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Una agenda social potente para justificar una medida excepcional

El debate de investidura ha tenido la virtud imprevista de evidenciar los objetivos de un Gobierno de izquierdas

Pedro Sánchez recibe el aplauso del hemiciclo tras ser investido presidente del Gobierno.
Pedro Sánchez recibe el aplauso del hemiciclo tras ser investido presidente del Gobierno.Claudio Alvarez
Jordi Gracia

Lo que evidenció de forma incluso reiterativa el debate de investidura fue la centralidad de la agenda social del Gobierno de coalición para los próximos años: la minuciosidad enumerativa de las políticas ya adoptadas y el detalle sobre los numerosos planes del futuro Gobierno eran la mejor manera de transmitir para qué van a servir los votos de los 179 diputados y el efecto real y práctico que tendrá impedir el acceso al poder de una coalición que incluiría necesariamente los votos de la ultraderecha, como sucede ya en comunidades y ayuntamientos. Resistirse a acordar una amnistía significaba el riesgo de ver subir un peldaño más institucional a una ultraderecha que está comiéndose por dentro la confianza de los conservadores en sus propias fuerzas (quizá incluso contra el perfil natural de la mayoría de sus votantes, al menos de fuera de Madrid). Volvió a acertar Aitor Esteban: el motor del PP está gripado por usar aceite Vox.

Fuera del alarmismo retórico y la insultante desfachatez de la ultraderecha, el debate de investidura ha tenido la virtud imprevista y seguramente programada de evidenciar dónde están puestos los objetivos de un Gobierno de izquierdas. Dicho de otro modo, las medidas socialdemócratas que desplegaron tanto Pedro Sánchez como Yolanda Díaz —es decir, los dos socios del futuro gobierno— funcionaron como potente antídoto contra la alarma, el disgusto o la resistencia que causa el acuerdo de una ley de amnistía a numerosos votantes socialistas: solo la ejecutoria efectiva del Gobierno y la hondura de sus medidas podrá convencer a sus votantes de que valió la pena.

La investidura ratificó la lógica desplegada desde el inicio del debate en la mañana del miércoles: la condición de posibilidad para mantener y ampliar el rumbo del actual Gobierno de coalición ha sido una ley de amnistía en la que nadie pensaba hace tres meses, y ese precio ha sido considerado aceptable por 179 diputados, de los que hace tres meses casi ninguno pensaba en ella. La alternativa cruda era amnistía o repetición electoral. De esa “circunstancia” o “vicisitud”, como la llamó Sánchez, nace la determinación de aplicar el “perdón” (lo dijo Sánchez al menos tres veces) a cambio del compromiso de que Junts regrese a la institucionalidad constitucional sin apelar a otra cosa, desde la tribuna del Congreso, que al cumplimiento de los acuerdos pactados con el PSOE. Sin amnistía era imposible que un partido que saboteó a conciencia el sistema democrático en Cataluña regresase a él. Esa ha sido la condición de posibilidad para el nuevo Gobierno.

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Es verdad que a buena parte de sus votantes el tiempo dedicado a justificar la amnistía les debió saber a poco. Posiblemente, no basta la compensación efectiva de tener un Gobierno de izquierdas para justificar esa medida excepcional que afecta al corazón emocional de muchos españoles, incluidos también muchos catalanes. Está en la mano de Sánchez —una vez obtenida la investidura— argumentar de forma contundente que el precio de una amnistía no se justifica solo por la presidencia, sino por una agenda social potente y el aplazamiento cuando menos indefinido del unilateralismo como práctica antidemocrática e ilegítima de Junts. Con más razón todavía cuando fue el propio presidente quien a última hora del miércoles recordó a Míriam Nogueras que no existe hoy partido en Cataluña, ni siquiera el que venció rotundamente el 23-J, es decir, el PSC, que pueda “monopolizar la voz de un solo pueblo”, entre otras cosas porque eso por fortuna no existe.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.
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