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Tribuna
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Grandes anuncios, pequeñas ejecuciones

El desacople entre las presentaciones de ambiciosos proyectos y la realidad de sus efectos es desmoralizador para la opinión pública. Los medios deben hacer mejor seguimiento de los planes y los gobiernos vigilar que lleguen a quien los necesita

Sanchez Cuenca 18 abril
ENRIQUE FLORES

La política está sometida a un escrutinio constante por parte de los medios y las redes sociales. A su vez, los partidos y sus dirigentes pugnan por atraer la atención del público, produciendo mensajes sin cesar. Como si fuera una gran bestia, nuestra esfera pública necesita para alimentarse de grandes dosis de declaraciones, tanto más nutritivas cuanto más extraordinarias resulten, ya sea por su truculencia y zafiedad, ya sea por su grandilocuencia y solemnidad. Políticos y medios se retroalimentan en ese ruido ambiental que rodea a la política y que muchos consideran agotador y estéril.

Es lógico que los gobiernos de todo signo dediquen enormes esfuerzos a la comunicación (si se prefiere, a la propaganda). En medio de un generalizado escepticismo social, tratan de impresionar a los ciudadanos con el anuncio de planes ambiciosos. Son planes integrales, basados en “libros blancos” y consultas previas con expertos y partes afectadas, planes que proponen intervenciones con presupuestos de magnitudes que resultan incomprensibles (y abrumadoras) para la mayoría. Programas de cientos, miles o decenas de miles de millones de euros. En muchas ocasiones, además, son planes plurianuales, que culminan en el medio o el largo plazo.

Las nuevas formas de comunicación favorecen el ciclo interminable de anuncios de grandes planes que van a traer soluciones no menos grandes. Se trata de crear la impresión de que cada poco tiempo se dan pasos cruciales en la lucha contra el problema que sea. Precisamente por la condición tan precaria de los gobernantes actuales, estos saben que el efecto del anuncio de los planes es tan o más importante que sus consecuencias últimas. Además, los gobiernos son conscientes de que, precisamente por el vértigo informativo en el que estamos inmersos, todos nos fijamos más en los anuncios que en su ejecución.

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¿Consiguen siempre sus fines estos planes presentados a bombo y platillo? La evaluación de las políticas públicas es una tarea tediosa, técnicamente complicada, que no despierta demasiado interés en los medios. No siempre es fácil averiguar qué es lo que realmente se ha hecho. Frente a los titulares que acaparan los anuncios iniciales, el espacio dedicado en los medios al seguimiento o la evaluación de las políticas públicas es mucho menor. Hay que rebuscar en los titulares pequeños para encontrar este tipo de información. Y, cuando llega la evaluación, hace tiempo que la política en cuestión ya se ejecutó y se está hablando de algún nuevo plan.

Se pone en marcha, por ejemplo, el bono cultural para los jóvenes de 18 años. Al poco tiempo, sin embargo, descubrimos que solo el 57% de los potenciales beneficiarios lo recibe. Hemos visto, igualmente, que el ingreso mínimo vital ha tenido graves dificultades en su puesta en práctica debido a la complicación de los trámites burocráticos y la falta de recursos organizativos para gestionarlo adecuadamente. El Gobierno pensó que lo recibirían unos dos millones de personas, pero en la práctica solo lo consiguen alrededor de la mitad. En este mismo ámbito de las ayudas sociales, el Estado no ha sido capaz de cumplir los compromisos adquiridos en la ley de dependencia hace ya más de una década. Se estima que unas 300.000 personas están en lista de espera para recibir estas ayudas. En la Comunidad de Madrid se lanza un plan de ayudas a la natalidad, pero menos de la mitad de quienes estaba previsto que lo solicitaran lo ha hecho. A la vista de todos los problemas de diseño e implementación que arrastran muchas de nuestras políticas sociales, tanto a nivel autonómico como nacional, no debería ser tan sorprendente que tengamos un Estado de bienestar poco eficiente, es decir, que redistribuye menos riqueza y oportunidades de lo que se espera de él. En términos comparados, tenemos un sistema fiscal y un Estado de bienestar con una capacidad redistributiva muy limitada: la mayor parte de las ayudas públicas acaban en las clases medias, no llegan a quienes más las necesitan, en parte por errores de diseño y en parte porque muchos de los potenciales beneficiarios de las ayudas se pierden en el laberinto burocrático.

Todos estos problemas se multiplican ante programas como el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia de la UE, en el que se reparten unos 670.000.000.000 euros en el conjunto de la Unión, de los cuales unos 70.000.000.000 llegarán a España (lo pongo en cifras para que se vea las cantidades astronómicas de las que estamos hablando). Es habitual que los países que más necesitan estos fondos sean precisamente aquellos que tienen más dificultades para gastarlos de forma eficiente. Por lo demás, son planes tan ambiciosos que las ayudas se acaban canalizando hacia las empresas de mayor tamaño, que son las que tienen capacidad y recursos para realizar las solicitudes. El reto consiste en que el uso de esos fondos termine revirtiendo en los nobles objetivos que se fijaron inicialmente, contribuyendo de verdad a la transición energética y digital de la economía, y no se quede en una mera ayuda financiera con un impacto efímero.

No es solo un asunto de España, ni se da solo en las políticas de gasto. Suceden cosas parecidas en el plano internacional. Cuando el ejército ruso invadió Ucrania, se anunciaron en Europa y Estados Unidos unas sanciones económicas durísimas que iban a asfixiar a Rusia. Las sanciones, ciertamente, han hecho mella en la economía de aquel país, pero están lejos de haber provocado el colapso que se esperaba. Quizá haga falta más tiempo, quizá Rusia haya encontrado formas de burlarlas, el caso es que vuelve a darse una disociación entre el anuncio y la ejecución posterior.

Dejo para el final la ilustración más dolorosa: la medioambiental. Los líderes del planeta se reúnen cada poco en cumbres internacionales cargadas de palabras biensonantes, intenciones intachables y planes vaporosos para corregir los problemas ecológicos. En la práctica, los expertos insisten en que llegamos tarde, que los esfuerzos realizados hasta el momento son insuficientes para evitar el calentamiento global y la destrucción de los ecosistemas. Esto no significa que haya que tirar la toalla, sino que hay que superar la política de las grandes declaraciones.

El desacople entre los anuncios de planes y sus ejecuciones últimas tiene un efecto desmoralizador en la opinión pública. Se ahonda la sensación de que la política son puros fuegos de artificio. Pero, a la vez, sin esos anuncios, los gobiernos no consiguen sobrevivir. Para romper con este ciclo perverso es preciso, por una parte, que los medios fiscalicen mejor y hagan seguimiento de las políticas, sin dejarse arrastrar por la dinámica de anuncios constantes de nuevos planes; pero, por otra, también es necesario que los gobiernos inviertan más en la capacidad de gestión de sus respectivos Estados. Con demasiada frecuencia, planes que sobre el papel suenan bien se malogran porque las administraciones están infradotadas o están sujetas a reglas y procedimientos que no tienen sentido. ¿De qué sirve apostar por grandes cambios sin tener la capacidad de llevarlos a cabo? En las sociedades desarrolladas se consideran que los problemas de capacidad del Estado corresponden a los países en vías de desarrollo, pero a medida que los problemas crecen en complejidad y variedad, descubrimos que los Estados, incluso en los países ricos, no dan abasto.

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