Crímenes reales: la tentación que todo lo desvirtúa
La miniserie ‘Quién maneja los hilos’ ejemplifica la creciente tendencia de los ‘docuthrillers’ a recurrir a dramatizaciones para paliar la ausencia de imágenes con que narrar historias rescatadas de la crónica negra
Sentado ante la cámara, John Atkinson relata cómo conoció al hombre que le arruinó la vida. Fue en los noventa, en un pub al que acudió tras el suicidio de un amigo. Cuando describe la conversación en la que el camarero le contó que era un agente secreto del MI5, vemos a dos hombres hablando en un pub, y las palabras que Atkinson atribuye a su interlocutor se sincronizan con el movimiento de los labios del actor que, con el rostro en penumbra, interpreta al camarero. La escena corresponde a Quién maneja los hilos (Sam Benstead y Gareth Johnson), la serie de Netflix que narra la espeluznante historia de Robert Freegard, un impostor que se hacía pasar por espía para alienar, someter y destruir la vida de aquellos que le creían, y de paso vaciar sus cuentas, haciéndoles pensar que formaban parte de operaciones encubiertas y que si no seguían sus instrucciones sus vidas correrían peligro.
En otro momento del documental, Peter Smith, el padre de otra de las víctimas de Freegard, narra sus pesquisas para localizar a su hija, a quien el impostor mantuvo una década aislada, y su relato se puntea con imágenes que recrean disciplinadamente su relato y en las que le encarna un actor de aspecto muy similar al que Smith luce frente a la cámara, pese a que el episodio referido había transcurrido 25 años atrás.
A un personaje como Freegard, condenado en 2005 a cadena perpetua, pero que salió de prisión en 2009 tras apelar y ser absuelto de los cargos más graves, y que sigue suelto y haciendo de las suyas, era cuestión de tiempo que una plataforma le dedicara un docuthriller, infestado, como tantos, de redundantes recreaciones visuales de las situaciones narradas por las víctimas y sus familiares. El abuso de reconstrucciones dramatizadas es una tendencia creciente en los documentales basados en crímenes reales, aunque el subgénero floreció, precisamente, con historias cuya fuerza expresiva descansaba en la abundancia de imágenes de archivo y de suculentas grabaciones a menudo inéditas.
Valga el ejemplo de Capturing the Friedmans (2003), la cinta de Andrew Jarecki que fue candidata al Oscar como mejor documental y propulsó la moda de los docuthrillers. La génesis de esta cinta es reveladora: Jarecki preparaba un filme sobre payasos en fiestas infantiles y uno de ellos le contó que su padre y su hermano fueron condenados por pederastia y le abrió de par en par su archivo de películas caseras, incluidas aquellas que documentaban cómo la familia había vivido ese proceso.
Las plataformas dispararon aún más la moda del llamado true crime, y hoy abundan los grandes hits que se apoyan en la riqueza del material audiovisual que manejan. O. J.: Made in America (2016), proceloso escrutinio a la trayectoria de O. J. Simpson —cuyos cinco capítulos de hora y media llegaron a proyectarse en sesión continua en algunos cines, lo que le permitió ganar un Oscar—, aprovecha que la superestrella de la liga nacional de fútbol americano (NFL) caída en desgracia tras el asesinato de su mujer ha vivido siempre bajo los focos para trazar a base de imágenes de archivo un épico fresco crítico que recorre medio siglo de historia estadounidense. En Wild Wild Country (2018), la primera temporada de Tiger King (2020) o El juramento (2020) las realidades desconcertantes superan por goleada a la ficción, y están contados a base de grabaciones efectuadas por sus protagonistas. De ese modo el espectador asiste a las interioridades de, respectivamente, la comuna controlada por el gurú Osho cuando se instaló en Oregón; el zoo privado del extravagante Joe Exotic; o la secta sexual NXIUM.
Pero la creciente demanda de producciones de este tipo ha desatado una fiebre por rescatar de la hemeroteca historias de la crónica negra en formato documental aunque no haya imágenes con que narrarlas. De ahí la burbuja de planos intercambiables de protagonistas sentados ante la cámara y de dramatizaciones, una técnica en realidad tan vieja como el propio género documental, porque ya el pionero Robert Flaherty hizo que los esquimales de Nanuk, el esquimal (1922) se interpretaran a sí mismos realizando tareas cotidianas, y que desde aquel uso fundacional siempre ha llevado incrustada la controversia.
En el terreno del true crime, en 1988 Errol Morris ya recurrió a las reconstrucciones en The Thin Blue Line, con la que demostró la inocencia de un condenado a muerte. Las usó como un método para cotejar pruebas o testimonios contradictorios. Morris ha defendido siempre esa función dialéctica de las dramatizaciones. En 2008 escribió en su blog en The New York Times que son una herramienta que permite capturar “los detalles importantes” de una investigación: “No son las recreaciones per se las que son incorrectas o inapropiadas. Es el uso que se haga de ellas. Utilizo recreaciones para excavar debajo de la superficie de la realidad en un intento de descubrir alguna verdad oculta”. En Wormwood, que dirigió en 2017 para Netflix, Morris cuenta la historia de un científico fallecido en extrañas circunstancias en 1953 tras haber sido utilizado como conejillo de indias en un experimento con LSD por la CIA, y alterna imágenes de archivo y entrevistas con fragmentos dramatizados, como si de una película de ficción se tratara, que recrean una versión oficial plagada de inconsistencias.
Otros reputados documentalistas han recurrido a las recreaciones. Joe Berlinger, responsable de la trilogía Paraíso perdido (1996, 2000 y 2011), una de las cumbres del true crime, admitía en diciembre en Variety que hace 15 o 20 años no las aceptaba “de ninguna manera”, pero que ha cambiado de opinión. Como evidencia, el recurrente uso que hace de ellas en Desaparición en el hotel Cecil y El asesino de Times Square, las dos temporadas de su serie para Netflix Escena del crimen, ambas estrenadas en 2021. Berlinger argumenta que las dramatizaciones son más respetuosas con las víctimas que el uso de fotografías de la escena de un crimen, y también que son una forma artística más elaborada que trabajar con fotos. “No creo que las recreaciones sean adecuadas para todo, pero en este género y para este tipo de narración, creo que funcionan”, sostiene.
Más de una década después de Capturing the Friedmans, también Jarecki sucumbió al mecanismo en The Jinx (2015), la serie documental de HBO que acababa con la admisión, grabada por un micro que el millonario Robert Durst no recordaba que aún llevaba puesto, de que había asesinado a tres personas. En España el recurso se ha extendido igualmente, como se ve en El Palmar de Troya (Israel del Santo, 2020) o Palomares (Álvaro Ron, 2021), ambas producidas por Movistar Plus+.
Más allá de la pulcritud cinematográfica con la que se filmen esas escenas, a menudo al verlas es difícil sustraerse a la sensación de que, lejos de las funciones a las que las circunscribe Morris, y como sucede en el documental sobre el falso espía Freegard, no aportan mucho más que la ilustración ortopédica de historias que carecían de imágenes. Historias demasiado golosas que, a falta de documentos visuales con que armarlas, podrían servir de base a podcasts o series dramáticas, pero que, en cambio, pasan a engrosar el ya ingente catálogo del subgénero de moda en las plataformas, aunque sea a costa de parecerse cada vez menos a documentales y más a producciones de ficción.
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