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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Asentamientos indignos

España no puede dejar sin resolver indefinidamente las infrahumanas condiciones de vida de trabajadores migrantes en Almería y Huelva

Dos migrantes buscan calzado en el asentamiento de Atochares, en la localidad de San Isidro, dentro del municipio de Níjar, Almería.
Dos migrantes buscan calzado en el asentamiento de Atochares, en la localidad de San Isidro, dentro del municipio de Níjar, Almería.PACO PUENTES
El País

Cerca de 8.000 migrantes, muchos de ellos en situación irregular, viven todo el año en asentamientos chabolistas de Almería y Huelva en unas condiciones infrahumanas e indignas de un país que figura entre los más ricos de Europa. La cifra es solo aproximada y proviene de los cálculos de las organizaciones no gubernamentales, ya que no existe censo oficial. Son los trabajadores que han contribuido con su labor en los invernaderos de plástico —ambas provincias concentran casi el 88% de la superficie andaluza cultivada con ese método— a un pujante sector hortofrutícola que factura entre ambos territorios alrededor de 5.000 millones de euros. Un trabajo en el que abundan salarios ínfimos, jornadas eternas, malas condiciones de salubridad y otras “flagrantes” violaciones de derechos básicos, como denunció hace ahora un año la ONG británica Ethical Consumer.

Verse obligado a vivir en esas condiciones de exclusión y con carencias básicas resulta intolerable en la España del siglo XXI, pero aún lo es más cuando esta situación se viene arrastrando desde hace casi 25 años con plena conciencia de las administraciones implicadas, que llevan demasiado tiempo pasándose el problema sin terminar de abordar políticas eficaces. “Viven como animales”, denunció el relator especial sobre la extrema pobreza de la ONU, Philip Alston, cuando visitó en febrero de 2020 un asentamiento de temporeros inmigrantes en Lepe (Huelva). La situación no ha mejorado sustancialmente desde entonces.

Las condiciones de estos poblados de infraviviendas han sido también criticadas por el Grupo de Expertos en Acción contra la Trata de Seres Humanos dependiente del Consejo de Europa y analizadas por la Eurocámara.

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Pese a algunos esfuerzos recientes —el Gobierno andaluz puso en marcha hace ocho meses un plan interinstitucional que aún debe arrojar frutos tangibles—, las políticas públicas no han logrado el resultado deseado: comenzar a erradicar una realidad sangrante.

Cualquier propuesta real de futuro pasa por una acción organizada entre todas las administraciones y los empresarios que emplean a los ocupantes de los poblados.

No existen soluciones fáciles para problemas tan complejos como este —y la xenofobia alentada por la ultraderecha jamás es una solución—, pero medidas como facilitar a los trabajadores más y mejores lugares para alojarse, garantizar que los migrantes que residen en estos asentamientos puedan empadronarse sin trabas burocráticas —solo una de cada cuatro lo está en Almería— o que cualquier desalojo —su gran miedo pese a todo— vaya acompañado de una alternativa no pueden retrasarse más. La sociedad española no debe resignarse a que esta vulneración de derechos humanos básicos forme parte del paisaje.

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