¿Quién teme al federalismo?
El Estado federal, que cabe en la Constitución, requiere delimitar competencias y garantizar la autonomía financiera de las Comunidades
Muchos constitucionalistas definen España como un “Estado casi Federal”, expresión que pone en evidencia que se trata de una obra inacabada. No se puede ser “casi algo” sine die, en algún momento se debe alcanzar la condición plena. La historia explica las reservas de los constituyentes. El Estado-Nación que surgió a partir de las Cortes de Cádiz, y desarrollaron los liberales a lo largo del siglo XIX, se organizó según el modelo jacobino francés, pero no tuvo su capacidad de modernización y cohesión, ni consideró la diversidad y pluralidad de España. No obstante, la división en provincias de 1833, en torno a la cual se organizó el centralismo, cristalizó y se potenció, sobre todo con Primo de Rivera y Franco. En todo caso, cuando se aprobó la Constitución se mantuvieron las provincias, convertidas además en circunscripciones electorales, lo que produjo una problemática superposición del nuevo modelo sobre el antiguo.
La derecha siempre temió al federalismo. La Primera República, inmersa en revoluciones sociales y cantonales, inoculó la vacuna contra él, sinónimo de caos en la mentalidad conservadora. Su hegemonía ideológica consiguió que “república y federalismo” fueran sinónimos de desorden y desmembración nacional. En el llamado Sexenio Democrático el federalismo vino de la mano de la democracia y en democracia el poder se reparte.
Cánovas impuso en 1876 una monarquía basada en la concepción unitaria de la nación que solo permitió la Mancomunidad catalana en 1914 como toda modificación territorial. Los regionalismos del siglo XIX recelaron del federalismo por el poder central de cohesión inherente en el “pacto” federativo. La II República ofreció una alternativa al estado unitario y al federal con la formulación del Estado Integral , “compatible con la autonomía de los Municipios y las Regiones”. Los republicanos intentaron reorganizar el Estado y optaron por un proceso de descentralización gradual, comenzando por Cataluña, cuya autonomía se concedió en 1932; el Estatuto vasco empezó en el 36, iniciada ya la guerra, y el gallego no pudo entrar en vigor. Pero esta política descentralizadora, que mantenía las capacidades del Estado, resultó inadmisible para la mentalidad unitaria y centralista que provocó el golpe del 18 de julio.
Muerto el dictador, en un contexto difícil, con los aparatos del franquismo intactos, la generación que protagonizó la Transición tuvo el coraje cívico y la valentía de abordar el secular problema de la complejidad de “la España diversa”. Todo ello con una correlación de fuerzas políticas precarias y una débil democracia que se encontraba amenazada y parecía reversible.
Pasar del modelo unitario y centralizado al principio político del “derecho a la autonomía” era difícil. Los constituyentes, en aras del consenso y temerosos de las consecuencias, dejaron la Constitución abierta y ambigua. El añorado Tomás y Valiente explicó cómo el Artículo 2 condensa la tensión entre una fuerza centrípeta (“la indisoluble unidad de la Nación española”) y otra centrífuga (“el derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones”). En él se contiene la dualidad (“nacionalidades y regiones”) que ha supuesto el mayor problema de interpretación y aplicación práctica. Condensa la dialéctica de la unidad en la pluralidad que anima a la sociedad federal. Su concreción política e institucional es el Título VIII . La necesidad condujo al pacto, pero pronto surgieron discrepancias. El consenso permitió aprobar una Constitución que evitó el error del llamado “exclusivismo de partido” y pudo conseguirse un texto que podía ser de todos porque no era de ninguno en concreto. Hubiese sido necesario que ese consenso, y una mínima lealtad constitucional, se hubieran mantenido como una “cuestión de Estado” vital para el desarrollo del modelo.
