ovejas y campesinos ni son libros sobre el poder de la naturaleza. Es la cultura del sitio”, apunta Maria Bohigas, editora y directora de Club Editor. Junto a la filóloga Roser Vernet, Bohigas es la comisaria de la próxima edición del Festival Mot, en Girona, un certamen sobre literatura que en su próxima edición (del 17 al 26 de marzo) pondrá el foco en “la segunda vida del ruralismo literario” y donde, entre otros autores, se explorarán también todos estos éxitos que firman mujeres. Un género que abre nuevas vías y puntos de vista, como el de Yolanda Regidor en La última cabaña (Lumen), que se publicará a mediados de mes. Allí es un hombre, y no una mujer, quien se aísla del mundo en una casa en el monte para dejarse ir, con el corazón destrozado, hasta dónde le tenga que llevar la vida.

Pese a la pluralidad, sigue habiendo vacíos, apunta la escritora y veterinaria María Sánchez, fenómeno editorial con su reivindicación feminista de las mujeres del campo en su ensayo memorístico Tierra de mujeres (Seix Barral, 2019). “Es muy importante ver desde dónde se escriben estos relatos. A mí me parece genial la diversidad de historias, pero si se analizaba hasta ahora, la fama se la llevan los libros de señores de ciudad sin relación con el campo y de clases sociales altas”, lamenta, reivindicando a autoras como Mercè Ibarz, Olga Novo o Teresa Moure.

Para Sánchez, el género debe abrazar las historias que no solo impongan la mirada externa de quien se instala allí: “¿Qué pasa con todos los chavales que se quieren ir? ¿Y con el acceso a la tierra? Espero con ganas esos libros de migrantes que viven y trabajan en nuestros medios rurales”, vaticina, abriendo una nueva vía en la narrativa antibucólica. Una que no solo dé voz a quienes la viven, sino a los que se ven encerrados en los márgenes por trabajar la tierra.

Mapa de heroínas antibucólicas

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