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Columna
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Ahora Bolsonaro tiene que ir a la cárcel

Para que Brasil pueda curarse de años de odio, la inhabilitación de ocho años tiene que ser solo el primer castigo para el expresidente

Jair Bolosnaro, a su llegada al aeropuerto de Brasilia el pasado 30 de junio.
Jair Bolosnaro, a su llegada al aeropuerto de Brasilia el pasado 30 de junio.Associated Press/LaPresse (Associated Press/LaPresse)
Eliane Brum

Solo un país tan falto de justicia como Brasil puede celebrar que Jair Bolsonaro haya sido inhabilitado hasta 2030. El expresidente fue condenado el pasado viernes por haber atacado el sistema electoral brasileño en una reunión con embajadores extranjeros en julio de 2022, cuando buscaba perpetuarse en el poder. Es poco para un extremista de derecha que, en los cuatro años que gobernó Brasil, ejecutó un plan para propagar el virus de la covid-19 y obtener la “inmunidad de rebaño” que, según los epidemiólogos, fue responsable de la mayoría de las más de 700.000 muertes. Entre 2019 y 2022, Bolsonaro atacó las vacunas, estimuló la invasión criminal de tierras indígenas, aceleró la destrucción de la Amazonia, la emprendió contra las instituciones, intentó destruir la credibilidad de las urnas electrónicas y alentó golpes de Estado. Quedarse fuera de la contienda electoral durante ocho años es poco, muy poco, para tantos delitos. Pero Bolsonaro es un humano monstruo resultado de la impunidad y que las instituciones de la democracia que tanto ha socavado le castiguen por primera vez por sus acciones es un hito histórico.

Bolsonaro comenzó su carrera criminal planeando hacer explotar bombas en cuarteles en 1987, como medida de presión para conseguir mejores salarios para el cuerpo. La Justicia Militar lo absolvió en un juicio vergonzoso, pero tuvo que abandonar las Fuerzas Armadas e inició su carrera como político profesional: se pasó casi tres décadas defendiendo como parlamentario los asesinatos cometidos por la dictadura empresarial-militar (1964-1985) y atacando a negros, indígenas, mujeres y LGTB, hasta llegar a la presidencia. El capitán retirado se convirtió en la síntesis de un país en que agentes del Estado secuestraron, torturaron y asesinaron a cientos de civiles y a más de 8.000 indígenas y nunca fueron castigados, a diferencia de lo que ocurrió en países vecinos como Argentina, que fue capaz de meter en la cárcel a los generales y devolver la dignidad a la nación. Bolsonaro siempre creyó que podía decir y hacer cualquier cosa y que no le pasaría nada. Lo creyó porque era verdad. Hasta el histórico día 30 de junio de 2023, en que fue castigado por primera vez.

Ahora Brasil lo gobierna por tercera vez Luiz Inácio Lula da Silva, pero la marca de los crímenes de Bolsonaro la llevan todos los brasileños. Hoy somos un país de gente más triste, de gente de luto, de gente con más ganas de matar. Cualquier pretexto es bueno para que se produzcan estallidos de violencia en las calles, en el tráfico, en los espacios públicos. Los brasileños no vivieron una pandemia como el resto del mundo, sino una pandemia en la que el presidente utilizó la máquina del Estado para que el virus matara más rápidamente. Nadie pasa cuatro años siendo rehén de un perverso sin que la experiencia de la sumisión lo transforme. Hoy los brasileños odian a los brasileños, el odio es el aire que se respira en Brasil. Bolsonaro puede haber perdido las elecciones y ahora —temporalmente— el derecho a presentarse de nuevo. Pero su proyecto de odio sigue activo, por eso, aunque perdiera las elecciones, ganó.

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Lo que determinará la derrota de lo que representa y que va mucho más allá del individuo Bolsonaro es cuánta justicia conseguirá hacer la democracia brasileña. Si este es el único castigo para un criminal de Estado, el Brasil asesino, racista, xenófobo, misógino, homófobo, antiindígena y negacionista del clima se fortalecerá aún más. Si esta es solo la primera sanción y la más indulgente, a la que seguirán muchas otras, Brasil tendrá una oportunidad de rehacerse. Meter a Bolsonaro en la cárcel por genocida tiene que convertirse en el objetivo de todo brasileño que aún pueda mantener algo de cordura en un país profundamente enfermo por el ejercicio del odio.

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