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tribuna
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La ley seca digital

Las propuestas de limitar el acceso de los jóvenes al entorno digital surgen de una preocupación completamente razonable, pero asombra la velocidad a la que hemos pasado de la teoría de los nativos digitales a “el móvil fríe el cerebro de los adolescentes”

Rendueles 070224
Enrique Flores
César Rendueles

Siempre que tengo una conversación con un adulto sobre cómo y cuánto usan los teléfonos móviles los adolescentes le pido que compruebe las estadísticas de uso de su propio teléfono. Algunos ni siquiera saben que existen. La mayoría descubren horrorizados la cantidad de horas de vida que regalan a aplicaciones triviales. Lo más parecido al uso que hace un adolescente del teléfono móvil es el uso que hace un adulto del teléfono móvil.

La tecnología digital se ha incorporado a nuestras vidas profunda y larvadamente. Sabemos que tenemos escaso control sobre ella pero, al mismo tiempo, sentimos que nos proporciona algún tipo de satisfacción cortoplacista que va más allá de su utilidad inmediata. Tal vez por eso se ha popularizado una versión tecnológica de la teoría del anzuelo químico con la que a veces se intenta explicar la adicción a las drogas. Desde esa perspectiva, el consumo compulsivo de drogas sería el efecto automático de la reacción química que ciertas sustancias, como la heroína, producen en nuestro cerebro, con independencia de nuestra voluntad o del contexto social. A veces hablamos como si pasara algo parecido con la tecnología digital. Los algoritmos diseñados para competir por nuestra atención producirían en nuestras mentes un efecto mecánico que sería particularmente agudo en los cerebros inmaduros de los jóvenes.

La metáfora de la adicción para explicar nuestra relación con la tecnología digital es muy pobre. Normalmente, cuando hablamos de “los móviles” o “la tecnología” nos referimos a muchas cosas distintas a la vez: redes sociales, herramientas de trabajo, información enciclopédica, diferentes formas de consumo… Casi nadie está en contra de que un joven emplee un teléfono móvil para aprender una coreografía, grabar un corto de ficción o jugar al ajedrez. El símil toxicológico difumina todas esas diferencias. Pero es que, además, esa concepción de las adicciones ni siquiera funciona para las drogas duras. La teoría del anzuelo químico es mala ciencia. Hoy sabemos que en el consumo de drogas hay pocas cosas que importen tanto como el contexto. Las mismas ratas de laboratorio que viven en condiciones de cautividad extrema y prefieren morir de hambre antes que dejar de drogarse desprecian la heroína cuando las estudiamos en un entorno agradable en el que pueden desarrollar vínculos con otros miembros de su especie.

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Tal vez en la crítica de la concepción tradicional de las adicciones haya una moraleja interesante para entender nuestra relación con el mundo digital. Casi nadie “elige”, en ningún sentido razonable de la palabra “elegir”, dedicarse a vagar sin rumbo por las redes sociales en vez de ver a sus amigos, tocar un instrumento musical o lo que sea que le suponga una fuente de realización personal. El móvil es nuestra elección residual cuando las actividades y relaciones significativas no están presentes en nuestras vidas como nos gustaría, ya sea porque no están efectivamente disponibles o porque sentimos que no tenemos el tiempo, la energía o la disposición adecuada para dedicarnos a ellas. Se suele decir que nadie en su lecho de muerte se reprocha no haber dedicado más tiempo a su trabajo de oficina, me cuesta imaginar que en esa misma situación alguien eche de menos no haber pasado más horas subiendo fotos a Instagram. Nuestra relación compulsiva con la tecnología tal vez no habla tanto de los smartphones y su capacidad intrínseca para absorber nuestra atención como de una experiencia de vida empobrecida por el trabajo asalariado, la fragilización de las relaciones personales y el consumo hedonista; y de nuestra impotencia colectiva para construir una alternativa a todo eso.

Las propuestas de limitar el acceso de los jóvenes al entorno digital surgen de una preocupación completamente razonable. La inquietud acerca de qué papel deberían desempeñar las herramientas digitales en nuestras vidas es un avance importante respecto a décadas de aceptación acrítica de cualquier novedad tecnológica por muy inquietante o manifiestamente idiota que fuera. Pero también es una preocupación que corre el riesgo de deslizarse hacia el pánico moral si se limita a un cambio de humor en nuestra relación con la tecnología: un paso de un tono mayor a otro menor. Antes nuestro smartphone era un maná benefactor cargado de utopía, ahora nos parece un Leviatán en manos de supervillanos, pero siempre es una especie de tsunami sobre el que no tenemos ninguna capacidad de intervención más allá de refugiarnos en algún lugar elevado.

Hemos pasado de la teoría de los nativos digitales a “el móvil fríe el cerebro de los adolescentes” a una velocidad asombrosa. Si uno lo piensa desde el punto de vista de los niños, nuestra volubilidad debe resultar desconcertante. Las mismas personas que se maravillaban de su capacidad para manejar pantallas táctiles antes de aprender a hablar, que llenaron sus aulas de pizarras digitales, que sustituyeron los libros de texto por tabletas, que entregaron a multinacionales tecnológicas el control de las plataformas y los correos electrónicos educativos, que les obligaron a llevar relojes geolocalizados, que les regalaron un móvil en la primera comunión... Esas mismas personas, digo, manifiestan ahora su alarma por la cantidad de tiempo que pasan viendo vídeos tontos en TikTok. La mejor muestra de esta paradoja es que la exigencia de regulación se está concretando en medidas redundantes —los móviles llevan años muy restringidos en los institutos— o incluso inferiores a las ya existentes: la edad mínima para usar legalmente WhatsApp en España es de 16 años.

La pretensión poco realista de que los jóvenes se comporten como monjes de clausura digitales es una forma de eludir nuestra responsabilidad colectiva en la construcción de un entorno tecnológico brutalizado. Hay gente que, con razón, defiende la educación como alternativa a la castidad digital. Pero, por otro lado, hay que enseñar a usar bien... ¿qué? ¿Inmensas concentraciones de capital monopolista que pelean a muerte por nuestra atención? La verdad es que la principal dificultad que tenemos para intervenir en el ecosistema digital es una arquitectura tecnológica diseñada para beneficiar a las grandes empresas de comunicaciones. Cualquier propuesta de regulación choca con la consideración legal de las grandes tecnológicas como proveedores de servicios y no como medios de comunicación obligados a responsabilizarse de lo que difunden.

Hace no mucho tiempo, aunque hoy parezca historia antigua, alguna gente soñó con una cultura digital libre. Imaginaron una esfera pública digital sometida a la deliberación democrática. Pensaron que lo que ocurría en nuestras pantallas y fuera de ellas estaba conectado de un modo más complejo de lo que creían los tecnoutopistas. Por un lado, la privatización digital regalaba un enorme poder sobre nuestras vidas a las grandes corporaciones y, además, nos impedía descubrir el alcance social de esas tecnologías. Tenemos en nuestro bolsillo ordenadores más potentes que los que usó la NASA para viajar a la Luna y los empleamos para compartir vídeos de gatos. Por otro lado, el descubrimiento de esas posibilidades obturadas por la privatización formaría parte necesariamente de un proyecto de cambio político más amplio. La lucha por una sociedad más justa e igualitaria crearía también las condiciones para esos usos emancipadores de la tecnología digital. Seguramente era un programa ingenuo pero me parece mil veces preferible a vernos como ratas de laboratorio aisladas en una caja, resignadas a consumir toda la droga que les ofrezcan y con la única alternativa de rogar por una ley seca que impida que se la suministren.

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