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CRÍTICA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Auge y caída de la música disco: por la pista de baile hacia la libertad

En los duros años setenta había ganas de bailar. El documental ‘Música disco: historia de una revolución’, narra cómo el género surge en los márgenes, con las mujeres negras y los gais en primera fila, y cómo acaba devorado por su propio éxito

Donna Summer
Donna Summer, en un concierto en Atlanta, Georgia, en marzo de 1978.Michael Ochs Archives (Getty Images)
Ricardo de Querol

Los setenta eran años duros: cuando por fin terminaba la guerra del Vietnam, empezaba la crisis del petróleo. Después de la agitación de 1968, se había impuesto una reacción conservadora: en EE UU mandaba Nixon hasta el escándalo del Watergate. La segregación racial había terminado en el país solo sobre el papel: afroamericanos y latinos seguían sintiéndose ciudadanos de segunda. La revuelta de Stonewall, en Nueva York, había sacado a la luz a la comunidad LGTBI, cuando aún no se la llamaba así, pero ningún local de ambiente quería ser el siguiente en ser señalado y todos buscaban la discreción. Al público gay se le pedía que no bailara: eso llamaría la atención sobre ellos.

En ese contexto, empezó a aparecer en los márgenes de las grandes ciudades norteamericanas un movimiento de pistas de baile que daría lugar a la música disco. Y, pese a que su imagen está asociada a la frivolidad y al hedonismo, puede verse como un fenómeno cultural de fuerte calado político. Así lo sostiene la serie documental de la BBC Música disco: historia de una revolución, en tres capítulos, que ha estrenado Movistar+. El relato resulta convincente, e incluye buen material de archivo, el contexto social y las voces de los protagonistas de ese tiempo.

Eran años duros, sí, y había muchas ganas de bailar, sobre todo en los colectivos más discriminados. Uno de los espacios conquistados para la libertad fue la pista de baile, no porque la gente se manifestara ahí como es, no, sino porque se mostraban como querían ser vistos. Con lentejuelas, con peinados afro, con plataformas, disfrazados, semidesnudos o travestidos. Y eso fue liberador. La disco nació de otras músicas negras (el soul, el rhythm and blues, el funk) y se propagó rápidamente en locales frecuentados por homosexuales. Las discotecas eran un oasis de diversidad racial y sexual. Hasta el punto de que las mujeres trans y las drag queens no solo eran admitidas en ciertas fiestas, sino que llegaban a ser muy demandadas.

La corriente fue además un ingrediente de la revolución feminista, encabezado en particular por las mujeres negras, que se veían como el último escalón de la sociedad: algunas llegaron a ser estrellas tan grandes como Gloria Gaynor y Donna Summer, o casi tanto Patti Labelle, Candi Staton, Thelma Houston o Anita Ward. Ellas lanzaron himnos como I Will Survive, Don’t Leave Me This Way, Never Can Say Goodbye o Love to Love You Baby, que contenían mensajes muy explícitos de orgullo y reivindicación de la diferencia, hoy diríamos empoderamiento. Y que siguen siendo muy pinchados.

Las primeras discotecas de este estilo aparecen en sótanos de bares y en espacios abandonados (naves industriales o un viejo cuartel de bomberos) de Nueva York. The Loft y The Gallery eran algunos de esos lugares donde emergieron los dj y las luces rebotaban en las bolas de espejos; las fiestas masivas tomaron la cercana Fire Island y más tarde surgieron Studio 54, con sus kilométricas colas para acceder, y Paradise Garage. El fenómeno trascendió rápidamente la Gran Manzana y llegó a Filadelfia (con su propia versión: el Philadelphia Sound), Miami, Detroit o, muy en especial, Chicago. Los dj dejan de ser pinchadiscos y se convierten en creadores con sus mezclas. Algunos nombres míticos: Larry Levan, David Mancuso, Nicky Siano o Frankie Knuckles. El baile ya es mucho más, es toda una experiencia.

El documental explica bien el auge y caída de esta cultura que pasó de lo underground a lo mainstream. En la segunda mitad de los setenta, las radios se rindieron al fenómeno, como las listas de éxitos y premios como los Grammy, y en gimnasios y academias se daban clases de baile a un público ansioso de quedar bien en las pistas. La película Saturday Night Fever, de 1977, es el punto de inflexión para llegar a todos los públicos, con John Travolta (blanco, heterosexual) como bandera y la música de los Bee Gees. Otra referencia son los Village People: reclutados por un productor (“Se buscan tipos machos y con bigote”), con una estética que parodiaba los estereotipos sobre los gais (aunque su cantante, Victor Willis, no lo era). El documental se centra demasiado en la escena de EE UU y apenas menciona a artistas europeos como Abba o Boney M. que tuvieron un impacto similar al otro lado del Atlántico.

Tanto triunfó la música disco que, se cuenta, fue muriendo de éxito. Las discográficas competían ferozmente por el siguiente bombazo, con artistas de usar y tirar; se multiplicó la producción de canciones carentes de originalidad que se emitían incluso en programas infantiles; figuras del rock como los Stones, Queen o Rod Stewart hicieron incursiones en el género. Pero se produjo entonces una furibunda reacción dentro del grupo social dominante en EE UU, los hombres blancos heterosexuales, con el lema “Disco Sucks” (la música disco apesta). Animaron esa revuelta locutores de radio como Steve Dahl, que pinchaban rock y se vieron desplazados, y alcanzó tal magnitud que, en el intermedio de un partido de béisbol de los White Sox de Chicago en 1979, se celebró en el abarrotado estadio un auténtico aquelarre en el que se destruyeron miles de vinilos del género. Fue la Disco Demolition Night, y el odio a esta música (impregnado de racismo y homofobia) se escenificó en los alrededores del recinto hasta bien entrada la madrugada.

Eso no tenía por qué ser el fin. La puntilla la dio la terrible irrupción del sida a comienzos de los ochenta, cuando era llamado el “cáncer gay”. No solo causó muchas muertes (incluida la de muchos de los dj), sino la estigmatización de los homosexuales, con los que ya no querían bailar los demás. Las radios y discográficas apostaron entonces por otros géneros, cuando despuntaba la New Wave. La música de baile, que luego adoptaría la etiqueta dance, no murió, pero volvió a los márgenes, donde se creó el house, por Knuckles en el club Warehouse de Chicago, y se incubaba la cultura rave. Toda la música electrónica que ha venido después y buena parte del pop, todo lo que aún bailamos, está en deuda con esas divas, esos dj y esas pistas abarrotadas de gente tan diversa que cambiaron las noches (y los días) de los duros años setenta.

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Sobre la firma

Ricardo de Querol
Es subdirector de EL PAÍS. Ha sido director de 'Cinco Días' y de 'Tribuna de Salamanca'. Licenciado en Ciencias de la Información, ejerce el periodismo desde 1988. Trabajó en 'Ya' y 'Diario 16'. En EL PAÍS ha sido redactor jefe de Sociedad, 'Babelia' y la mesa digital, además de columnista. Autor de ‘La gran fragmentación’ (Arpa).
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