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Tribuna
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¿Gran coalición? España no es Alemania

Los medios germanos muestran su perplejidad ante el hecho de que la política española no refleje un acuerdo entre las dos grandes fuerzas, pero hay importantes diferencias entre ambos países

Tribuna Núñez Seixas 22/12/23
DIEGO MIR
Xosé M. Núñez Seixas

La intervención de Pedro Sánchez en el Parlamento Europeo el pasado 13 de diciembre y su polémica verbal con el presidente del Partido Popular Europeo, el eurodiputado democristiano alemán Manfred Weber, acerca de la ley de amnistía y la pertinencia o no de pactar con “los extremos”, pusieron de manifiesto una profunda divergencia de percepción que va más allá del debate coyuntural. Desde las elecciones de julio de 2023, varios comentaristas políticos y corresponsales alemanes de diversos medios han mostrado su perplejidad ante algo que en su país es normal desde hace varias décadas: la conformación de un gobierno de gran coalición entre los dos partidos centrales del sistema político, socialdemócratas y democristianos, cuando la aritmética parlamentaria no permite la construcción de alternativas conservadoras con liberales, o socialdemócratas con ecologistas y liberales. A eso se unen diversas combinaciones en los distintos gobiernos regionales de los Länder: Jamaica (democristianos, liberales y ecologistas), semáforo (ecologistas, socialdemócratas y liberales), Kenia (socialdemócratas, democristianos y ecologistas)... En teoría, tanto Die Linke, el partido heredero en parte del antiguo partido socialista unificado de la RDA, como la derecha radical (Alternativa por Alemania, AfD) han sido excluidos de esas coaliciones, aunque excepciones ha habido. Y la derecha democristiana (CDU y su partido aliado, los socialcristianos bávaros de la CSU) se debate entre la conveniencia de pactar con la extrema derecha o excluirla, con el riesgo de que atraiga voto protesta.

De ahí la sorpresa con que desde Alemania se ha juzgado a menudo el hecho de que el PSOE y su líder hayan desoído los cantos de sirena del PP de Núñez Feijoo, y de algunos veteranos de su propio partido, para conformar un gobierno de gran coalición. ¿Cómo es posible que, si las urnas favorecieron a los dos grandes partidos en detrimento de Vox y Sumar, pero también en parte de los independentistas catalanes, Sánchez prefiere pactar con una ensalada de partidos territoriales, incluyendo al prófugo Puigdemont?

Las respuestas han sido a menudo superficiales, y calcos de las campañas mediáticas de desprestigio de Sánchez. A menudo se ha destacado la desmedida ambición de poder del presidente español, incapaz de anteponer el interés general del país y su estabilidad a su deseo de poder. Sin embargo, convendría recordar algunas diferencias inmediatas entre la situación alemana y la española. Primera, la agresividad de la campaña electoral del PP, basada en el rechazo a un constructo imaginario, el sanchismo, plagada de descalificaciones. Un estilo cultivado ya por el líder popular en sus tiempos gallegos —la campaña autonómica del 2009 incluyó hipérboles y bulos con apoyo de medios amigos—, y que tiene precedentes tanto en el Váyase, señor González de 1993 y 1996, como en el antizapaterismo de 2008 y 2011. Pero que mina los puentes para cualquier entendimiento posterior, incluso aplicando la dieta que recomendaba Churchill a los políticos, la de tragarse sus propias palabras. Segunda, la fuerza electoral e institucional de los nacionalismos subestatales, en parte orientados a la izquierda o el centro-izquierda, lo que crea un terreno favorable para el entendimiento entre culturas políticas con amplio terreno compartido, y una actitud similar hacia el pasado reciente. Invocar la unidad nacional y la integridad del Estado frente al separatismo todavía recuerda demasiado a tiempos pasados, y sólo ha funcionado en circunstancias excepcionales: el País Vasco en tiempos de violencia terrorista y frente abertzale; y la respuesta inmediata al desafío catalanista de 2017. Tercera, por muy discutibles que sean algunas amistades exteriores de Podemos y otras fuerzas, no son comparables a un partido sucesor —en parte— del partido único de una dictadura, como en el caso alemán.

