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Leyendo de pie
Columna
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Esperando a Godot en Sarajevo

El relieve que el montaje dio al argumentario de Sontag contra la inacción occidental contribuyó grandemente a acelerar la intervención estadounidense

La plaza Susan Sontag frente al teatro nacional en Sarajevo (Bosnia y Herzegovina)
La plaza Susan Sontag frente al teatro nacional en Sarajevo (Bosnia y Herzegovina), en una fotografía de junio de 2011.Anosmia (Creative Commons)
Ibsen Martínez

Tan pronto tuve ¡al fin! en mis manos la estupenda antología de los ensayos de Susan Sontag que debemos a su hijo, David Rieff (Penguin Random House, 2022), fui derechito al texto que da título a esta columna. No lo conocía, ¡ay de mí!

Es un texto breve, meditado y muy denso que, entre otros logros superlativos, narra con sustancia y corazón una singular experiencia teatral.

Sin embargo, Esperando a Godot en Sarajevo no es solo la memoria de una puesta en escena —algo que de suyo me atañe y me conmueve poderosamente—, es también un reportaje de guerra, la denuncia hecha en tiempo real de un genocidio en marcha y, finalmente, un persuasivo, movilizador ensayo político sobre la indiferencia ante el sufrimiento de los demás.

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¡Qué entrañable debió ser en vida esta autora! ¡Lo saben muy bien allá en Sarajevo donde una plaza que lleva su nombre conmemora su humanidad y su valentía! ¡Qué feliz y oportuna la idea de reunir del siglo en un volumen, a esta altura del siglo, la duramáter de su pensamiento y su lenguaje literario!

“Fui a Sarajevo a mediados de julio de 1993 a poner en escena una representación de Esperando a Godot, menos porque siempre había querido dirigir la obra de Beckett (aunque era el caso) y más porque me valió de razón práctica para regresar a Sarajevo”.

Había estado ya allí, en abril, solo por dos semanas, justo al año de comenzar la campaña de masivos ataques artilleros y permanente francotiroteo asesino contra la ciudad sitiada por los serbios. Se prometió volver porque en esas dos semanas hizo el tipo de amistades que las tragedias colectivas suelen cimentar en poco tiempo. Sontag quedó profundamente ligada a la maltrecha ciudad y lo que ella representaba.

El sitio, la matanza de civiles y la destrucción de todo lo que en una ciudad puede tardar siglos en cobrar cuerpo y vida, se prolongó por 1.425 días y cobró, según algunas cuentas, cerca de 15.000 vidas humanas, civiles en su absoluta mayoría.

Sumadas esas muertes a la migración forzada, la población llegó a reducirse, en menos de cuatro años, a algo más de 300.000 personas, el 64% de la anterior a la guerra. La masacre de decenas de civiles, víctimas de fuego artillero serbio en plazas, escuelas, hospitales, estadios de fútbol y mercados municipales signaron el período más catástrófico en la historia de la ciudad desde la Primera Guerra Mundial.

El promedio diario de impactos artilleros durante el asedio fue de 330, pero un día de julio de 1993 cayeron en la ciudad más de 3.700 obuses. En la masacre del mercado de Markale, en febrero del 94, perecieron 68 personas. Bosnia era desde 1992 un país independiente, miembro de la ONU. Su ejército era pequeño, insuficientemente armado y sujeto a un embargo de armas acordado por la ONU.

La inacción de las naciones “civilizadas” ante la barbarie recordaba a Sontag la misma indiferencia europea ante la intervención nazifascistas, alemana e italiana, en la España de 1936.

En Sarajevo y en tan penosa e infernal situación, Sontag “no podía ser de nuevo una testigo.[…]Si regresaba era para arrimar el hombro y actuar”. El mundo sabía muy bien de aquella barbarie, valerosos periodistas la habían hecho conocer cada día, mientras la firme decisión de Occidente de no intervenir concedía la victoria al fascismo serbio.

Durante su estancia de abril, Sontag conoció a Haris Palovic, un joven y brillante director teatral bosnio. Sabedor del deseo de Sontag de regresar pronto con algún cometido útil y significativo, Palovic le preguntó si no estaría en su interés volver en unos meses a dirigir una obra.

Ella dijo sí y al ser entonces apremiada por Palovic a decir cuál obra, “la bravuconería me sugirió en un instante lo que acaso no habría podido advertir si me hubiese dado más tiempo de reflexión: era evidente lo que debía dirigir”. La obra de Beckett, compuesta hacia ya más de 40 años, parecía escrita sobre y para Sarajevo.

El relato de Sontag ofrece excursos sobre los prejuicios, la indiferencia y la hipocresía de buena parte de la intelectualidad liberal de Occidente ante la tragedia Bosnia. La antología compuesta por Rieff incluye iluminadores textos complementarios, como por ejemplo un diario de su estancia en Sarajevo.

Pero mis primeras tientas con la literatura ocurrieron en el teatro y desde mi juventud nada ha logrado importarme más. En su emocionante relato, Sontag da cuenta de las ideas que, en medio de alarmas y urgencias, guiaron su puesta en escena y del espíritu, tan propio de la verdadera gente de teatro, llámense Lord Chamberlain’s Men isabelinos o La Barraca de García Lorca, al hacer de la necesidad virtud.

La sala de ensayos —donde al cabo estrenarían los actores multiétnicos que aceptaron la invitación de Sontag—, averiada por los bombardeos y sin luz, aportó la iluminación con velas. El montaje de Sontag presentó arrojadas innovaciones: por ejemplo, tres parejas de Estragones y Vladimiros, contempladas orginalmente en el texto de Beckett pero nunca antes acatadas. Pozzo, el tirano esclavista, estuvo a cargo de una destacada actriz bosnia.

Las vicisitudes del montaje, una de las cuales fue la desnutrición de los actores que recorrían millas yendo y viniendo, de sus casas al teatro, en una ciudad donde el desafiante humor de sus habitantes designó una arteria Avenida de los francotiradores, me hicieron muchas veces pensar en los ensayos de otra gran obra del siglo XX, la Séptima Sinfonía de Shostakovich, estrenada en otra ciudad sitiada y bajo fuego artillero: Leningrado, en 1942.

Sobrecoge pensar que durante los calamitosos ensayos, tanto Sontag como los actores incurrían en un chiste negro alusivo al sitio y a la renuencia de Occidente a actuar con energía ante los serbios: esperando a Clinton.

Esperando a Godot se estrenó a la luz de 12 velas el 12 de agosto de 1993. Nadie en el público hizo ruido alguno durante la función. “Los únicos sonidos —recuerda Sontag— provenían del exterior del teatro: el bramidode un trasporte militar acorazado de la ONU por la calle y el estallido se los disparos de los francotiradores”.

Nadie duda hoy de que el relieve que el montaje dio al argumentario de Sontag contra la inacción occidental contribuyó grandemente a acelerar la intervención estadounidense que, al cabo, puso fin al criminal sitio.

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