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Un pinchazo cada dos minutos

Entre la emoción por vacunarse y el temor a eventuales efectos secundarios, medio millar de personas pasan en una mañana por el auditorio La Farga de L’Hospitalet para inmunizarse contra la covid

En vídeo, así es una jornada de vacunación en la Farga de L'Hospitalet de Llobregat.Foto: ALBERT GARCIA
Jessica Mouzo

Con la mano derecha sobre su hombro izquierdo, marcando el sitio donde le acaban de pinchar, y con una sonrisa de oreja a oreja, Edelmira Molina, de 66 años, se acomoda en una silla de la sala de espera del auditorio de La Farga de L’Hospitalet de Llobregat, reconvertido ahora en punto de vacunación contra la covid. Molina se revuelve en el asiento y se enreda con la chaqueta entre risas. Está eufórica. “¡Qué ganas tenía de vacunarme para que se acabe esto! Tengo ganas de vivir, no de ir con miedo y sufrir”, explica vibrante. Con la logística más rodada y las vacunas llegando a un ritmo más ágil, la campaña de inmunización ya ha cogido velocidad de crucero y las grandes instalaciones, como La Farga, ganan terreno al puerta a puerta. Marta Pallarés, coordinadora del punto de inmunización en el complejo multiusos, explica: “Los números de vacunados van en función de las dosis que nos llegan cada semana. Ahora estamos poniendo 500 al día, pero hemos llegado a poner 2.500 en Semana Santa y estamos preparados para asumir 6.000 al día. Calculamos que una enfermera pincha a un paciente cada dos minutos”. En España se han inyectado más de 10 millones de dosis y un 22% de la población tiene al menos un pinchazo —el 8%, la pauta completa—. Solo el viernes se pusieron más de 350.000 dosis y muchos días se superan las 400.000, según los datos de Sanidad.

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La mañana de jueves se ha desperezado fresca y la cola de la puerta de entrada de La Farga avanza deprisa. En rigurosa fila india, mascarilla en boca y distancia social mediante, decenas de personas pasan por la aguja de las enfermeras desplazadas al punto de vacunación. Antes, los administrativos primero y los auxiliares de enfermería después, verifican la cita y la identidad del usuario. Entre una cosa y otra, el recorrido, de sentido único y delimitado por pegatinas en el suelo, apenas dura unos minutos: tres, desde la puerta de admisión hasta el pinchazo, y otros 10 o 15 en la sala de espera por si la vacuna provoca algún efecto, como mareos o dolores de cabeza. “Llevaba 15 días mirando a ver cuándo me daban cita y ahora estoy como si me tocara la lotería”, zanja Molina.

“¿Qué vacuna me van a poner?” es, según las enfermeras, la pregunta más recurrente de los usuarios antes de pincharse. En La Farga están inyectando el fármaco de AstraZeneca —indicado a personas de 60 a 69 años— y las sanitarias admiten que el medicamento levanta suspicacias. “La vacuna mala”, dice cada tanto algún usuario. “No hay vacunas malas”, responden con insistencia las enfermeras. Media Europa paró temporalmente la vacunación con este preparado mientras la Agencia Europea del Medicamento (EMA, por sus siglas en inglés) investigaba un posible vínculo de esta inmunización con la aparición de casos raros de trombos y la mala fama empezó a crecer entre la población. Finalmente, la EMA resolvió que podía existir esta asociación, pero concluyó que el beneficio superaba a los riesgos. El daño, sin embargo, ya estaba hecho. “La gente tiene mucho miedo y viene con muchos nervios. Parte de nuestro trabajo es explicarlo todo y calmarlos”, señala la auxiliar Tania Sánchez.

Marga Centaño, de 67 años, pasa los 10 minutos de rigor después de recibir la vacuna sentada a media fila en la sala de espera con una veintena de personas. Pocas ganas tenía ella de vacunarse, reconoce, pero lo hace para ayudar a remontar su sector laboral, arguye. “Cuando me enteré de todo esto de las vacunas dije que no me vacunaba, pero yo soy representante de artistas y, en vista de que mi entorno no trabaja y no factura desde hace un año y medio, por colaboración con ellos, lo hago”, apunta esta empresaria que tiene bajo su ala a grupos musicales como Los Diablos. La evidencia científica disponible es tozuda, y para las personas mayores de 50 años los beneficios de la vacuna son aplastantes: en el grupo de más de 80 años, las muertes con la vacuna se reducen de 500 a 25 por cada 100.000 personas, y no se espera ni un trombo en ese grupo.

Una enfermera sujeta un vial de la vacuna de AstraZeneca, el jueves en La Farga de L'Hospitalet de Llobregat.
Una enfermera sujeta un vial de la vacuna de AstraZeneca, el jueves en La Farga de L'Hospitalet de Llobregat. Albert Garcia

Las enfermeras coinciden en que, si bien los usuarios llegan al puesto donde esperan a cada uno con muchas dudas, al final, todos acaban inmunizándose. Este jueves, ni una persona falló a la cita en La Farga. Por una cosa o por otra, vacunarse compensa y cada pinchazo es una historia. Como la de Francisco Martín, que lleva desde el pasado verano sin ver a su madre, de 91 años, y a su familia, que viven en Huelva. O la de Salvador Ruiz, de 66 años, que no ve el momento de que abran las fronteras para viajar a Ibiza y estar con su nieto, Leo, que tiene poco más de un año y al que solo ha visto una vez: “A la que pueda, cojo el avión y me voy”, señala. Valentina Rivero, de 67, también quiere retornar a esa vieja normalidad, pero la cita para vacunarse la ha dejado media noche en vela. Aunque más por las agujas que por la vacuna: “Odio las agujas. Ves esas pedazo de jeringas y te mueres. Les tengo pánico, pero esta pandemia es un ahogo y tiene que acabarse ya”, asume.

El ritmo de vacunación es frenético en La Farga: las enfermeras desenfundan la jeringa, retiran el preparado del vial e inyectan la vacuna en el brazo. El trabajo es mecánico, pero en esos segundos ha dado tiempo para las risas, el llanto y la emoción. Cada mano que pincha también tiene una historia y la mochila de un año de pandemia pesa mucho. Elena Guerrero, de 49 años, dobla turno para compaginar su trabajo en atención primaria con la campaña de vacunación. Sabe que “quita horas a la familia”, pero es una cuestión de “conciencia”, dice. “Cuando la gente me da las gracias, se me ponen los pelos de punta. En una residencia que fuimos a vacunar en enero, nos recibieron llorando”, relata.

Para Yamilet Nuviola, participar en la campaña de vacunación trasciende también lo profesional. Esta enfermera cubana de 50 años perdió a su madre en febrero de una enfermedad ajena a la covid, pero la pandemia le impidió viajar y despedirse. “Para mí es más importante aún acabar con esta pandemia y volver a la vida de antes. Es gratificante que una persona que viene con mucho miedo, después de hablar con ella, dedicarle un tiempo y explicarle que las vacunas son seguras, decida vacunarse”, explica. Pallarés resume que la campaña de inmunización ha sido “una ilusión” para los sanitarios y ahora que empieza a coger vuelo, señala, cada inyección es un paso adelante: “Es ver que la covid tiene fecha final”.

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Jessica Mouzo
Jessica Mouzo es redactora de sanidad en EL PAÍS. Es licenciada en Periodismo por la Universidade de Santiago de Compostela y Máster de Periodismo BCN-NY de la Universitat de Barcelona.

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