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TRIBUNA
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La conspiración originaria

La historia reciente de España ya no comienza en la Transición, sino en el 11-M. Resulta necesario y urgente consensuar el estudio del pasado como raíz del presente para evitar que su comprensión quede en manos de la polarización y el enfrentamiento

La conspiración originaria. Gutmaro Gómez Bravo
QUINTATINTA (CON FOTO DE MANUEL ESCALERA)

La historia del tiempo presente en España ya no arranca de la salida de la dictadura, sino del comienzo de la polarización. Para tratar de comprender cómo y por qué nuestro punto de origen se ha desplazado de la Transición al atentado del 11-M, ya no basta una radiografía histórica, política o sociológica. El antiguo relato colectivo se ha fragmentado, ha oscilado hacia una dinámica de polos opuestos. La imagen positiva, de pacto y de consenso, ha quedado ensombrecida por la del bloqueo y el conflicto permanentes. El idílico momento fundacional se ha roto, y su renovación sigue en disputa por la atribución del mayor atentado terrorista de Europa. Una catástrofe que marca dos décadas de senda circular. Aunque sea aún temprano para comprender todas sus consecuencias, este giro nos sitúa en muchos aspectos a la cabeza de un fenómeno global como el de la polarización.

Marca la entrada, en primer lugar, de una nueva técnica de comunicación y deshumanización del adversario, utilizada para sembrar dudas y cuestionar los resultados electorales. Estrategia que ha sido replicada, desde entonces, en muchas otras partes del mundo, consumando el auge de las teorías de la conspiración como uno de los principales signos de nuestra era. En una crisis económica y de legitimidad cada vez más profunda, estas se extienden a través de las políticas de odio, minando e incrementando la desafección hacia la democracia. Creando valor en la uniformidad, en el miedo y en la desconfianza, han impuesto una percepción de la realidad cada vez más maniquea y crispada que exige constantemente nuevos chivos expiatorios. Ya hay una teoría de la conspiración para casi todo. El mecanismo, que somete a un cerco constante a la ciencia y a las instituciones públicas, cobró especial fuerza desde la pandemia y no ha dejado de crecer con el único fin de aumentar la confusión, la superstición y el negacionismo.

Minoritaria y de ámbito reducido hasta hace tan solo unos años, esta corriente se ha convertido en un fenómeno transversal, capaz de intervenir y crear una agenda contraria a movimientos generales, mucho más amplios, como la lucha contra el cambio climático o el feminismo. Su versión revisionista, en sintonía con esta reactualización de contenidos, ya no se limita a cuestionar la memoria histórica oculta por el franquismo, sino que trata de cortocircuitar, de volar por todos los medios, los puentes con el pasado cercano. Las autonomías, por ejemplo, pasan a estar bajo sospecha. El gran motor, junto con la entrada en la Unión Europea, del proceso de cambio y modernización español, se convierte en el pozo de todos los males, en el buque insignia del desafío nacionalista. Del mismo modo, otro proceso colectivo de éxito, el fin del terrorismo de ETA, es cuestionado y se revive temporalmente, justo cuando comienza a ser estudiado en profundidad por una nueva generación de historiadores.

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La nueva legitimidad de origen precisa de una reinterpretación del pasado que sirva en bandeja un presente apocalíptico. Un imaginario cada vez más particular y alejado en el tiempo fija las coordenadas, el campo de batalla, de la guerra cultural por el significado de la Transición. El interés por el periodo ha crecido exponencialmente desde la ampliación del currículum de Bachillerato con dos nuevos bloques correspondientes a las dos primeras décadas del siglo XXI. La propuesta de recentralización y de vuelta al viejo modelo de Selectividad, a pesar de que las competencias sean autonómicas, muestra la precisión de ese movimiento simultáneo de deslegitimación y apropiación de la historia actual.

La crítica al sistema educativo público, (una reciente encuesta muestra la mala opinión generalizada de los españoles hacia la educación) desde una visión de la Historia de España con carácter retroactivo, extendida linealmente desde Atapuerca, es otra muestra del ataque conjunto a todo punto de arranque democrático común. El rigor histórico, ya se sabe, no importa, pero esta situación, retroalimentada por la polarización y el enfrentamiento político cada vez más enconado, nos debe hacer reflexionar, al menos, sobre determinados aspectos. La española no es la primera sociedad europea con un crecimiento vegetativo nulo que culpa de los malos resultados escolares a los hijos de los extranjeros. El racismo y la xenofobia siguen siendo dos de los grandes males de nuestro tiempo. Sus profundas raíces históricas y sociales, agitadas periódicamente en aras de la desestabilización y de la violencia, afloran en cada nueva versión de la guerra cultural; su objetivo es la confrontación directa contra toda explicación crítica con el pasado colonial o esclavista. No fuimos los primeros ni los únicos pobladores de nuestro entorno. Nuestra posición geográfica favoreció la llegada de lenguas, sociedades y religiones distintas, del mismo modo que nos sumamos a la larga marcha del éxodo, la migración y el exilio europeos. Una historia singular pero diversa, de necesidad y supervivencia, de gente corriente que nunca salía en los libros o en los retratos de época. Por eso es tan importante que aparezcan hoy en las pantallas de los móviles, para que los más jóvenes puedan verse reflejados en otros tantos orígenes como realidades hubo en el pasado.

La mayor parte de este cambio acelerado se ha producido en el mundo rural, muy castigado por el despoblamiento, la globalización económica y la toma de decisiones desde las grandes ciudades. Esa gran mutación, la de la población activa, ha propiciado el borrado masivo de nuestros recuerdos. Hemos olvidado la migración del campo a la ciudad, la del desarrollismo de los años sesenta y ya no queda suelo de la reconversión industrial de los ochenta sin urbanizar. No hemos transmitido nuestros vínculos más cercanos que apenas son reconocibles. La búsqueda de referentes en el pasado remoto, en cambio, se ha disparado a través de internet y de las redes sociales. Más allá de una versión adulterada de los acontecimientos, ofrecen una explicación del mundo, una cosmovisión que impide entender el presente como el resultado de un proceso histórico y sirve como combustible de la polarización. Por eso se hace tan necesario como urgente consensuar el estudio del tiempo, de las raíces y de las formas del presente. Mientras tanto, seguirá a expensas de una playlist programada para generar más odio y enfrentamiento; una respuesta a la crisis diseñada para crecer exponencialmente y pasar de las comunidades virtuales a las reales. Tan solo necesita mantener un punto de origen muy claro: el ruido constante. Fatídico momento en que la cultura y las teorías de la conspiración quedaron unidas, auspiciando, de nuevo, fenómenos que creíamos desaparecidos, bajo una manera de pensar mitificante y milenarista.

Si no lo estudian ni comprenden como parte de su mundo, las generaciones que no han vivido estos hechos heredarán el comienzo del siglo XXI como una larga cadena de recuerdos enfrentados, no como una serie de acontecimientos históricos. Identificarse socialmente con un punto de origen lejano, dividido y enfrentado, no puede más que condenar al fracaso a la educación como herramienta de integración. Estamos transmitiendo el pasado como un reflejo de nuestra sociedad, como una respuesta emocional, una mueca identitaria que solo se puede amar u odiar. Las luces y sombras de un proceso acelerado de cambio se apagan en este presente continuo. Como decía Henry Rousso refiriéndose a la II Guerra Mundial, la historia del presente es la historia desde la última catástrofe. La Transición, con todas sus limitaciones, ponía fin, pasaba página a la dictadura. El 11-M detuvo, volvió atrás el tiempo, situando nuestro punto de origen en el mismo punto de fricción del que no hemos salido.

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