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Columna
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Todo de golpe contra todos

Los que recomendábamos la película de los ‘Daniels’ nos habríamos echado a reír incrédulos si alguien nos hubiera dicho entonces que arrasaría en los Oscar

Daniel Kwan (izquierda) y Daniel Scheinert, directores de 'Todo a la vez en todas partes', con sus premios Oscar a la mejor dirección, el pasado 12 de marzo en Los Ángeles.
Daniel Kwan (izquierda) y Daniel Scheinert, directores de 'Todo a la vez en todas partes', con sus premios Oscar a la mejor dirección, el pasado 12 de marzo en Los Ángeles.MIKE BLAKE (REUTERS)
David Trueba

Que los premios se hayan convertido en el único baremo utilizado para resaltar una obra artística conlleva ciertos disparates. Como sucede con las subastas de pintura y el dinero alcanzado, la aplicación del código deportivo, basado en el marcador o en el cronómetro, a las actividades creativas las reduce y las subvierte. Para ahondar la quiebra de lo razonable, la costumbre es elegir unos finalistas para así a la hora de la concesión del galardón poder también escenificar la derrota con intérpretes destacados en el papel del perdedor. Como solía decir Fernán Gómez, cuando le dan un premio a Katharine Hepburn lo que más gusta es añadir que derrota a Marlene Dietrich o a Greta Garbo. Caminado ya un largo recorrido desde que se impuso esta moda, que incluye la lista de venta y el número de espectadores, no está de más sentarse a mirar el panorama que deja detrás. El mejor ejemplo reside en los últimos resultados de la ceremonia de los Oscar de cine en Hollywood.

Durante los 22 años en que escribí en el dominical de El periódico de Catalunya hacía una pequeña lista de libros, discos y películas que me habían gustado durante el año. Era un desahogo caprichoso en respuesta al capricho de las listas que hacían otros. El año pasado, allá por diciembre, destaqué que la película de los Daniels, Todo a la vez en todas partes, era lo mejorcito del cine americano del año, pues contenía en un desarrollo de película de entretenimiento y mamporros una dosis considerable de ingenio, inventiva y gracia. En los meses siguientes, discutimos de esa película contra todos los que abominaron de ella, que no eran pocos. Solía suceder entre gente a la que se la habían recomendado vivamente y al verla se sentían decepcionados. No hay nada peor que la expectativa. No me gustaría acudir a una cita amorosa y que la otra parte ande esperando ver entrar por la puerta a Brad Pitt. Sin embargo, los que recomendábamos la película de los Daniels nos habríamos echado a reír incrédulos si alguien nos hubiera dicho entonces que arrasaría en los Oscar con premios a mejor película, guion, dirección e interpretaciones. ¿Por qué? Pues por la sencilla razón de que era una película refrescante e ingeniosa, pero le sobraban 30 minutos en el desenlace y el conjunto de su discurso cabía en el envés de un sello.

Sin embargo, en esa ola de competición que son los premios fue ganándolo todo en todas partes y casi al mismo tiempo. Hasta adquirir la categoría de favorita incuestionable y, en lógica desmesura, la de ganadora por goleada. Y convertir a Spielberg o Cate Blanchett en perdedores por un rato es un lujo que nadie quiere ahorrarse. Pensándolo bien, no existiría nada más penoso que dar salida a una carrera de los 100 metros lisos en la que cada participante saliera con distintos objetivos. Uno, pensando en la maratón. El de al lado, en los 5.000. El otro, en los 20 kilómetros marcha. Y el de más allá, empeñado en un salto de longitud. Efectivamente, habría un ganador, pero la competición en sí misma sería un disparate. Pues a ese disparate es al que nos hemos acostumbrado en el mundo de las artes y el espectáculo. Fines diversos, particulares, oblicuos, condenados a someterse a un juicio general. A estas alturas, promover un disfrute sin ganadores ni perdedores es como aspirar a que un niño renuncie a la piruleta por las acelgas rehogadas.

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