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EDITORIAL
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Frenar el acoso político

La derecha debe detener la espiral de agitación que ha desembocado en el hostigamiento a las sedes del PSOE

Un grupo de agentes, en fila frente a la valla y a los manifestantes concentrados en los alrededores de la sede del PSOE en la calle de Ferraz de Madrid, este martes.
Un grupo de agentes frente a los manifestantes concentrados la noche de este martes en los alrededores de la sede del PSOE, en la madrileña calle de Ferraz.Samuel Sánchez
El País

El acoso a un partido político, sea del signo que sea, es una línea roja clarísima para cualquier demócrata. Sobre todo cuando ese acoso lo agita otro partido y, por supuesto, cuando deriva en tensión violenta, como ha ocurrido esta semana ante la sede madrileña del PSOE. El legítimo derecho a la libre expresión y a la manifestación acaba ahí. Cuestionables en todas las ciudades españolas en las que se producen, las manifestaciones en la calle de Ferraz de Madrid han contado con la participación de individuos “con el rostro cubierto y estética ultra” empeñados en romper el cerco de seguridad, según el atestado redactado por la Policía.

Lo que se está viviendo a las puertas de las sedes socialistas es un acto sostenido de acoso a un partido democrático. Alentado por Vox, recuerda a la persecución sufrida por las formaciones constitucionalistas en el País Vasco y a los escraches más recientes a cargos públicos. Algunos dirigentes del Partido Popular compararon este martes la actuación policial con la respuesta a la violencia de los CDR independentistas, lo cual solo revela la conexión mental que hicieron al ver el lunes las imágenes de Ferraz.

La formación que gobernaba en España en 2017 y, por lo tanto, mandaba en la Policía cuando reprimió, en un error histórico, el referéndum ilegal de Cataluña, aparece ahora preocupada por el uso de la fuerza cuando se manifiestan sus socios y los agentes detectan la presencia de individuos potencialmente peligrosos. Pedir explicaciones no tiene credibilidad cuando es a la carta.

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De hecho, la primera reacción del PP este martes fue un comunicado en el que no expresaba condena alguna, sino que recordaba las protestas frente a sus sedes tras los atentados del 11-M, lo que habla de sus propios traumas. El partido liderado por Alberto Núñez Feijóo tuvo este martes verdaderas dificultades para desmarcarse de los actos de acoso. Esa condena llegó con matices que revelan una cierta indulgencia hacia los radicales.

No se puede ocultar cómo hemos llegado hasta aquí. Desde que las negociaciones entre el PSOE y el independentismo catalán para la investidura de Pedro Sánchez ocupan el escenario político, las derechas están utilizando la calle para elevar la presión. La estrategia no es muy diferente de la que usó el propio independentismo durante los momentos más tensos del procés. Se intenta dar la sensación de que las calles están incendiadas contra decisiones supuestamente antidemocráticas para así desestabilizar al adversario. Es imposible que ignoren los riesgos de relativizar las consecuencias de esta estrategia irresponsable. Toda violencia política, por embrionaria que sea, merece condena por igual. Contemporizar con ella solo favorece su propagación.

Aunque la portavoz de Vox afirmó que no amparan los actos violentos, por la mañana el líder de su partido, convocante junto a otras organizaciones ultras del acoso a las sedes de sus rivales, llegó a pedir a la Policía que incumpla las “órdenes ilegales”, ignorando que las únicas órdenes que recibe la Policía proceden del Gobierno legítimo. Hay momentos que ofrecen la oportunidad de distinguir quién se mueve dentro del sistema, cualesquiera que sean sus posiciones, y quién no. Este es uno de ellos. Los ciudadanos tienen derecho constitucional a la manifestación y a la expresión de la crítica política, pero los partidos responsables tienen la obligación de evitar la tensión callejera y el acoso a las formaciones democráticas. Volcar así la frustración por la incapacidad para formar Gobierno es iniciar una peligrosa deriva hacia la deslegitimación del resultado electoral, un veneno político cuyas consecuencias hemos visto en otros países.

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