Íñigo Errejón quiere viajar en tren
El reto es mantener un discurso medioambientalista y hacerlo compatible con la justicia social y el optimismo económico, pero es urgente de cara a un futuro que ya se ensaña con la naturaleza en estos calurosos días de invierno
Si Max Aub afirmaba con buen tino que uno es de donde ha hecho el Bachillerato, yo diría que soy de donde estaba mi primer trabajo, en el barrio de las Letras, o de Huertas, como lo llamábamos los periodistas más alegres que documentados que trabajábamos en aquella radio que se asomaba a los tejados de Madrid. Allí me gradué en callejerismo, gané mi primer sueldo, tartamudeé ante un micrófono; allí, rondando sus bares de barrio castizo, bebí vermú, ligué, bailé, jugué con soltura al billar y vi amanecer comiendo churros en algún bar de taxistas. Edifiqué mi patria grande muy lejos de las aulas, en un entramado de calles donde, a pesar de tener que sortear el acoso de algún yonqui, siempre me sentía más segura que en los pasillos de mi casa. Poco queda de aquel barrio de menús baratos: si el centro mugriento se fue haciendo goloso para jóvenes que reformaron los viejos pisos galdosianos, hace ya un tiempo que ha ido quedando en manos de un turismo que abarrota las calles en festivos y hace casi imposible la vida social.
Muchos vecinos hay con ganas de rendirse, pero aún quedan resistentes, entre ellos, esos que se agrupan en torno a la asociación de vecinos y que persisten tozudos en la defensa de aquello que aún puede salvarse. Dice Víctor Rey, su presidente, con el que compartimos cañas tras un club de lectura, que hasta le ha llamado The Guardian para indagar sobre la fiebre arboricida del Ayuntamiento de Madrid. Ellos plantan cara y se manifiestan por los árboles amenazados de nuestra querida plaza de Santa Ana. Yo escucho a estos vecinos admirada, pensando que siempre hay alguien que antepone la acción a la desesperación. Benditos sean. Cuenta Víctor que en los mustios días de la pandemia sintió de pronto una honda emoción al ver brotar musgo en las grietas del asfalto, versión urbana de los versos de Violeta Parra: la prueba de que la naturaleza lleva las de ganar en este pulso que mantenemos con ella.
Dice otra vecina, Marian Garrido, que en algún momento ella se creyó aquello de que saldríamos mejores. Ahora observa cómo esa vana ilusión se ha convertido en objeto de burla de los cínicos. Es cierto que lo más difícil hoy es creer que se puede ganar alguna batalla al deterioro medioambiental. El problema ya no son los negacionistas del cambio climático, sino este sistema imparable y acelerado de consumo que arrastra a los gobiernos a embarcarse en proyectos que fomenten más consumo y más récords turísticos.
Al Partido Popular le resulta fácil decir que los socialistas odian el turismo y a los socialistas, difícil sostener un discurso medioambiental con el desafío que supone. Un día, confiamos en la brillante determinación de Teresa Ribera por la defensa de un universo sostenible y al siguiente aparecen cifras triunfales que colocan al turismo como locomotora de nuestra economía; Pedro Sánchez anuncia una ampliación del aeropuerto de Barajas de la que ignoramos las razones y al tiempo se nos informa del gasto de agua que provoca el turismo masivo en una comunidad que sufre una brutal sequía. A las críticas de Íñigo Errejón sobre el proyecto contesta Óscar Puente, ministro de Transportes, con un sarcasmo más propio de un bromista rancio que de un ministro socialista: “Íñigo quiere ir a Buenos Aires en tren”.
Comprendo que el reto de este tiempo es mantener un discurso medioambientalista y hacerlo compatible con la justicia social y el optimismo económico, pero es urgente de cara a un futuro que ya se ensaña con la naturaleza en estos calurosos días de invierno. Yo también quiero viajar en tren, señor ministro, no a Buenos Aires, sino por España, y me conformo con que no haya averías o insólitos retrasos. También quisiera defender la vida de un árbol que es defender aire y sombra. Suena pueril, pero ya sabemos que no, que no lo es.
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