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Más allá de lo anterior, hay otras diferencias de fondo que hacen difícilmente imaginable un gobierno de gran coalición entre PP y PSOE. En parte tienen que ver con la historia y la gestión de la memoria de la guerra civil de 1936-39 y del pasado franquista.

Primero, el rechazo visceral de amplios sectores del PP a cualquier política de memoria democrática, así como a asumir un recuerdo crítico de la dictadura como instrumento de mejora de la calidad de la democracia española. Algo que ni CDU ni CSU cuestionan en Alemania, y ni siquiera (al menos de forma explícita) AfD. La derecha española insiste desde hace décadas en las bondades del pacto del olvido durante la transición, la intangibilidad de la Constitución de 1978 y la inconveniencia de “desenterrar muertos”. Ve en toda política de reparación simbólica semillas de revanchismo.

¿Por qué esa cerrazón? No existió en España nada parecido al consenso antifascista de posguerra que, con sus olvidos interesados, contribuyó a la reconstrucción de las legitimidades nacionales y los sistemas políticos de varios Estados de posguerra, Alemania occidental entre ellos, con acuerdo en la construcción de un Estado del Bienestar. Los fundadores de la CDU o del liberal FDP no provenían del nazismo, aunque entre sus cuadros hubiese antiguos nazis. En España no podía haberlo porque los orígenes de la derecha liberal-conservadora se sitúan en la propia dictadura: siete exministros franquistas, siete, fundaron Alianza Popular, antecesora del PP, todavía como grupo de procuradores de la Cortes franquistas. Apenas un puñado de democristianos, como nos recuerda Óscar Alzaga, venían de la oposición antifranquista. Una condena coherente de la dictadura franquista parece a la derecha española un cuestionamiento de la legitimidad de sus orígenes, incluso entre los más jóvenes.

Segundo, y vinculado con lo anterior, una fuerte reticencia entre amplios sectores del PP a ver en Vox un peligro para el sistema democrático, algo más que un hijo prófugo y algo gamberro surgido de sus entrañas; y que alguna vez retornará al redil cuando depure excrecencias neofalangistas y neocatólicas. Algo ruidosos en su expresión de patriotismo español, pero que no ostentan banderas preconstitucionales —si bien en las manifestaciones de Ferraz resurgieron de las catacumbas— y que proclaman su lealtad a la Constitución. ¿Ultraderecha, neofascistas…? No, patriotas descarriados, algo excéntricos, homófobos y antifeministas. Y a fin de cuentas piensan algo parecido acerca de la integridad de la patria, la guerra civil y el franquismo. Por el contrario, la actitud de democristianos y liberales ante la derecha radical alemana ha sido mucho más coherente con la defensa de los valores democráticos, la tolerancia y el pluralismo.

Tercero, la complejidad de la cuestión nacional. Fuera del partido de los daneses de Schleswig-Holstein y alguna ocurrencia de la CSU bávara, ni SPD ni CDU en Alemania tienen visiones tan opuestas acerca de cuál es su nación. Optan por un patriotismo poco visible, discreto, europeísta y constitucional, donde lo fundamental no es el texto constitucional en su literalidad, sino los valores a él asociados. Por el contrario, en España el PSOE acoge en su seno, ciertamente, opiniones y sensibilidades más equiparables al autonomismo moderado del PP, pero también al autónomo PSC catalán, sino a sectores federalistas (gallegos, valencianos, vascos…), comprometidos con una España plural, descentralizada y quizá federal. El autonomismo proactivo de algunos sectores del PP es cosa del pasado. Ponerse de acuerdo en cómo afrontar la pluralidad hispánica entre PP y PSOE parece empresa imposible, que rompería sus costuras internas.

Parece obvio, pero conviene reiterarlo. España no es Alemania. Ni Francia, ni Italia. Aplicar lentes propias a realidades más complejas, y distintas, exige un trabajo previo de inmersión y comprensión.

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