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Tribuna
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En medio de la incertidumbre, Barcelona vuelve

Los acuerdos que han permitido la investidura de Salvador Illa abren un camino de futuro cuyos efectos no puede prever nadie, ni siquiera los que los han firmado

Ilustración de Nicolás Aznarez para la tribuna ‘Cataluña vuelve’ de Josep Maria Fradera, 15 de agosto de 2024.
Nicolás Aznárez
Josep Maria Fradera

El cambio de Gobierno en Cataluña tendrá sin duda efectos no previstos de antemano por nadie. No previstos con toda seguridad por los mismos que lo han protagonizado, empezando por quien ostentará la máxima autoridad en el futuro inmediato. No puede ser de otro modo. Quizás ayude a comprender mejor la inevitable situación vivida estos días analizar las cosas con una mayor perspectiva temporal.

Es inútil buscar el motor de la transición política en España en los años 1975 a 1978 en los planes diseñados por las cúpulas de los partidos políticos, en las dos plataformas en las que entonces se asociaron para ganar fuerza frente a un régimen en abierta descomposición. Tampoco dependió mucho de la diplomacia internacional, tan admirablemente prudente durante décadas. Solo uno de los partidos en la clandestinidad —no es necesario citar nombres o siglas— disponía del grueso de militancia suficiente para movilizar en la calle, en las fábricas y las universidades a un número significativo de personas. Tampoco grupos y entidades en las afueras del sistema disponían del arraigo y la capacidad de influencia suficiente para significar una amenaza real para el régimen. Por si fuese poco, la capacidad de represión del franquismo no cedió un milímetro; siguió siendo más que suficiente para sostener a una dictadura sin otro futuro que garantizar su miserable supervivencia. Vistas las cosas así, la clave efectiva del fin del régimen debe buscarse en el plano social, aquel que sale al final en libros y documentales. Debe buscarse sin duda en el peso y el significado del eje que constituyeron las conurbaciones de Madrid y Barcelona que emergieron en los años cincuenta y sesenta, las ciudades metropolitanas existentes de la España de entonces, ciudades por encima del millón y medio de habitantes. No es una cuestión de números; es algo más.

En efecto, fueron los entornos industriales de Barcelona y Madrid los que dieron vida a los sindicatos, y fueron estos la columna vertebral de la lucha en el taller y en la calle. No solo deben considerarse los de las dos grandes metrópolis. Mieres, Bilbao, Vigo, Valencia y otras ciudades de tamaño mediano participaron de impulsos parecidos. Otra manifestación del significado del crecimiento metropolitano consistió en el peso que adquirieron las universidades de Barcelona, de la Complutense y sus Politécnicas, los centros de movilizaciones no vistas con anterioridad que forzaron la segregación de las denominadas universidades autónomas. Madrid y Barcelona atraían a trabajadores y estudiantes del resto del país, a aquellos que querían abrirse paso en un país tan jerárquico y atrasado. En conclusión, el eje Barcelona-Madrid funcionó como arquitrabe del deseo de cambio: sostenía una red de esperanzas compartidas por grupos sociales diversos y lugares antes tan poco conectados. Vistas las cosas con la perspectiva de los años, Barcelona y Madrid eran la suma que sintetizaba el cambio general en el país: las grandes migraciones y conglomerados industriales; la eclosión de anhelos de una cultura acorde con los parámetros internacionales que el régimen no podía aceptar; el cambio en las costumbres que nos acercaba a países más libres.

Una nítida característica debe destacarse: aquellos nodos culturales incluyeron las lenguas y las culturas vernáculas heredadas, un factor de resistencia a las imposiciones de décadas de un régimen nacido de lo peor de la Europa de los años treinta. No se me ocurriría ceñir el significado de aquella transformación a las dos y tan distintas ciudades-capital en exclusiva, a su conexión específica. Como solidaridad era la palabra clave de aquel edificio, a nadie se le hubiese ocurrido elevar a aquella conexión entre las dos ciudades por encima de los demás. Pero los fundamentos demográficos y sociales que sustentan movimientos colectivos ciertamente existen, establecen su peso y modulan su irradiación. Sigue siendo así, con los matices que se quiera y al margen de hipérboles cultivadas con entusiasmo.

