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Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez
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Descolonizar la salud global

Es oportuno que se produzcan conversaciones incómodas, pero necesarias, y poner de manifiesto las asimetrías existentes en el ejercicio del poder y los privilegios, tanto en la cooperación al desarrollo como en la acción humanitaria

Un doctor escucha el latido de un bebé en un centro de salud en Chiradzulu, al sur de Malaui.
Un doctor escucha el latido de un bebé en un centro de salud en Chiradzulu, al sur de Malaui.Thoko Chikondi (AP)

Algo está cambiando en el ámbito de la salud global y de un modo imparable. Porque, en respuesta al movimiento Black lives matter, a las desigualdades internacionales que han aflorado en la respuesta a la pandemia del coronavirus y a las crecientes voces que reclaman la descolonización de la salud global, han surgido iniciativas que han puesto de relieve el racismo estructural que la sustenta. Diferentes organizaciones han abierto el espacio oportuno para que se produzcan conversaciones incómodas, pero necesarias, y para poner de manifiesto las asimetrías existentes en el ejercicio del poder y los privilegios, tanto en la cooperación al desarrollo y la acción humanitaria, como en la misma salud global.

Dos de las principales instituciones en la disciplina, las escuelas de medicina tropical de Liverpool y de Londres, han elaborado sendos informes sobre el tema. Se han revelado, tal y como subraya la entidad londinense, “casos de racismo y desigualdades que no pueden atribuirse a unos pocos individuos, sino que apuntan a problemas más profundos y estructurales”. Según publicaba The Guardian, el informe concluía aseverando que “el legado colonial de la institución todavía tiene un impacto negativo en los estudiantes y el personal de color”.

Desde Liverpool, los hallazgos son muy similares y también se subraya la evidente ausencia en puestos de liderazgo de las personas negras. Las dos organizaciones ya han establecido una serie de recomendaciones que pretenden mejorar esta situación.

Existe una paradoja inherente a la salud global: esta disciplina, que nació en paralelo a la expansión del racismo y del colonialismo, es la misma que pretende reducir las desigualdades generadas por ellos

Si echamos un ojo a la Historia, esos resultados no deberían resultar sorprendentes. Porque, como afirma Seye Abimbola, académico de la universidad de Sídney, la salud global emergió como un “colaborador necesario de la colonización europea”. Y añade: “Desde entonces ha mutado en diferentes formas; por ejemplo, medicina colonial, misionera, tropical y salud internacional. Pero todavía no ha abandonado sus orígenes y estructuras coloniales”. Y por lo que se ha comprobado, el impacto de ese racismo llega a todos los niveles de la salud, desde los pacientes hasta los propios sanitarios, desde la práctica clínica a las inversiones económicas más estratégicas. Por tanto, se precisa de un proceso en el que todos los actores de la salud global se abran a un análisis y una crítica sobre este tema, pero también al diálogo y a la acción. ¿Estamos preparados para ello?

Existe una paradoja inherente a la propia salud global y es que esta disciplina, que nació en paralelo a la expansión del racismo y del colonialismo, es la misma que pretende reducir las desigualdades generadas por ellos. Así pues, parece evidente que, más allá de exámenes de conciencia inevitables a estas alturas, cualquier compromiso para luchar contra el racismo y su herencia colonial tiene que ir acompañado de una voluntad de renuncia al poder (total o parcial) que ostentan sus principales organismos. Esto implicaría, entre otras cosas, una redistribución en la financiación, pero también una limitación para actuar en los países pobres, entre ellos los africanos, tal y como lo hacen en la actualidad.

Para conseguirlo es imprescindible que también se escuchen las voces de esos países, esas que viven la realidad del día a día y que son capaces de dar una visión cercana y real de lo que ahí está pasando. Como la de Catherine Kyobutungi, directora ejecutiva del Centro Africano de Investigaciones sobre Población y Salud de Kenia. Ella denuncia que desde las instituciones del continente tienen serias dificultades para recibir y gestionar financiación sin que antes pase por organizaciones occidentales, algo que aleja a los mismos africanos de las políticas que definen su futuro.

Esta disciplina debería dejar de verse como un acto de caridad o salvación para transformarse en una lucha por la salud como derecho fundamental

La sensación es que las directrices se marcan desde centros de poder hospedados en lugares como Liverpool y Londres, pero también desde Barcelona y otras ciudades de Europa, Canadá o Estados Unidos, que todavía dirigen de manera decisiva la agenda de intervenciones e investigación. Como Kyobutungi reclama, los países africanos deben tener la capacidad de tomar la iniciativa en proyectos de mayor envergadura, al mismo tiempo en que las relaciones entre organizaciones se desarrollan desde el respeto y la cooperación mutua. Además, los investigadores de esos países deben participar activamente en la toma de decisiones para que beneficien de verdad a sus propias poblaciones.

Quizá, el ejercicio ineludible sea el repensar el propio concepto de salud global desde su raíz, proceso en el que los actores tanto del norte como del sur han de estar implicados. Esta disciplina debería dejar de verse como un acto de caridad o salvación para transformarse en una lucha por la salud como derecho fundamental, tanto a nivel local como mundial, asumiendo que sus logros, allá donde se consigan, son valiosos para todos (sí, para todos). Admito la dificultad de este salto imaginativo, pero debemos interiorizar que la vida de un niño en Mozambique, la de una embarazada en Marruecos o la de una anciana en República Centroafricana poseen el mismo valor que la de un ciudadano en España o cualquier otro país occidental.

Para dicho esfuerzo, como muchos tendrán la tentación de pensar, no se tiene por qué caer en el buenismo, ni abogar por el relativismo cultural, sino que podemos apelar a nuestra propia tradición de pensamiento. Esta nos ha enseñado que existe una potencia de universalidad alojada en cada cultura y que puede haber una sociedad global basada en la justicia, construida más allá de categorías como la clase, el sexo y, por supuesto, la raza. Nos ayudará en todo ello el establecer una lucha aglutinadora y universalista que busque puentes y espacios comunes de convivencia, y que huya de respuestas identitarias que generan confrontación y sectarismos, perpetuando así los prejuicios que dicen combatir.

El cambio que logre reconstruir la salud global será conjunto o no será. Y el éxito llegará si conseguimos una redistribución justa de los recursos y el poder, pero sobre todo si somos capaces de situar en el centro de nuestra humanidad compartida los valores de la equidad, el cuidado y la compasión.

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