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Entre crestas y rastas: cuando el punk y el ‘reggae’ se cruzaron en Londres

Tres documentales del alemán Wolfgang Büld captaron la agitación social y contracultural de los últimos setenta. Y abordan el debate del mestizaje y el racismo

Los miembros del grupo británico de 'ska' The Selecter, en 1980.
Ricardo de Querol

Hay quien sabe estar en el lugar y el momento adecuados. El director alemán Wolfgang Büld se instaló en el Reino Unido de los últimos setenta, años de crisis económica, agitación social y vísperas del thatcherismo, para observar su bulliciosa escena musical. Filmó del tirón los documentales Punk in London (1977), Reggae in Babylon (1978) y British Rock (1979), los tres disponibles en Netflix. La realización es bastante austera; la calidad de la grabación de las actuaciones, más que mejorable. Pero este testimonio de la contracultura de ese tiempo se ha revalorizado en las cuatro décadas largas transcurridas. Tiene la magia de lo improvisado, de lo espontáneo. No cuenta lo que ha pasado, sino lo que está pasando delante de la cámara.

Están casi todos los protagonistas respondiendo a las preguntas de Büld, sin mucha edición, y se captura bien el espíritu de ese momento en que coincidieron, en Londres y en otras ciudades inglesas como Birmingham, la rabia juvenil del punk, la sensualidad combativa del reggae que traía la comunidad jamaicana, el mestizaje que surgió en torno al ska, la segunda vida de la cultura mod y el inicio de la new wave, que sería dominante la década siguiente. Movimientos que se cruzaban y solapaban; que atrapaban a unas generaciones azotadas por el paro y la recesión y que ya no se sentían identificadas con los mitos del rock que habían ocupado el paisaje sonoro desde los años sesenta.

Punk in London se acerca a esta corriente cuando acababa de surgir en torno a algunas salas de conciertos de la capital británica (The Roxy, la mítica Marquee, 100 Club, Vortex), tiendas de moda o de discos y una serie de fanzines (Sniffin’ Glue, Destroy and Run). Hay un discurso claro de ruptura generacional en estos chicos y chicas con el pelo de punta, ropa de cuero, collares de perro y pose insolente. Explican su desprecio por los valores de los hippies: ellos no quieren cantar a la paz y el amor, mucho menos a temas de ciencia ficción como hacía el glam, sino que narran lo que pasa en unas calles alborotadas. Tampoco quieren ser músicos virtuosos: desprecian la grandilocuencia del rock de masas y reivindican su simplicidad. Hacen canciones de dos o tres minutos. Enérgicas y contundentes.

Desfilan bandas como Chelsea, The Dammed, Generation X, The Adverts, The Killjoys... No tienen nada de estrellas: a Arturo Bassick, de The Lurkers, lo entrevistan en el salón de su modesta casa, con sus padres al lado, que celebran que tenga algo que hacer: el chico “siempre ha ido sin rumbo”. Curiosamente, esa fue una de las bandas más duraderas. No era la norma: llama la atención X-Ray Spex por la poderosa voz de la cantante Poly Styrene, pero, como tantas otras bandas, tuvieron una corta vida, apenas un álbum de estudio. Claro que lo mismo pasó con los icónicos Sex Pistols, los únicos que no se ponen ante la cámara, aunque se les cita varias veces antes de que lanzaran su único (y muy influyente) LP, Never Mind The Bollocks. Otros grupos tuvieron una carrera más prolongada y productiva: The Jam o The Clash. Porque supieron evolucionar.

Sorprende que cuando apenas empezaba el punk había quien lo daba por acabado. ¡En 1977! Steve Connelley, Roadent, entonces el pipa de The Clash y que también trabajó con los Sex Pistols, dice que una gran parte de las bandas punk le parecen “una basura”. Y se explica: “Son todos iguales. Cuando empezamos queríamos tener muchos grupos diferentes, no un montón de grupos copiándose unos a otros”. Jean-Jacques Burnel, de los Stranglers, es más rotundo en su juicio: “Creo que el punk ahora es un chiste. No se parece nada a lo que era cuando empezó. Se ha convertido en un carnaval comercial. Es un producto más que vender”. The Stranglers se bajaron del carro pronto y se acercaron a la new wave.

El director se acerca incluso a husmear en el ambiente de los teddy boys, la tribu urbana enemiga de los punks, con los que eran frecuentes las peleas. La rivalidad recuerda la que hubo en la década anterior entre rockers y mods. Y, de vuelta al objeto del documental, Büld pregunta a los punks por el reggae, conocedor de su creciente influencia; se percibe cierta hermandad entre músicas muy distintas, pero que coinciden en un mensaje de rebeldía.

