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Columna
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¿Qué nos pasa?

Por más hiperconectados y rodeados de gente que estemos, nos seguimos sintiendo aterradoramente solos. Buscamos compañía por ese miedo atávico a la soledad, pero sospechamos que todo lo malo que nos pasa es por salir de casa o por decir que sí

Carlos Saura y Rafael Azcona, disfrazados, con José Luis López Vázquez en la película de Marco Ferreri 'El cochecito' (1960).
Carlos Saura y Rafael Azcona, disfrazados, con José Luis López Vázquez en la película de Marco Ferreri 'El cochecito' (1960).
David Trueba

Hace 15 años que murió el guionista Rafael Azcona y no hay semana que uno no eche de menos la sobremesa donde se trataban sin ahínco los asuntos del momento. Pese a la edad, Azcona era joven de mente. A él no lo seducía ese abrazo reaccionario de que todo iba a peor, pues estaba convencido de que el mundo avanzaba en mejoras aunque el horror era siempre más visible. Te reñía si con la inconsistencia de los jóvenes echabas de menos el pasado que no habías conocido. Le ayudaba recordar el rigor de las sotanas, el autoritarismo marcial, la jerarquía del poder y el sabor agrio de la derrota permanente que conoció tras la Guerra Civil. Le gustaba recordar la viñeta del New Yorker en la que dos hombres del paleolítico charlaban a la puerta de la cueva. Uno festejaba la época en que vivían porque en ella no había atascos, ni contaminación, ni oficina, ni impuestos. El otro, en cambio, se encogía de hombros y admitía la verdad: la esperanza de vida no llegaba a los 35 años. Pues bien, Azcona escribió películas en las que los hombres se recluían del mundo, se emparejaban con muñecas hinchables, se encerraban en el baño o invitaban a cenar a pobres para tranquilizar su conciencia por un rato. Es decir, trató asuntos que son hoy actualidad absoluta. Predijo internet con ese anacoreta que lanzaba mensajes por el inodoro del váter y la incapacidad ante la frustración con ese anciano que asesinaba a sus seres queridos para tener el coche de paralítico que otros disfrutaban.

Por poner un ejemplo, esta semana hemos discutido mucho sobre la carta que unos expertos en tecnología han escrito a los gobiernos reclamando una paralización de los avances en el desarrollo de la inteligencia artificial. Y también hemos debatido, con la mesura que nos caracteriza, sobre los llamados vientres de alquiler e hijos por encargo. El resumen de ambos asuntos podría ser el mismo que el de la prohibición por referéndum de los patinetes eléctricos en París: los seres humanos nos tenemos miedo a nosotros mismos, pues sin regulación podemos llegar a ser monstruosos. Entre otras cosas porque nos sentimos a bordo de un Titanic que ya zarpó hace tiempo y no tiene pinta de saber llegar a ningún puerto seguro. Y porque por más hiperconectados y rodeados de gente, información o datos que estemos, nos seguimos sintiendo aterradoramente solos. Buscamos compañía por ese miedo atávico a la soledad, pero sospechamos que todo lo malo que nos pasa es por salir de casa o por decir que sí.

En esa contradicción reside la gran comedia de la vida. La infancia, vivida como un espanto de sometimiento y falta de autonomía, acaba por convertirse, pasado el tiempo, en el paraíso que añoramos. La compañía, que nos amarga y abruma, pasa a ser, cuando la perdemos, el centro de nuestra rememoración. No encontramos el sentido de la vida por la sencilla razón de que lo tenemos justo delante de nuestras narices. Demasiado evidente, demasiado cerca. Somos incapaces de convivir sin juzgar, sin amenazar, sin apropiarnos de todo lo que queda a nuestro alcance.

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Así, entre catástrofes y auténticas chapuzas, las más sonadas las que perpetramos para reafirmar nuestra identidad individual y grupal, aparecerían algunos instantes en los que, asombrados, nos asomaríamos a mirar el mundo y exclamaríamos para nuestros adentros: la vida, qué esplendor. Y no tan a menudo: la vida, qué disparate.

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