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“Jesús, te pido una pastilla de jabón”

La misionera Victoria Braquehais vive desde hace un año en un pueblo de Camerún, ahora también confinado

Juan Cruz
Victoria Braquehais, en su misión, con los niños a los que enseña en Camerún
Victoria Braquehais, en su misión, con los niños a los que enseña en Camerún

Esta mujer es misionera y estudia arameo para hablar como Jesucristo. Nació en Mallorca, en 1976, y tiene la risa como el alma de lo que dice. Vive desde hace un año en un pueblo de Camerún, Ngovayang, rodeada de niños a los que enseña a saber y a vivir. Desde aquí desempeña, con Manos Unidas, entre otros, proyectos de cooperación al desarrollo. El desarrollo de la felicidad podría decirse que es la misión de Victoria Braquehais.

Los chicos ahora están confinados. Ella prepara la vida para cuando vuelvan a la escuela. Victoria está contagiada por su alegría. Este jueves venía de un susto: una serpiente le salió al camino y se tuvo que defender con un palo. A veces es peor: “Una era ancha como una pierna y larga como el ancho del camino. Con su fuerza podría rompernos el cristal del coche”.

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La suya es una misión. Durante diez años hizo lo mismo en el Congo. “África y Dios son como dos caras de la misma moneda”. Pudo haber sabido muchas lenguas (es licenciada en Filología Inglesa, por ejemplo), pero le atrajo más el idioma de Dios, el sonido de África: “Así que entré en la congregación de la Pureza y me ofrecí para venir a este continente”. Mientras estudiaba, en Roma, con los jesuitas, estuvo en diálogo con el mundo budista —“practiqué zen durante años”—, pero Jesús volvió a aparecer en su camino. Con un profesor musulmán inició en 2017 “el proyecto de comentar los Evangelios desde el arameo”. Al círculo de alumnos de esa vieja lengua se ha unido ahora una protestante danesa.

Shëlâmâ´ es lo que les decía Jesús a sus discípulos: “Paz a vosotros”. “Cuando compartes no pierdes nada de lo que tienes”. Ahora comparte, en Camerún, las penas del mundo, con un ojo muy preciso en Arturo Soria, Madrid, donde viven confinados sus padres. El padre fue notario; la madre, farmacéutica. Su historia, le digo, se parece a lo que le dice Rilke al joven poeta de sus cartas… “¡Rilke! Ese libro me fascina”. Pues dice Rilke que “la única audacia que se nos pide es ser valientes ante lo más extraño, prodigioso e inexplicable que nos pueda suceder”. “Me viene el eco de María Zambrano. Cuanto mayor sea nuestra apertura a la realidad, más bello… Aquí descubro la vida de los pigmeos, su amor a la naturaleza, su comprensión de las cosas… El no creyente lo puede ver desde la perspectiva de la comprensión de lo humano”.

Ella está en un lugar donde la derrota de la salud es más inminente, sin agua, sin pan, y a pesar de ello la risa la acompaña. “Es que no es un lugar de derrota, es un lugar de dificultad, pero de vida latiendo. Cantan los pigmeos cuando van al río: ‘Tenemos para comer, qué más necesitamos para ser felices”. El dolor afecta “a los sanitarios, a los camioneros, a los que entierran. A los que van en pateras, a los que sufren la guerra de Siria, a los que viven la incertidumbre del virus”.

Tiene la memoria llena de gestos. Esta es Julia, una niña de cuatro años, que en Navidad dijo: “Jesús, me gustaría pedirte una pastilla de jabón”. En su pequeño poblado no hay pan, ni tiendas, ni nada: “Unas hermanas salieron ayer a una hora de aquí y trajeron unas patatas, unos tomates y unas cebollas. ¡Un gran tesoro! Shëlâmâ´!

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