La de Reggae in Babylon es una historia menos conocida. El filme nos mete en la movida jamaicana de aquel Londres, con sus sound systems, equipos de sonido portátiles que animaban las fiestas en cualquier piso o en espacios públicos. En esas sesiones, a menudo, se cantaba o rapeaba sobre el sonido pregrabado de batería y bajo (drum and bass), lo que se convirtió en otro subgénero, el dub. Los que hayan visto la película Lovers Rock, de 2020, reconocerán esa atmósfera de las juergas jamaicanas, retratada magistralmente por Steve McQueen; aquí todo es pura verdad, aunque no se filme con ese virtuosismo.

Solo un puñado de las bandas del reggae inglés tuvieron el protagonismo que merecían: tres que sí lo lograron fueron Steel Pulse, Matumbi y Aswad, estos últimos con cierta sensibilidad soul. Otras, como el trío de chicas que se llamaba 15-16-17 por sus cortas edades, no pasaron de editar algunos singles. Los testimonios recogidos aquí coinciden en lamentar el vacío que las radios comerciales y la BBC hacían a las creaciones de la comunidad negra de Inglaterra, en mayor medida cuanto más reivindicativas eran sus letras. Pero ocurrió que aquello que parecía marginal resultó muy influyente en los músicos locales.

British Rock es el cierre del círculo, el documental que enlaza las dos tendencias que investigaba sobre el terreno Büld: el punk y el reggae. Ese puente lo ejemplifica como nadie The Clash: la banda de ‎Joe Strummer nunca se atuvo a los corsés estilísticos. Strummer llega a decir: “No creo que lo que hacemos sea punk rock”. Su perspectiva más amplia les llevó a experimentar con los sonidos de la diáspora jamaicana (reggae, ska y dub) en su álbum más recordado, London Calling, de 1979, y más claramente en Sandinista!, de 1980.

El reggae cuajó en aquella Inglaterra cuando estaba en auge en todo el mundo, impulsado por la figura de Bob Marley. Fue más sorprendente que también arraigara su precursor, el ska, que en Jamaica ya estaba pasado de moda y resultó revitalizado en el Reino Unido. El ska, más rápido, festivo y bailable que el reggae, se convirtió en un símbolo del antirracismo y el antifascismo, con el lema Two Tones (dos tonos, nombre también de un sello de discos) y los colores blanco y negro, o el tablero del ajedrez, como bandera. Este nuevo ska caló en tribus urbanas diversas, entre ellas los skinheads (su sector izquierdista, los SHARP). Y dio lugar a una oleada de nuevas bandas, unas racialmente mixtas, como The Specials, The Selecter o Bad Manners; otras completamente blancas, como Madness.

Ese sonido de raíz afrocaribeña también influyó en The Police, a la que se señala como primera banda de la new wave que logra cierta proyección internacional. Al mismo tiempo habían reaparecido los mods (a partir del impacto de la película Quadrophenia de los Who), y se sumaron a la fiebre del ska; también se identificaron con la etapa pospunk de The Jam. El relato de British Rock se completa con otros nombres de esa época no tan alternativos. The Pretenders, la banda de Chrissie Hynde (estadounidense asentada en Londres), aparece con su formación original, antes de que dos de sus miembros murieran en los primeros ochenta. Bob Geldof, entonces líder de The Boomtown Rats, cuenta cómo fascinaba a los irlandeses lo que estaba pasando en la isla vecina. Aparecen incluso unos resistentes Kinks, los únicos de la década anterior en los que se detiene el director alemán. Aquel lapso tan breve que abarcan las tres películas, 1976-79, alumbró mucho de lo que vino después.

Es conocida la capacidad de los músicos británicos para hacer suyo y reinventar lo que les viene de los países que formaron parte de su imperio. Alguno lo llamará hoy apropiación cultural, y en los años setenta eso ya se debatía. En British Rock, dice Andy Summers, el guitarrista de The Police: “La ironía es que aquí les gusta el reggae cuando lo toca un músico blanco. Lo mismo que pasó con el blues en los sesenta. Y no han visto a los originales”. Lo corrobora Suggs, el cantante de Madness: “Hacemos reggae blanco y acelerado”. El mestizaje cultural fue fecundo. La pena es que quienes habían llevado esas músicas al Reino Unido no participaron del estrellato del mismo modo que los nativos a los que inspiraron.

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Sobre la firma

Ricardo de Querol
Es subdirector de EL PAÍS. Ha sido director de 'Cinco Días' y de 'Tribuna de Salamanca'. Licenciado en Ciencias de la Información, ejerce el periodismo desde 1988. Trabajó en 'Ya' y 'Diario 16'. En EL PAÍS ha sido redactor jefe de Sociedad, 'Babelia' y la mesa digital, además de columnista. Autor de ‘La gran fragmentación’ (Arpa).

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