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tribuna
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La marca del profeta ultra

El individuo radicalizado es un tipo hipermasculino, orgulloso, que no le teme a la corrección política ni a los sermones del buenismo, que no se esconde de ser un macho y que señala a los sistemas democráticos con el brazo bien estirado

Un grupo de falangistas protesta contra la amnistía y la reelección del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.
Un grupo de falangistas protesta contra la amnistía y la reelección del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Juan Carlos Rojas (LAPRESSE)
Amanda Mauri

Podría entenderse como una guerra de superficies. Donde hasta hace poco piaba un simpático pajarito celeste, ahora se impone una X siniestra, belicosa, blanco sobre negro, juego de contrastes, de extremos. Una señal en el suelo: X marcando un lugar en un mapa —”aquí es”—, o afirmando la posesión de un territorio —”esto es mío”—. Aunque también puede tratarse de la marca de la negación, X sobre el rostro enemigo —“liquidado”—.

El nacimiento de X no es un simple cambio de imagen. Twitter prometía diálogo y vinculación, X enarbola el estandarte de la agresividad, y cada vez gana más terreno a los reductos de entendimiento e intercambio. La radicalización progresiva del espacio ha degradado los códigos sociales de la plataforma, favoreciendo el señalamiento y el vómito de odio. Aunque la marca X no representa la realidad de sus usuarios, sí cede espacio a una estética que bebe de la simbología ultra. A quienes se identifican con la extrema derecha, X puede ofrecer un espacio de pertenencia y de construcción de identidad.

El individuo radicalizado que emerge de este giro estético es un tipo hipermasculino, orgulloso, que no le teme a la corrección política ni a los sermones del buenismo, un tipo que no se esconde de ser un macho, que señala a los sistemas democráticos con el brazo bien estirado y afirma que no los necesita, que su espacio se encuentra en otro lugar, por fuera, en las tierras de la Gran Reacción, poblada por profetas de patilla larga y aspaviento fácil, tupés anaranjados, torsos al viento, retóricas tramposas basadas en el rencor, en la incertidumbre, en el agravio y en la pérdida de un pasado glorioso que debe reinstaurarse.

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La identidad ultra es hipérbole, dramatización, performance de la intolerancia y la invulnerabilidad. Un nuevo ideal que ronda la masculinidad y, especialmente, la juventud, y cuyo avance se ve reflejado en la primera encuesta del CIS sobre la percepción de la igualdad de género. Un 44,1% de los hombres afirma que el feminismo ha ido tan lejos que ahora se les discrimina a ellos. El porcentaje sube al 51,8% entre los 16 y los 24 años. Esto no significa que la mitad de los hombres españoles comulguen con retóricas de la ultraderecha, ni tampoco que estén en contra del feminismo. Más bien, los resultados apuntan a un recrudecimiento de posiciones extremas, a la emergencia de una oposición vehemente contra la igualdad de género que desequilibra la media.

Podría, si no fuera por la elocuencia de los datos, entenderse como una guerra de superficies. El hacha cruzada contra el coro de pajaritos cantores. Pero la estética no es simplemente reflejo, ni espejismo, de la sociedad. El poder se conjuga en planos éticos y estéticos. Si la ética está asociada a la verdad y la moral, la estética se ocupa de la belleza y de su impresión en la sensibilidad humana. A la primera, la relacionamos con la voluntad, con los contratos sociales, con la razón y el compromiso consciente. A la segunda, con la experiencia emocional, con las corrientes afectivas que subyacen nuestro pensamiento lógico.

Hablar de la emergencia de una estética ultra es hablar de un proyecto político que genera unas ficciones de verdad concretas y sus propios códigos morales. La identidad ultra existe en tanto que negativa, es lo que sus enemigos no son —esa X cruzando el rostro ajeno y repudiado—. Bajo un ademán de rebeldía y hartazgo —rebeldía contra el sistema y las instituciones, hartazgo de tanto parloteo sobre igualdad y justicia—, se retuerce un helecho de raíces profundas, nada originales: fascismo, xenofobia, supremacía blanca, machismo, militarización y privatización de la vida, virilidad a la vez que victimización, odio como máscara para el miedo, violencia para ocultar la soledad.

La identidad ultra no carga contra el feminismo, el antirracismo o el ecologismo por maldad, ni porque haya encontrado en la injusticia su cruzada personal. Sería ingenuo reducir unos procesos sociales tan complejos a una cuestión del mal contra el bien. Lo ultra no repudia necesariamente las luchas sociales per se; repudia sobre todo aquellas que han encontrado un espacio en el sistema, por marginal o parcial que sea —sistema del que ellos se sienten excluidos y del que reniegan fundando nuevos reinos a los que pertenecer y prosperar—.

Lejos de despreciar la identidad ultra como una anomalía abominable, esta debe ser atendida y entendida. Es necesario preguntarse quiénes son aquellos que desequilibran la balanza en este 44,1%. De dónde nacen sus ideas, de dónde sus miedos. Qué discurso replican, a cuál responden. Qué estética les arropa. Desarticular el discurso ultra no pasa por librar una guerra de superficies, sino por subvertir la lógica en la que este se apoya para existir. No negar la existencia del adversario, sino reconocerlo para oponerse a su avance. Es decir: convertir la negación en incógnita. Despejar la X que tacha el rostro desconocido y ver qué queda, qué puede aparecer.

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