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tribuna
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La ley oculta

Ellos son la norma y el universal, se naturalizan en los espacios en los que juegan, porque los ocupan libremente desde pequeños. Nadie los aparta. Son sus historias las que contamos y estudiamos

Niños, frente a un estadio de fútbol.
Niños, frente a un estadio de fútbol.MASSIMO PINCA (Reuters)

“El fútbol es el acontecimiento mundial de la fratría”, escribía aquí hace ya seis años. Aquel artículo fue motivado por una pancarta en la grada del Sadar en recuerdo del “Gordo”, uno de los integrantes de La Manada, y en él defendía que el fútbol es la institución que socializa a los hombres en el hermanamiento masculino, en el mannerbünd. Dicho hermanamiento implica que el grupo es el referente normativo último, que defenderá siempre a cada uno de sus miembros legítimos y que ante él se rinden las verdaderas cuentas.

La fratría es el mecanismo más efectivo para el mantenimiento de la hegemonía masculina, y los últimos acontecimientos en torno al comportamiento de Luis Rubiales ofrecen otra oportunidad para pensar ese vínculo entre fútbol y fratría que ha fortalecido a ambos: la fratría hizo del fútbol su reserva, su coto, y el fútbol ha mantenido y ensanchado el poder de la fratría.

Fue sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial cuando el fútbol arrasó con la diversidad deportiva precedente, con una presencia de mujeres bastante mayor de lo que podemos imaginar ahora. De hecho, en los años treinta y cuarenta, el mayor número de profesionales del deporte y los mejor pagados, eran mujeres; pelotaris de raqueta, concretamente. El fútbol se coronó como el deporte que mejor representaba la pugna entre naciones y el nuevo orden político-territorial y las mujeres fueron desplazadas.

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Como toda naturalización es un proceso de deshistorización, dirá Bourdieu, hoy la mayoría da por hecho que el fútbol es masculino y la sobrerrepresentación de varones (el 92 % de los federados en España) se considera efecto de la libertad de elección. “A las chicas no les interesa el fútbol”, contestan entrenadores y federativos cuando se les exige mayor esfuerzo por incorporarlas a sus equipos. Da igual que en EE UU sea considerado un deporte femenino, siempre está el recurso a la esencia masculina del fútbol para ocultar su verdadera finalidad: que el fútbol es el rito de iniciación que hace que los niños pasen a formar parte del grupo de hombres y de sus privilegios; de la fratría, en definitiva. Las chicas básicamente molestan, ya que el rito sólo tiene sentido si ellas quedan fuera. En su expulsión radica, de hecho, su eficacia.

Hace unos días la periodista deportiva Gemma Herrero describía magistralmente cómo se comporta la fratría. Teorizaciones al respecto pueden encontrarse en autoras como Cockburn, Sedgwick, Pateman, MacCannell o Amorós. Hoy no voy a insistir en su comportamiento, sino en sus leyes. Conocemos de sobra el pacto patriarcal o de no traición, que exige minimizar cualquier reivindicación, por justa que sea, de un sujeto excluido del pacto, normalmente una mujer, aunque también de un sujeto que sea “feminizado” por racialización, colonización, posición social, u orientación sexual.

El pacto patriarcal sostiene la fratría, pero esta esconde otra ley, la ley oculta, que comporta el mayor privilegio que tienen los hombres frente a las mujeres y que sólo se adquiere a través de prácticas tan aparentemente irrelevantes y lúdicas como el fútbol. Cuando los datos de empleo y remuneración no concuerdan con los expedientes académicos de ambos sexos, detrás está la ley oculta, que no se aprende en la escuela sino en el patio, en la cancha, o en el campo de fútbol. Es la norma por encima de la norma, definición que dio el historiador Michelet a la fraternidad.

La ley oculta consiste básicamente en comprender (y aceptar con gusto) que uno está por encima de la norma, que esta no le sujeta, que siempre puede ir un poco más allá de ella, porque la representa, porque él —y todos los que son como él— son la horma, el molde de la norma. La ley oculta es la soberanía distribuida entre los hombres y que los entornos segregados como el fútbol transmiten. En ellos, los niños se identifican con quienes están en las más altas esferas del poder y el reconocimiento y se distinguen de aquellas que han sido expulsadas de ellos. Hasta el propio lenguaje la garantiza, por medio de la neutralización del masculino y su universalización en el genérico. Ellos son la norma y el universal, sus acciones los ensanchan y por eso mismo no les sujetan. Se naturalizan en los espacios en los que juegan, porque los ocupan libremente desde pequeños. Nadie les aparta. Son sus historias las que contamos y estudiamos. Nadie les olvida. Son sus cuerpos los que dan forma a la divinidad y a los héroes. Nadie los oculta. Son campeones. Ellos. Siempre.

Por esa razón, Rubiales no comprende el revuelo por haberse saltado la norma que él mismo representa. Se confunde de tal modo con ella que no es capaz de verse o verla desde fuera. Él y todos sus compañeros son quienes han marcado siempre las normas, quienes han reído con complicidad sus pequeñas, y no tan pequeñas, transgresiones. Y quienes han aprendido que el resto tolera, comprende, y cede, porque boys will be boys.

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