El restablecimiento de la democracia estaba pensado por las elites económicas e intelectuales como un primer paso para la incorporación a la Unión Europea, para lo que era condición ineludible. Nadie dudaba de ello. Tampoco nadie medianamente informado dudaba de que los marcos forales vasco y navarro iban a mantenerse. Su antigüedad, su arraigo y el problema político que significó el terrorismo que tomó una rama del antifranquismo vasco obligaban a ello. Cataluña representaba un problema de encaje más complejo. Polo del antifranquismo de masas en todo el país, la hegemonía de las fuerzas de izquierda en él era patente. Además, estas corrientes, comunistas, socialistas, democristianas y nacionalistas de distinto signo, reivindicaban sin ambages el Estatuto republicano de 1932. El desafío era de peso: significaba la reclamación de la una institución anterior a la restauración monárquica. Por esta razón, el retorno del presidente de la Generalitat en el exilio, Josep Tarradellas, precisó de una jugada maestra de Adolfo Suárez para dar encaje y estabilidad a su figura y a su significado restaurador. El alto sentido de responsabilidad del veterano político facilitó el regreso y la aprobación de la Generalitat y el Estatuto posterior, que ya no eran los republicanos.

Es por esta razón y no otra que el mapa político español actual no es ni el provincial ni un mapa unitario con fueros provinciales de mera continuidad. Se impuso un mapa autonómico, de estatutos a la catalana en el contexto de un Estado unitario de tendencia federal. Un mapa, guste o no, de aroma tarradellista, un mapa que la izquierda no había anticipado ni la derecha auspiciado, aunque los más perspicaces políticos de entonces comprendiesen post facto que era el único que permitía la reforma del Estado y garantizaba la estabilidad de la democracia española. Una autonomía, por estas razones, sin autonomistas en ninguna parte. Las cosas son las que son. El eje Madrid-Barcelona, o Barcelona-Madrid, fue la clave de aquel encaje problemático.

España ha cambiado de arriba abajo. Los Länder sostienen administraciones de tamaño mediano, sobre circunscripciones electorales y las diputaciones de 1833, un esquema anterior al menor asomo de liberalismo decimonónico, pero que resultan, al parecer, intocables para cualquiera que no quiera sucumbir al patriotismo de las élites. A pesar de tanta arquitectura de cartón piedra, lo sucedido estos días en el Parlament de Cataluña tendrá indudables consecuencias sobre el conjunto. Si uno levanta la vista, aprecia que los acuerdos suscritos no remiten solo a las intenciones de tres partidos de centroizquierda. Se aprecian atisbos de mayor trascendencia, algo cuyo alcance de futuro hoy no conocemos, como sucedió en 1978. En este cuadro de incertidumbre, Barcelona vuelve, Cataluña vuelve. Esta última ya no es aquella sociedad de seis millones que emergió del tardofranquismo. Los ocho millones actuales resumen todas las tendencias que otorgan conflictividad y tensión a las sociedades actuales. El deseo de ampliación de los mecanismos del autogobierno y mejor financiación lo refleja de nuevo. Entre el año 1978 y el presente nada es lo que parece. Permanece un fuerte sentido de diferencia, de voluntad de autogobierno, de puente con Europa, de cultura en dos lenguas mayoritarias, una de las cuales es, por razones históricas y de persecución durante el franquismo, la lengua nacional, con vínculos de familia en Valencia y Baleares.

Si en el pasado reciente el eje Madrid-Barcelona fue clave para la definición de la dirección que tomaría el conjunto del país, lo sucedido en estos días señala que este tipo de sinergias regresa para empujar y equilibrar con suerte los designios peninsulares a los que tantos contribuyeron en el pasado con su inteligencia y esfuerzo. Cataluña y Barcelona vuelven. Barcelona no se va.

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