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tribuna
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Celebración del fútbol femenino

Que la progresiva popularidad de este deporte entre las mujeres no logre romper con el marco de mercado en el que nuestras sociedades se manejan no debe ensombrecer los efectos tan positivos que su crecimiento entraña

Final Mundial futbol femenino
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Lo que no se ve no existe. Tal es el mantra que repite Omar, el solitario comisario de policía del nuevo Marruecos independiente, a lo largo de Miradnos bailar, la novela de la escritora franco-marroquí Leila Slimani. Lo que no se ve no existe porque no se puede imaginar ni desear, se podría añadir. Y, cambiando la afirmación a su contrario, lo que se ve, encarnándose en referentes y modelos, existe y abre condiciones de posibilidad.

El fútbol femenino se ve y, por tanto, existe (¡por fin!). Que a lo largo de la semana pasada muchas y muchos esperásemos con expectación el último partido y la victoria de la selección, después de la emocionante semifinal contra Suecia, es prueba de los profundos cambios que ha vivido este deporte en los últimos años. Insistir, como se ha hecho durante este mundial, en que la selección española ha hecho historia es probablemente una fórmula grandilocuente, pero precisa y literal: nunca se había superado la eliminatoria de octavos.

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Hay muchos motivos para celebrar la buena fortuna del fútbol femenino, a pesar de que su crecimiento no solo contenga luces sino, también, y según señalaba en estas mismas páginas con acierto Begoña Marugán, algunas sombras. La principal es ser conscientes de que detrás de estas cifras en aumento no se halla la apuesta explícita por arribar a una mayor igualdad deportiva sino, muchas veces, la propia lógica voraz de un mercado siempre al acecho: cuanto mejor es el escaparate, mejor se vende el producto (tomo prestada la expresión de la periodista Emma Vallespinós y de las páginas que dedica al respecto en su reciente No lo haré bien), de modo que, si la visibilidad de algo depende de las inversiones que se hagan en ello, la decisión de hacerlo dependerá de las expectativas de negocio que augure y no forzosamente de los avances igualitarios que promueva. Que siga habiendo deportes menos comerciales que el fútbol con una representación de mujeres irrisoria o que las condiciones de algunas deportistas sean, como informaba Marugán, absolutamente precarias es prueba de lo anterior y de la lógica mercantilista que no pocas veces impera.

No obstante, que no hayamos llegado al final del camino o que la progresiva popularidad del fútbol femenino no logre romper con el marco de mercado en el que nuestras sociedades se manejan no debe ensombrecer los efectos tan positivos que su crecimiento entraña. El primero y más evidente es el que casi siempre se señala: el que las niñas que practican un deporte que hasta hace muy poco era palmariamente minoritario para ellas cuenten, por fin, con referentes. Esto incluye proyectarse e imaginarse a sí mismas algún día en campos profesionales, pero también el que puedan sentirse menos extrañas cuando juegan en el parque o en los recreos, aunque la mayoría de sus compañeras sigan haciendo patinaje, baloncesto o voleibol como deporte extraescolar. También incluye que, si les apetece, puedan hacer por primera vez la colección de cromos de la liga femenina en vez de tener que hacer la de la masculina o que puedan comprar, si fuera el caso, una camiseta de Alexia con tanta facilidad como una de Pedri; o que puedan elegir si prefieren llevar la de Salma Paralluelo o la de Aitana Bonmatí de la misma manera a como se puede decidir entre portar la de Lewandowski o la de Mbappé. Esto no resta el desorbitado precio de las prendas oficiales dentro del oneroso negocio del merchandising, pero sí supone el evidente avance de que quien pueda y quiera gastarse un buen pico en equipación no tenga, encima, que ir vestida de Gavi cuando en quien se mira es en Jenni Hermoso.

Las niñas futbolistas encuentran modelos en los que poderse reconocer, pero no solo, porque contar con ellos hace que aquellas otras que en condiciones de invisibilidad nunca se habrían planteado jugar al fútbol (lo que no se ve no existe), lo incorporen como opción y elección. Los números hablan por sí solos. Si en 2010 había 33.755 licencias federadas de fútbol femenino, en 2022 la cifra asciende a 87.827, según datos del Ministerio de Cultura y Deporte. Que el número de futbolistas se haya triplicado en 12 años, convirtiendo al fútbol en el tercer deporte con más federadas, hace pensar que lo que sí se ve ayuda a que también exista. Aunque los datos del Ministerio no están desagregados por edad, quienes tenemos cerca a niñas que juegan sabemos que este crecimiento también incluye a las etapas infantiles, pues encontrar categorías de benjamina o alevina para pequeñas futbolistas ya no es, por fortuna, la odisea que hasta hace muy poco —en mi experiencia, apenas tres años— era.

Con todo, los efectos a celebrar de la circunstancia de que el fútbol femenino esté dejando de ser una rareza va más allá de las niñas que puedan sentirse directamente interpeladas por los goles que marca Olga Carmona o por los que para Cata Coll: nos incluye, y ese es su mayor avance, a todas y a todos. En primer lugar, porque rompe con uno de los efectos más nocivos que tiene el que falten referentes de mujeres, y es el de que se naturalice y normalice un mundo sin nosotras. En un deporte como el fútbol, en el que hasta hace muy poco tiempo las niñas solo podían optar a jugar en equipos mixtos, compuestos por una abrumadora mayoría de niños y por un reducidísimo puñado de niñas que acababan interiorizando su condición de extrañas para abandonar, en muchos casos, un terreno en el que no eran esperadas, el que se haya roto con la naturalidad de su ausencia es un avance fundamental. También en esto la selección española ha hecho historia este verano: el numeroso público que ha estado en vilo frente al televisor para verlas jugar demuestra que ya no será posible normalizar que falten ellas. Se trata del mismo público que, batiendo audiencias, permite aventurar un segundo efecto del que congratularnos, y es el hecho de que el talento de nuestra selección haya provocado emoción no solo entre esas aficionadas o futuras futbolistas que lo han seguido con ojos atentos sino, también, en multitud de hombres y niños que lo han sentido como algo propio. No se trata de ninguna obviedad. Cuando los datos nos siguen mostrando que las mujeres tomamos en consideración las cosas que hacen los hombres en una proporción mucho más elevada que a la inversa, que cambien las tornas debe ser motivo de celebración. The Authority gap (la brecha de autoridad), lo denominó la periodista británica Mary Ann Sieghart en un libro en el que ponía numerosos ejemplos con los que evidenciar que cuesta más ser tomadas en serio, pero también conseguir que los hombres se interesen por lo que hacemos (un ejemplo elocuente lo constituyen las reducidas cifras de lectores hombres que tienen las escritoras mujeres, incluso las más vendidas). Igualmente en esto nuestra selección femenina ha hecho historia, rompiendo esa frontera invisible y consiguiendo que todas y todos nos hayamos emocionado con nuestro fútbol. Solo nos queda, pues, celebrar como se merece a nuestras espléndidas jugadoras.

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