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columna
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Nace una nación, agoniza un imperio

Es en el corazón de los rusos donde la destrucción avanza sin remedio, una agonía sin otro plazo que el momento lejano en que sea la libertad y no la sumisión al autócrata la que habite el lugar donde late el amor a la patria rusa

Vladimir Putin, ayer durante un concierto en el estadio Luzhniki de Moscú.
Vladimir Putin, ayer durante un concierto en el estadio Luzhniki de Moscú.MAKSIM BLINOV (AFP)
Lluís Bassets

Más Ucrania y menos Rusia. Este es el sencillo balance de un año de destrucción, sangre y muerte a raudales, el precio insoportable del tipo de catástrofe que perpetran regularmente los seres humanos, enzarzados en la historia de siempre con el auxilio de la siniestra partera, la guerra.

Hoy la nación ucraniana es más fuerte. En el corazón de los ciudadanos, la disposición de sus jóvenes a morir por ella y la admiración que merece y suscita en Europa y el mundo. Y, sobre todo, en su apuesta por la libertad, la democracia, el Estado de derecho y los derechos humanos, todo lo que caracteriza a la sociedad europea con la que quiere asociarse, frente a la oferta que llega de Moscú junto a las bombas para que se conforme con la autocracia.

Mucho más débil es su economía, cierto. Ha disminuido su población, refugiada en países vecinos, y diezmada por los bombardeos y los combates. Son terribles los dolores y daños del parto. Destrozadas sus infraestructuras, destruidos numerosos hospitales, escuelas y teatros, reducido el parque de viviendas, así es el campo de escombros que Putin ofrece. Es inverso el efecto sobre Rusia, preservada e intacta gracias a la asimetría de su abusiva agresión bajo el paraguas nuclear. Ni siquiera las duras sanciones perturban la vida del gigante victimizado, aunque dificulten sus suministros, incomoden a sus oligarcas y conviertan en apestados a sus diplomáticos y políticos en el occidente colectivo al que designan como enemigo, después de haberlo elegido durante 30 años como paraíso de sus inversiones, sus vacaciones, la educación de sus hijos e incluso la instalación de sus familias.

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Es en el corazón de los rusos donde la destrucción avanza sin remedio, una agonía sin otro plazo que el momento lejano en que sea la libertad y no la sumisión al autócrata la que habite el lugar donde late el amor a la patria rusa. Cuando los rusos, como los ucranianos, sean ciudadanos de una nación europea más y no siervos de un imperio arrollador dispuesto a imponer su orden por la única ley de la fuerza.

Tuvo su mayor retroceso hace 30 años, al hundirse el anterior avatar soviético, pero ahora, por querer sobrevivir y recuperar el imperio, ha perdido definitivamente a Ucrania, la pieza geopolítica central de su dominio. Tantas cosas ha perdido que ya no parece importarle una más: su ejército arruinado, sus jóvenes exilados, sus prisiones repletas de disidentes, incluso sus aliados centroasiáticos incomodados por tanta brutalidad... y su alma. Al compás del imperio que decrece, crecen sus adversarios, Europa y la OTAN. A costa también de un creciente peligro. Está justo donde puede surgir la salvación de quien sabe enfrentarlo y la condena de quien lo promueve. Falta solo cruzar el dificil dintel, el fin del imperio, que interrumpa el parto y la agonía para que llegue cuanto antes la paz, la paz justa y verdadera.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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