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EDUCACIÓN
Columna
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¿Es posible enseñar la felicidad?

En Harvard o Yale se imparten clases para definir el concepto de qué hace feliz al ser humano. Pero la pregunta que se impone es ¿por qué no estudiar la infelicidad y el desasosiego universal?

Estado de Penambuco, en Brasil
Un hombre celebra durante un carnaval en el Estado de Penambuco (Brasil).MesquitaFMS (Getty Images)
Juan Arias

Sí, es verdad que en las prestigiosas universidades de Harvard y Yale se estudia hoy como nueva asignatura el concepto de felicidad, algo que empieza a contagiar a otras universidades alrededor del mundo. En Brasil, por ejemplo, ya varios centros universitarios empiezan a interesarse por lo que se llama “psicología positiva” para desentrañar el complejo concepto de la felicidad.

La pregunta que se impone es si no sería mejor, en este momento histórico, estudiar más que la felicidad, la infelicidad, el desasosiego universal, el miedo al futuro, el síndrome de la ansiedad y el aumento de las drogas contra el pánico.

Es sintomático, en efecto, que aumentan cada día los alumnos de esas facultades nuevas sobre el tema de la felicidad. Y es que quizás lo que esté aconteciendo es que el aumento del desasosiego universal, de incertidumbre de lo que será el futuro para nuestros hijos, hagan florecer en todo el mundo infinidad de recetas y enseñanzas sobre como alcanzar la felicidad.

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El problema de fondo es que al mismo tiempo que crece el gusto por el estudio sobre la felicidad, resulta cada vez más difícil concretizar las coordenadas de dicha dimensión humana que alcanza también a los animales.

Y lo curioso en nuestros días de búsqueda frenética por la felicidad es que la nueva asignatura de la psicología positiva está hurgando al mismo tiempo en los clásicos de la antigüedad a la búsqueda de fórmulas contra la infelicidad.

Desde el concepto de inteligencia emocional, que revolucionó el modo de relacionarnos con los otros para aliviar nuestras frustraciones, han pululado las fórmulas para contrarrestar la infelicidad a veces a costas de un falso escapismo a través de la química.

No es extraño que en la búsqueda frenética se multipliquen las publicaciones sobre el intento de definir la felicidad o la infelicidad. En Brasil, la editorial Sextante, el psiquiatra Daniel Martins de Barros acaba de publicar Vivir es mejor sin tener que ser el mejor. Ello demuestra que al final la felicidad no consiste, como siempre se ha pensado, en la corrida a ser el primero, el más inteligente, el más rico, el más aplaudido.

Por ello creo que más que fórmulas nuevas y creativas sobre cómo alcanzar la felicidad, deberíamos estudiar qué es lo que hoy hace infeliz a los humanos. Sería el modo mejor para, aunque sea sin atajos y a través de complejos laberintos, descubramos qué es, o mejor, qué no es la verdadera felicidad.

Y en esa línea es verdad que quizá el mejor camino para llegar a una posible definición sobre la felicidad, que seguramente es imposible, sí lo sea la búsqueda de lo que hoy engendra infelicidad y desasosiego, palabras que sí son hoy de rabiosa actualidad.

Ha sido, en efecto, la llamada sociedad del consumo, el santuario del peor de los capitalismos, lo que ha inyectado en las venas de la modernidad, ese desasosiego que empaña cualquier empeño en la adquisición de la felicidad.

Si un día se identificaba felicidad con riqueza y comodidad, con acumulación de dinero y de objetos, con la ambición de poseer, hoy empezamos a entender, y eso sí es digno de nuevos estudios, que vuelve con rabiosa actualidad, el viejo adagio de “menos es más”. Y es esa la sabiduría de los antiguos filósofos y de las escuelas de espiritualidad. No rezuma, en efecto, más belleza un local abarrotado de muebles por lujosos que sean, que la simplicidad de las celdas de los antiguos monjes que, despojados de casi todo, eran los que más vivían de su entorno y ciertamente los menos infelices.

Siempre me impresionó, cuando estudiaba a los clásicos griegos y latinos, cómo eran capaces, con el mínimo de vocablos abrazar toda una filosofía de vida que, curiosamente, vuelve hoy a ser actual en medio a la novedad de la inteligencia artificial, para citar la última locura inventada por el Homo Sapiens y de la que quizá llegue un día a arrepentirse.

Los filósofos latinos acuñaron una expresión con solo tres palabras que podría ser hoy el corazón de todos los estudios universitarios: In medio virtus. La virtud, y por ella los antiguos filósofos entendían la felicidad, está en el medio, no en los extremos. El centro es el fiel de la balanza, es el equilibrio, el sosiego, la alegría contenida. También el silencio que es la antesala de la creatividad.

En mi vida me he cruzado con personajes que sufrían no porque les faltase algo, sino al revés porque les sobraba todo y querían más. No es cierto que los mayores desasosiegos, las mayores amarguras se encuentren entre los pobres, porque ellos, al revés de los que le sobra todo y les aburre tener tanto, saben sacar alegría hasta de los pozos más profundos de su abandono.

No estoy hablando de política, sino de psicología, porque la política, que hoy en vez de imitar a los sabios latinos de que la virtud está en el centro y no en los extremos, se empeña en precipitarse cada vez más hacia los extremismos y acaban así desequilibrando la convivencia universal. Triunfan, contra toda la sabiduría ancestral, los extremistas de cualquier color. Está en crisis la sensatez, el sosiego, la justicia, la moderación, la lucha contra la injusticia. Hasta las elecciones políticas las ganan la estridencia, la extravagancia, cuando no la vuelta a las viejas tiranías, aunque a veces disfrazadas de modernidad y novedad.

Nada más viejo, más trasnochado, más desalentador, más enloquecedor que el ruido no ya de los viejos cañones de guerra, sino de los sutiles disfraces de la moderna felicidad.

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