‘Desaparición en el Hotel Cecil’: La chica del ascensor, Internet y la navaja de Ockham
La serie documental ‘Desaparición en el Hotel Cecil’ decepciona a la audiencia ávida de conspiraciones, pero sirve como ejemplo de las nefastas consecuencias de esa política de horror vacui
La serie documental Escena del crimen: Desaparición en el hotel Cecil (Netflix) acumula decepciones en las mismas redes sociales en las que antes suscitó una salivante expectación. Trata del extraño caso del vídeo de la chica del ascensor, cuatro inquietantes minutos que en 2013 se convirtieron en virales, en los que se veía a una joven canadiense, Elisa Lam, de 21 años, comportarse de un modo errático en el ascensor de un hotel, el susodicho Cecil. Nadie volvió a verla con vida. Su cadáver fue hallado flotando en un depósito de agua del edificio 18 días después
La decepción es comprensible, porque el documental es un artefacto extraño concebido como un gigantesco anticlímax, o como un baño de realidad como agua helada en el que se sumerge a modo de tratamiento de choque a una audiencia ávida de conspiraciones, misterios irresolubles y emociones cuanto más fuertes mejor. Recuerda Antonio Lozano en Lo leo muy negro (Destino), su sabrosa exploración de la genealogía del género negro, que la diferencia entre los crímenes reales y los novelados es que para desentrañar los primeros conviene recurrir a la navaja de Ockham, esa que dicta que la explicación más sencilla suele ser la más probable, mientras que los misterios de ficción suelen ser la mar de alambicados porque de lo contrario, el lector se sentiría “frustrado y desairado” y podría tomarse la solución como “un insulto a su inteligencia”. Pero la proliferación de documentales construidos con técnicas propias de la ficción pone a prueba esa dicotomía. Así sucede con los llamados true crime, los basados en crímenes reales, que sustentan buena parte de su éxito en que pueden ser vistos como thrillers, entre la trepidación y el escalofrío. La tentación del amarillismo es enorme. Desaparición en el Hotel Cecil, dirigido por Joe Berlinger, un veterano del true crime, se inscribe en el género y parte de ese sensacionalismo, pero solo para acabar llegando a un lugar muy distinto.
El vídeo de Elisa Lam lo difundió la policía de Los Ángeles con la esperanza de obtener alguna pista proveniente de la colaboración ciudadana. Lo que consiguió fue crear un fenómeno viral y espolear a una legión de investigadores aficionados dispuestos a resolver el misterio casi sin levantar el culo del asiento ni apartar los ojos de la pantalla.
El documental da cuenta de la investigación policial y también de la paralela que desarrollaron varios de esos detectives de estar por casa, y desliza una aguda reflexión sobre Internet en forma de advertencia: la Red no sirve como sustitutivo de la vida que transcurre fuera de las pantallas. A lo largo de sus cuatro capítulos, la serie muestra la insuficiencia de las alternativas virtuales que cada vez más ocupan parcelas antes reservadas a experiencias presenciales. Así, ni Tumblr, la red social en la que Elisa Lam vuelca sus insatisfacciones y problemas, le permite equilibrar su lugar en el mundo y llenar la vaciedad que deja una vida social que se intuye anémica, ni el proceloso escrutinio del vídeo y de la huella digital de la desaparecida permite a los pseudoinvestigadores llenar los enormes huecos que deja toda la información a la que no pueden acceder, buena parte de la cual sí tiene la policía. Agujeros que acaban rellenados a base de especulaciones progresivamente delirantes, que empiezan siendo insinuaciones de presencia de elementos sobrenaturales y derivan en teorías conspirativas y señalamientos.
El propio estilo del documental sirve como ejemplo de las nefastas consecuencias de esa política de horror vacui. Si buena parte del impacto de muchas series documentales se basa en la profusión de imágenes de archivo, Berlinger apenas cuenta con esos cuatro escalofriantes minutos para contar en cuatro horas –que podrían haber sido dos- la historia de Elisa Lam, así que, para ilustrar la narración, recurre hasta la exasperación a las siempre ortopédicas recreaciones, aquí minimalistas, estilizadas y que a veces se limitan a mostrar apenas un motivo visual relacionado con lo que se está contando. El recurso no solo resulta repetitivo, sino que palidece ante los ingentes materiales de archivo en los que se sustentan las torrenciales narraciones de O.J.: Made in America (Ezra Edelman, 2016); Wild Wild Country (Chapman y MacIain Way, 2018) o Tiger King (Rebecca Chaiklin y Eric Goode, 2020).
Pero esas carencias no bastan para ignorar la relevancia de una propuesta que lanza una alarma tan pertinente como coherente con la trayectoria de su director. En la olla podrida de las pseudoteorías sobre la muerte de Lam no faltará ni un falso culpable con más de un punto en común con Damien Echols, uno de los inocentes condenados por el asesinato en 1993 de tres niños en West Memphis (Arkansas), el caso al que Berlinger dedicó junto al fallecido Bruce Sinofsky tres documentales a lo largo de 15 años que fijaron buena parte de los cimientos sobre los que se levanta la actual moda del true crime: Paraíso perdido: Los asesinatos de los niños de Robin Hood Hills (1996), Paraíso perdido 2: Revelaciones (2000) y Paraíso Perdido 3: Purgatorio (2011).
Si en aquella ocasión fue una investigación policial chapucera la que llevó a tres inocentes a la cárcel, ahora Berlinger advierte sobre los peligros de esas aún más toscas pseudoinvestigaciones domésticas. Unos riesgos que no son ni más ni menos que los de la justicia sumaria que se imparte en las redes y los de las noticias falsas y las conspiranoias que se cuecen a diario en ese mismo horno. Desaparición en el Hotel Cecil desgrana los ingredientes de esas recetas y los lanza a la cara de su público, entre el cual no faltarán adictos a esa dieta, y de ahí también la cascada de decepciones. Lo hace con la excusa de un caso extraído de la crónica negra, sí, pero cuya toxicidad, en eso radica la urgencia y el peso de la arisca propuesta de Berlinger, es la misma que nutre trumpismos y negacionismos mucho más preocupantes que cualquier sórdida leyenda negra de fantasmas en ascensores.
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