En 1981, con la resaca del 23-F, se intentó retomar el consenso para desbloquear el desarrollo autonómico paralizado desde el referéndum de Andalucía, que finalmente se concretó en la LOAPA, suscrita entre la UCD y el PSOE, en un intento de armonizar y controlar las tensiones centrífugas de las Comunidades Autónomas ya constituidas, en las que ni PSOE ni UCD eran mayoritarios.
Ahora, desgraciadamente, el ambiente político para abordar el desarrollo federal no es más propicio que en la Transición. El punto de partida necesita un acuerdo mayoritario sobre el concepto de nación española y la legitimidad, límites y alcance, de las nacionalidades del Artículo 2. Y temo que eso desata los demonios ideológicos.
El modelo de la Constitución es complejo pero lo suficientemente claro para excluir otros: el centralista y el de los que propugnan el derecho de autodeterminación como vía para la independencia, que supone el rechazo frontal de la Constitución. Por eso los independentistas no contemplan un desarrollo federal del Estado de las Autonomías. Como el federalismo supone un reparto del poder, el equilibrio constitucional exige la primacía de la Constitución ―interpretada por un Tribunal imparcial― sobre todos los poderes. Los independentistas no se sienten parte del todo, reclaman relaciones bilaterales, que es el principio de la confederalización y niegan que haya una única soberanía. En el federalismo no se plantea solo “qué hay de lo mío” sino que exige ocuparse del proyecto común, que es España.
Hay nacionalismos que no reclaman explícitamente la independencia pero sostienen que la reivindicación del derecho de autodeterminación cabe en la Constitución, omitiendo los efectos que tendría su salida de la Unión Europea y dando alas al independentismo. Lo mismo ocurre con cierta izquierda que parece ignorar su carácter reaccionario. Por su lado, los nostálgicos del antiguo modelo simplemente niegan las autonomías.
Para avanzar en un sentido federal, sería imprescindible un pacto entre el PSOE y el PP que pasara por la descentralización de los aparatos del Estado y el funcionamiento de instrumentos de cooperación y de participación de las comunidades en las cuestiones generales y de la Unión Europea.
Para construir el federalismo es importante que la izquierda defensora de este proyecto lo aborde con claridad y determinación para que su invocación no sea solo una reivindicación retórica.
La cooperación es requisito del federalismo y necesita espacios de encuentro (el Senado, las Conferencias de presidentes y sectoriales…) que permitan el diálogo y los pactos. El caso del Senado es paradigmático: debería ser la Cámara de las Autonomías pero la mayoría de los senadores son elegidos en circunscripciones provinciales y es una Cámara de segunda lectura.
Solé Tura planteó la posibilidad de un federalismo “de hecho” sin modificar la Constitución. Ello implicaría reconocer a las comunidades autónomas la representación normal del Estado ; la disminución de su Administración periférica; fortalecer la cooperación y coordinación a nivel administrativo, legislativo y ejecutivo; definir con claridad el modelo territorial y delimitar las competencias, las funciones y los servicios. Y, por supuesto, garantizar la autonomía financiera de las Comunidades, cuestión que tampoco quedó resuelta, pese a que el artículo 156 de la Constitución la establece y permite a las CCAA “actuar como delegados o colaboradores del Estado para la recaudación, la gestión y la liquidación de los recursos tributarios”. Así mismo el artículo 158 establece el Fondo de Compensación Interterritorial. Todas estas generalidades se especifican en la Ley Orgánica de la Financiación de las Comunidades Autónomas de 1980 que necesita una revisión que, tratándose de una Ley Orgánica, exige una mayoría absoluta en el Congreso.
España es un Estado compuesto, difícil de gobernar, por eso los partidos no deberían hacerlo aún más complicado manteniendo una estrategia de tensión permanente.
El futuro posible es el Estado Federal, pero la lectura del Título VIII en esa dirección constituye mucho más un problema político que técnico, requiere tender puentes entre partidos dispuestos a cruzarlos para negociar. Exige estadistas que piensen en las próximas generaciones.
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